(Otoño de 2002 / Verano de 2007)
Mínima guía personal en pocas páginas, doblada en los bolsillos de jeans de amigos nómades.
“No debemos dejar de hablar de la gente y de las cosas que ya no están. Si las amamos, debemos seguir viviendo con ellas. Me niego a olvidar” - François Truffaut.
¿Qué es una ciudad? No es sólo un espacio geográfico definido en el que estuvimos físicamente alguna vez. Es también, y sobre todo, la representación mental de ese espacio antes de conocerlo, el gesto de completar sus piezas ausentes (como un rompecabezas) una vez que estamos allí y el mapa de su recuerdo, azaroso y fragmentario, configurándose una y otra vez en nuestra cabeza. Por eso amamos ciertas ciudades antes pisarlas, las pisamos reconstruyéndolas desde nuestra propia historia y volvemos a pisarlas viéndolas girar, a la distancia, como los cristales de un caleidoscopio. Existen tantas ciudades como gente que pasó por ellas. Toda ciudad es una experiencia personal e intransferible, un cuerpo singular que se anuda y se desanuda, se anda y se desanda, una y otra vez. La casa de una ciudad es nuestra memoria, el único país que rescata a la gente y las cosas que amamos del olvido, es decir, de la desaparición.
1. Las Islas
París es una mujer cortada en dos. Tiene un tajo de agua recorriéndola de punta a punta, dividiéndola en dos ciudades que quizá, quién sabe, hagan una sola. Las calles laberínticas y melancólicas de la “rive gauche”, el centro de la vieja bohemia; la cartografía impecable y simétrica de la “rive droite”, surcada por los obsesivos boulevares del Barón Haussmann, nacidos de la restauración monárquica de Napoleón III: había que abrir esos inmensos canales de asfalto para impedir el avance de las barricadas revolucionarias de mediados del S. XIX. Los boulevares parisinos no son inocentes. Fueron diseñados para facilitar la represión obrera. Recordemos a Walter Benjamin: “todo documento de civilización es, simultáneamente, un documento de barbarie”.
París es una mujer dividida por el Sena y una mujer con dos islas.
Ile de la Cité: Donde los celtas fundaron París, se alzan las agujas de Notre Dame. Es gótico en estado puro (una vez, Europa se cubrió con el blanco manto de las catedrales …). Impulso vertical, rosetones y vitrales que permiten el paso de la luz divina, gárgolas amenazantes y funcionales (en sentido material y simbólico) que devoran tanto el agua de lluvia como a los pecadores irredentos, arbotantes y contrafuertes estratégicos que sostienen el peso desde el exterior y desmaterialización de la piedra al cruzar el umbral. Pedagogía medieval: el cuerpo es la pesada estructura de piedra al aire libre; el alma, el espacio interior luminoso y etéreo. Interferencia con la pedagogía: los revolucionarios del S. XVIII arrancaron las esculturas sacras del exterior, confundiéndolas con representaciones monárquicas. Las cabezas fueron encontradas mucho tiempo después en las alcantarillas de la ciudad. Saquearon Notre Dame, convirtiéndola en un templo consagrado a la razón. La razón iluminista, la razón de los grandes relatos históricos (libertad, igualdad, fraternidad) que, según las voces posmodernas, hoy están muertos. Desconfiemos, si es posible, de las voces posmodernas.
Place Dauphine: Una de las plazas, en miniatura y de bolsillo, más hermosas de París. Sustraída del tiempo y el espacio circundante, del rumor de las guillotinas invisibles en la Conciergerie, del peso de las sentencias en el vecino Palais de Justice; para sentarse en un banquito, cerrar los ojos y respirar profundo.
Pont Neuf: Acá, en el puente más viejo de París, filmó Leo Carax Les amants du Pont Neuf, con una Juliette Binoche en harapos, con el pelo revuelo y un parche en el ojo y un Dennis Lavand entrañable y freak (son términos sinónimos).
Ile-Saint-Louis: Donde uno viviría, si le tocara vivir en París. Solamente una calle (Rue St-Louis-en-l’Ile) flanqueada por tiendas preciosas de juguetes y objetos de colores, helados de Berthillon (que merecen su fama) y bares pensados para ir a desayunar. En esta isla eligió vivir el director de cine Robert Bresson. El que filmó las películas que uno se llevaría a la isla desierta, el que inspiró a Favio para Crónica de un niño solo, el que se rehusó a contratar actores de conservatorio, redujo al mínimo el uso de la palabra y contó historias en blanco y negro -desde la mirada de un cura, de un asno, de una niña suicida, de un carterista y de un condenado a muerte que logra escapar de la prisión, con la máxima economía gestual. En el extremo de la isla, girando a la izquierda, sobre el Quai d’Anjou, está el Hôtel de Lauzun, donde Baudelaire escribió Las Flores del Mal. El mismo Baudelaire que parió desde la escritura la modernidad, haciendo que la aureola del artista resbalara al fango y que los ojos de los pobres se fijaran al cristal de una pastelería prohibida. Desacralizando lo sublime y señalando la fractura. Si París es el emblema de la ciudad moderna del S. XIX, París es sobre todo un texto de Baudelaire.
1. Las Islas
París es una mujer cortada en dos. Tiene un tajo de agua recorriéndola de punta a punta, dividiéndola en dos ciudades que quizá, quién sabe, hagan una sola. Las calles laberínticas y melancólicas de la “rive gauche”, el centro de la vieja bohemia; la cartografía impecable y simétrica de la “rive droite”, surcada por los obsesivos boulevares del Barón Haussmann, nacidos de la restauración monárquica de Napoleón III: había que abrir esos inmensos canales de asfalto para impedir el avance de las barricadas revolucionarias de mediados del S. XIX. Los boulevares parisinos no son inocentes. Fueron diseñados para facilitar la represión obrera. Recordemos a Walter Benjamin: “todo documento de civilización es, simultáneamente, un documento de barbarie”.
París es una mujer dividida por el Sena y una mujer con dos islas.
Ile de la Cité: Donde los celtas fundaron París, se alzan las agujas de Notre Dame. Es gótico en estado puro (una vez, Europa se cubrió con el blanco manto de las catedrales …). Impulso vertical, rosetones y vitrales que permiten el paso de la luz divina, gárgolas amenazantes y funcionales (en sentido material y simbólico) que devoran tanto el agua de lluvia como a los pecadores irredentos, arbotantes y contrafuertes estratégicos que sostienen el peso desde el exterior y desmaterialización de la piedra al cruzar el umbral. Pedagogía medieval: el cuerpo es la pesada estructura de piedra al aire libre; el alma, el espacio interior luminoso y etéreo. Interferencia con la pedagogía: los revolucionarios del S. XVIII arrancaron las esculturas sacras del exterior, confundiéndolas con representaciones monárquicas. Las cabezas fueron encontradas mucho tiempo después en las alcantarillas de la ciudad. Saquearon Notre Dame, convirtiéndola en un templo consagrado a la razón. La razón iluminista, la razón de los grandes relatos históricos (libertad, igualdad, fraternidad) que, según las voces posmodernas, hoy están muertos. Desconfiemos, si es posible, de las voces posmodernas.
Place Dauphine: Una de las plazas, en miniatura y de bolsillo, más hermosas de París. Sustraída del tiempo y el espacio circundante, del rumor de las guillotinas invisibles en la Conciergerie, del peso de las sentencias en el vecino Palais de Justice; para sentarse en un banquito, cerrar los ojos y respirar profundo.
Pont Neuf: Acá, en el puente más viejo de París, filmó Leo Carax Les amants du Pont Neuf, con una Juliette Binoche en harapos, con el pelo revuelo y un parche en el ojo y un Dennis Lavand entrañable y freak (son términos sinónimos).
Ile-Saint-Louis: Donde uno viviría, si le tocara vivir en París. Solamente una calle (Rue St-Louis-en-l’Ile) flanqueada por tiendas preciosas de juguetes y objetos de colores, helados de Berthillon (que merecen su fama) y bares pensados para ir a desayunar. En esta isla eligió vivir el director de cine Robert Bresson. El que filmó las películas que uno se llevaría a la isla desierta, el que inspiró a Favio para Crónica de un niño solo, el que se rehusó a contratar actores de conservatorio, redujo al mínimo el uso de la palabra y contó historias en blanco y negro -desde la mirada de un cura, de un asno, de una niña suicida, de un carterista y de un condenado a muerte que logra escapar de la prisión, con la máxima economía gestual. En el extremo de la isla, girando a la izquierda, sobre el Quai d’Anjou, está el Hôtel de Lauzun, donde Baudelaire escribió Las Flores del Mal. El mismo Baudelaire que parió desde la escritura la modernidad, haciendo que la aureola del artista resbalara al fango y que los ojos de los pobres se fijaran al cristal de una pastelería prohibida. Desacralizando lo sublime y señalando la fractura. Si París es el emblema de la ciudad moderna del S. XIX, París es sobre todo un texto de Baudelaire.
2. Marais
Desde Ile-Saint-Louis puede cruzarse el tráfico de Place de la Bastille (al pie de la Colonne de Juillet, con su ángel victorioso que guarda las cenizas de los revolucionarios del S. XIX, y de la metálica y desangelada Opéra de Bastille, vaciada del barroquismo –también desangelado, muy a su pesar y para qué negarlo- de la Opéra Garnier) para llegar al exquisito refinamiento de Marais, la sede aristocrática del S. XVII arrasada por la furia revolucionaria del S. XVIII, con su corazón exasperantemente armónico en la Place des Vosges: 9 construcciones a cada uno de los cuatro lados. Ayer, justas y torneos y bodas monárquicas; hoy, elegantes cafés y parisinos que organizan picnics exasperantemente prolijos sobre el césped. Marais es para caminar con la luz de la mañana y para volver con la luz nocturna. Bastille es agitación y Marais, silencio.
Museo Picasso: Este hombre podía hacerlo todo. Este hombre desmesurado, inabarcable y egoísta, que fascinó e hizo llorar a todas sus mujeres, y las pintó llorando, que amó los toros y las esculturas clásicas y las máscaras negras de Oceanía, que quebró la historia del arte haciendo estallar la realidad en múltiples planos (tal como estaba estallando en su siglo) y descomponiéndola, tras los pasos de Cézanne, en múltiples puntos de vista. No vemos las cosas de una sola vez y para siempre; en un único instante, las vemos desde un montón de lugares distintos, las vamos armando, como un puzzle: es decir, las creamos con nuestra mirada. Las cosas no están ahí para ser vistas; somos nosotros quienes decidimos qué se ve. La experiencia es brutal, convulsa, tortuosa; no tiene nada que ver con las plácidas y serenas figuras y colores de Matisse (el eterno rival). Dicen, sin embargo, que Picasso sostuvo, alguna vez y cerca del final, “Al final, todo es Mattise”. Que así sea.
Desde Ile-Saint-Louis puede cruzarse el tráfico de Place de la Bastille (al pie de la Colonne de Juillet, con su ángel victorioso que guarda las cenizas de los revolucionarios del S. XIX, y de la metálica y desangelada Opéra de Bastille, vaciada del barroquismo –también desangelado, muy a su pesar y para qué negarlo- de la Opéra Garnier) para llegar al exquisito refinamiento de Marais, la sede aristocrática del S. XVII arrasada por la furia revolucionaria del S. XVIII, con su corazón exasperantemente armónico en la Place des Vosges: 9 construcciones a cada uno de los cuatro lados. Ayer, justas y torneos y bodas monárquicas; hoy, elegantes cafés y parisinos que organizan picnics exasperantemente prolijos sobre el césped. Marais es para caminar con la luz de la mañana y para volver con la luz nocturna. Bastille es agitación y Marais, silencio.
Museo Picasso: Este hombre podía hacerlo todo. Este hombre desmesurado, inabarcable y egoísta, que fascinó e hizo llorar a todas sus mujeres, y las pintó llorando, que amó los toros y las esculturas clásicas y las máscaras negras de Oceanía, que quebró la historia del arte haciendo estallar la realidad en múltiples planos (tal como estaba estallando en su siglo) y descomponiéndola, tras los pasos de Cézanne, en múltiples puntos de vista. No vemos las cosas de una sola vez y para siempre; en un único instante, las vemos desde un montón de lugares distintos, las vamos armando, como un puzzle: es decir, las creamos con nuestra mirada. Las cosas no están ahí para ser vistas; somos nosotros quienes decidimos qué se ve. La experiencia es brutal, convulsa, tortuosa; no tiene nada que ver con las plácidas y serenas figuras y colores de Matisse (el eterno rival). Dicen, sin embargo, que Picasso sostuvo, alguna vez y cerca del final, “Al final, todo es Mattise”. Que así sea.
Hôtel de Ville: Sede de la alcaldía de París, reconstruida en el S. XIX luego de un incendio que consumió el edificio original del S. VII (o sea, estamos observando una “remake”, una copia del original, aunque a esta altura de la historia -Duchamp mediante- quizá la copia sea tanto o más interesante que el original y tenga un estatuto estético propio). Mirando el Hôtel de Ville, lo dudo: el valor de la copia duchampiana es el efecto de shock de la réplica intervenida - o sea, la Gioconda con bigotes. Ni rastros de ironía en este revival del viejo palacio municipal. Dato interesante frente a la belleza congelada de la copia: la plaza que la enfrenta funcionó como sede aleccionadora de ejecuciones públicas. Aquí mismo, por ejemplo, al asesino de Enrique IV lo descuartizaron en vivo y en directo cuatro caballos. Otra vez, Walter Benjamin. Otra vez la necesidad de recordar lo que sucedió para completar, con justicia, la imagen en tiempo presente.
3. Beaubourg - Les Halles
Centro Pompidou: El vientre del museo está a la vista, Richard Rogers y Renzo Piano mediante. El código de color de los tubos indica las funciones (ventilación, electricidad, suministro de agua) del organismo. Gran parte de la colección de arte moderno puede estar guardada. No importa. Aunque haya poco en exhibición vale la pena. Vale la pena el café, la tienda, los sillones con mantas para hacer la siesta, la librería. Y Rothko. Y Malevich. Y Otto Dix.
Café Beaubourg: En diagonal al Pompidou, marcó tendencia en su momento. La elección, como todas, es personal, pero para mí es uno de los más relajados de París, para llevarse el diario, o un libro, y quedarse un rato.
Place Igor Stravinsky: Para quedarse a vivir. Cuando estoy triste, pienso en la fuente con las esculturas móviles y coloridas de Niki de Saint Phalle, frente al gótico adusto y solemne de St-Merry. Giran con el viento, sobre el agua, como si la infancia fuera un territorio que nunca se acaba; de hecho, no se acabará nunca mientras las esculturas de Niki sigan girando en nuestra cabeza. En un café en diagonal a la plaza Eric Rohmer filmó uno de los encuentros de Les rencontres de Paris.
Forum Des Halles: Los parisinos resistieron duramente su construcción (se entiende). Sin embargo, París siempre se las arregla para compensar, con creces: sentarse en un banco frente a la iglesia de St-Eustache y ver como los chicos se trepan al gigantesco rostro de L’Ecoute, la escultura de Henri de Miller, apropiándose del gesto de piedra y sentándose en la mano que permite escuchar, a la distancia, mensajes que solo los chicos pueden descifrar.
La Samaritaine: Volver frente al Sena, a este templo de acero y vidrio del Art Déco (cerrado por refacciones e inminente derrumbe), hermanito de Carson, Pirie & Scott, en Chicago. Pensar por qué tendremos que vivir en la época de los impersonales shopping centers y alegrarse porque París todavía descree de los shopping centers y apuntalará (confiemos) La Samaritaine.
4. Tuileries
Desde la pirámide de Pei que da acceso al Louvre, en la Cour Napoleón, confirmar cómo París apuesta a la línea recta: el Arco del Carrousel, las Tuileries, el obelisco de Luxor de Place de la Concorde (donde rodaron las cabezas de María Antonieta, Danton y Robespierre), el Arco de Triunfo en el extremo de Champs-Elysées y, a la distancia, el arco “posmoderno”, minimalista y seco, de La Defénse. Caminar desde la Cour Napoleón hasta el Arco de Triunfo, confirmando la vocación por el orden y la estabilidad. Estamos en la “rive droite”, a no olvidarlo.
Musée du Louvre: En las primeras dos visitas, nunca pude pasar de la galería de pintura italiana, en el Ala Denon. Sentarse frente a La Muerte de la Virgen de Caravaggio. La modelo elegida para la Virgen fue una prostituta rescatada de las aguas del Tíber. Los pies hinchados, la muerte irrevocable (sin ángeles ni nubes celestiales en el plano superior), la desolación terrena y, por supuesto, el rechazo in limine de la jerarquía eclesiástica. Caravaggio es mucho más que el claroscuro del barroco, las fuentes de iluminación teatral y la elección de modelos marginales y callejeros para las representaciones sacras; es la confirmación de que lo sublime puede surgir de la mano de un hombre, y no de un dios, que opta por las desventuras y los milagros profanos, sin ceder a la creencia en una compensación divina. Sentarse frente a los azules de Guido Renni (pienso en ellos cuando hay que “soltar los pensamientos”). Mucho más interesante que La Gioconda es lo que está enfrente: Las Bodas de Caná, del lúdico y cinematográfico Paolo Veronese (un tipo que sí sabía cómo pintar festivales y encontrar, a pesar de los Papas, festivales hasta en La Biblia). En la inmensidad del Louvre, islas privilegiadas: la sala de De la Tour (barroco francés; ternura pura, sin la violencia sensual de Caravaggio), la sala consagrada al gigantismo monárquico de los “neoclásicos” (sobre todo, los cuadros de David, en convivencia con la balsa de la Medusa de Géricault y los atlas visuales románticos de Delacroix) y las salas de los flamencos (interiores domésticos, amor por la miniatura y ascetismo calvinista).
Tuileries: Los jardines neoclásicos de André Le Nôtre, al servicio de Luis XIV. Ojalá, cada octubre, sigan las reposeras inmaculadas alrededor de las fuentes y, en la fuentes, los inmaculados barquitos de colores. Para quedarse a pasar la tarde y comer un crêpe en alguno de los barcitos escondidos entre los árboles.
Centro Pompidou: El vientre del museo está a la vista, Richard Rogers y Renzo Piano mediante. El código de color de los tubos indica las funciones (ventilación, electricidad, suministro de agua) del organismo. Gran parte de la colección de arte moderno puede estar guardada. No importa. Aunque haya poco en exhibición vale la pena. Vale la pena el café, la tienda, los sillones con mantas para hacer la siesta, la librería. Y Rothko. Y Malevich. Y Otto Dix.
Café Beaubourg: En diagonal al Pompidou, marcó tendencia en su momento. La elección, como todas, es personal, pero para mí es uno de los más relajados de París, para llevarse el diario, o un libro, y quedarse un rato.
Place Igor Stravinsky: Para quedarse a vivir. Cuando estoy triste, pienso en la fuente con las esculturas móviles y coloridas de Niki de Saint Phalle, frente al gótico adusto y solemne de St-Merry. Giran con el viento, sobre el agua, como si la infancia fuera un territorio que nunca se acaba; de hecho, no se acabará nunca mientras las esculturas de Niki sigan girando en nuestra cabeza. En un café en diagonal a la plaza Eric Rohmer filmó uno de los encuentros de Les rencontres de Paris.
Forum Des Halles: Los parisinos resistieron duramente su construcción (se entiende). Sin embargo, París siempre se las arregla para compensar, con creces: sentarse en un banco frente a la iglesia de St-Eustache y ver como los chicos se trepan al gigantesco rostro de L’Ecoute, la escultura de Henri de Miller, apropiándose del gesto de piedra y sentándose en la mano que permite escuchar, a la distancia, mensajes que solo los chicos pueden descifrar.
La Samaritaine: Volver frente al Sena, a este templo de acero y vidrio del Art Déco (cerrado por refacciones e inminente derrumbe), hermanito de Carson, Pirie & Scott, en Chicago. Pensar por qué tendremos que vivir en la época de los impersonales shopping centers y alegrarse porque París todavía descree de los shopping centers y apuntalará (confiemos) La Samaritaine.
4. Tuileries
Desde la pirámide de Pei que da acceso al Louvre, en la Cour Napoleón, confirmar cómo París apuesta a la línea recta: el Arco del Carrousel, las Tuileries, el obelisco de Luxor de Place de la Concorde (donde rodaron las cabezas de María Antonieta, Danton y Robespierre), el Arco de Triunfo en el extremo de Champs-Elysées y, a la distancia, el arco “posmoderno”, minimalista y seco, de La Defénse. Caminar desde la Cour Napoleón hasta el Arco de Triunfo, confirmando la vocación por el orden y la estabilidad. Estamos en la “rive droite”, a no olvidarlo.
Musée du Louvre: En las primeras dos visitas, nunca pude pasar de la galería de pintura italiana, en el Ala Denon. Sentarse frente a La Muerte de la Virgen de Caravaggio. La modelo elegida para la Virgen fue una prostituta rescatada de las aguas del Tíber. Los pies hinchados, la muerte irrevocable (sin ángeles ni nubes celestiales en el plano superior), la desolación terrena y, por supuesto, el rechazo in limine de la jerarquía eclesiástica. Caravaggio es mucho más que el claroscuro del barroco, las fuentes de iluminación teatral y la elección de modelos marginales y callejeros para las representaciones sacras; es la confirmación de que lo sublime puede surgir de la mano de un hombre, y no de un dios, que opta por las desventuras y los milagros profanos, sin ceder a la creencia en una compensación divina. Sentarse frente a los azules de Guido Renni (pienso en ellos cuando hay que “soltar los pensamientos”). Mucho más interesante que La Gioconda es lo que está enfrente: Las Bodas de Caná, del lúdico y cinematográfico Paolo Veronese (un tipo que sí sabía cómo pintar festivales y encontrar, a pesar de los Papas, festivales hasta en La Biblia). En la inmensidad del Louvre, islas privilegiadas: la sala de De la Tour (barroco francés; ternura pura, sin la violencia sensual de Caravaggio), la sala consagrada al gigantismo monárquico de los “neoclásicos” (sobre todo, los cuadros de David, en convivencia con la balsa de la Medusa de Géricault y los atlas visuales románticos de Delacroix) y las salas de los flamencos (interiores domésticos, amor por la miniatura y ascetismo calvinista).
Tuileries: Los jardines neoclásicos de André Le Nôtre, al servicio de Luis XIV. Ojalá, cada octubre, sigan las reposeras inmaculadas alrededor de las fuentes y, en la fuentes, los inmaculados barquitos de colores. Para quedarse a pasar la tarde y comer un crêpe en alguno de los barcitos escondidos entre los árboles.
Musée de l’Orangerie: Un templo en el que flotan los ocho paneles de nenúfares pintados, de memoria, por Claude Monet. Monet cultivó durante décadas sus nenúfares en su jardín de Giverny, bajo un puente japonés. Los vio crecer, desplazarse, mutar con las luces del día. Durante años. Después, casi ciego, se encerró a pintarlos. Es decir, rescató los nenúfares de su memoria, donde, en verdad, siempre habían estado. Los pintó sin verlos, pero recordándolos. Es ese gesto de Monet, para mí, lo que le da una dimensión conmovedora a sus nenúfares: siguen flotando en los salones ovales de l’Orangerie, para decirnos que estarán allí mientras alguien, ejercitando el gesto de Monet, sea capaz de recordarlos. Y siguen mutando con el paso de las horas y la luz que se filtra desde los cristales. Hay que quedarse ahí sentado, perdido en los nenúfares, para asistir a esa mutación; entrecerrar los ojos, para advertir su movimiento. En los remolinos de agua pintados por Monet se disuelve la mente.
Galerie Nationale du Jeu de Paume: El otro museo de las Tuileries, con exhibiciones temporarias (en esa época, fotografìas de Friedlander y Meyerowitz). Acá se jugaba, en un tiempo anterior al tenis, a la “pallacorda”. Después trajeron a los impresionistas, antes de mudarlos a Orsay.
Place Vêndome: Elegancia burguesa del S. XVIII, capturada por las marcas que todo quieren capturarlo. Experiencia recomendable: internarse en el Ritz y recordar que acá dilapidaban sus dineros el viejo Hemingway, en el bar que hoy lleva su nombre, y el dandy Scott Fitzgerald, el mismo de The Great Gatsby. De ellos, ya no queda nada. Sin enterarse, le cedieron el paso a los ricos que, en todas partes, son iguales.
5. St-Germain-des-Prés
Caminar y caminar por Saint Germain, pasar por los míticos cafés donde iban la Beauvoir y el viejo Sartre con su constelación “existencialista” y se rodaban escenas de films de la “nouvelle vague” (Les Deux Magots y el Café de Flore), pasar por la hoy sofisticada Brasserie Lipp y el viejísimo Le Procope, donde paraba Voltaire.
Musée Eugène Delacroix: Fue la casa y el atelier de Delacroix. Es precioso el jardín y, frente al museo, la Place Fürstenberg. ¿Cómo no besarse bajo esos faroles?.
Musée d’Orsay: Vieja estación ferroviaria de principios del S. XX, es el museo preferido de Hernán. Buscar, sobre todo, las pinturas de Courbet (realismo crítico), las perspectivas inestables de Cézanne (abriéndole las puertas al cubismo) y los colores incendiados de Van Gogh. Cenar en la vecina “La Frégate” (1, rue du Bac).
6. Quartier Latin
Recorrer los puestos de los “bouquinistes” frente al río, buscando viejos mapas, ediciones antiguas y afiches de otras épocas. Cruzar al Boulevard St-Michel y recordar las piedras y las pintadas del Mayo Francés. Es el barrio de La Sorbonne, el Collège de France (donde se dictan conferencias gratuitas), los restos medievales del Musée de Cluny, la maravillosa “Calle del Gato que Pesca” (“Rue du Chat qui Pêche”) y, a pasos de La Sorbonne, la inoxidable brasserie “Balzar” (49, Rue des Ecoles).
Galerie Nationale du Jeu de Paume: El otro museo de las Tuileries, con exhibiciones temporarias (en esa época, fotografìas de Friedlander y Meyerowitz). Acá se jugaba, en un tiempo anterior al tenis, a la “pallacorda”. Después trajeron a los impresionistas, antes de mudarlos a Orsay.
Place Vêndome: Elegancia burguesa del S. XVIII, capturada por las marcas que todo quieren capturarlo. Experiencia recomendable: internarse en el Ritz y recordar que acá dilapidaban sus dineros el viejo Hemingway, en el bar que hoy lleva su nombre, y el dandy Scott Fitzgerald, el mismo de The Great Gatsby. De ellos, ya no queda nada. Sin enterarse, le cedieron el paso a los ricos que, en todas partes, son iguales.
5. St-Germain-des-Prés
Caminar y caminar por Saint Germain, pasar por los míticos cafés donde iban la Beauvoir y el viejo Sartre con su constelación “existencialista” y se rodaban escenas de films de la “nouvelle vague” (Les Deux Magots y el Café de Flore), pasar por la hoy sofisticada Brasserie Lipp y el viejísimo Le Procope, donde paraba Voltaire.
Musée Eugène Delacroix: Fue la casa y el atelier de Delacroix. Es precioso el jardín y, frente al museo, la Place Fürstenberg. ¿Cómo no besarse bajo esos faroles?.
Musée d’Orsay: Vieja estación ferroviaria de principios del S. XX, es el museo preferido de Hernán. Buscar, sobre todo, las pinturas de Courbet (realismo crítico), las perspectivas inestables de Cézanne (abriéndole las puertas al cubismo) y los colores incendiados de Van Gogh. Cenar en la vecina “La Frégate” (1, rue du Bac).
6. Quartier Latin
Recorrer los puestos de los “bouquinistes” frente al río, buscando viejos mapas, ediciones antiguas y afiches de otras épocas. Cruzar al Boulevard St-Michel y recordar las piedras y las pintadas del Mayo Francés. Es el barrio de La Sorbonne, el Collège de France (donde se dictan conferencias gratuitas), los restos medievales del Musée de Cluny, la maravillosa “Calle del Gato que Pesca” (“Rue du Chat qui Pêche”) y, a pasos de La Sorbonne, la inoxidable brasserie “Balzar” (49, Rue des Ecoles).
7. Jardin des Plantes
En esta zona está lo poco de la antigua Paris (Lutetia) que recuerda a Roma: hay que perderse en la estrecha y empinada Rue Mouffetard que ligaba Roma a París, detenerse en la Place de la Contrescarpe y llegar hasta las “Arenas de Lutecia”, las ruinas de un viejo anfiteatro romano donde ayer combatían gladiadores y hoy los chicos juegan a la pelota.
8. Luxembourg
Pasear toda una mañana por los jardines de Luxemburgo, el pulmón verde de la “rive gauche”, en los alrededores del palacio que hoy es sede del Senado francés y ayer aposento de María de Médicis, prisión durante la revolución y cuartel general de los alemanes durante la Segunda Guerra. Buscar la frescura “italiana” de la Fontaine de Médicis (supo tener la escultura de un perfil boca arriba anclada en el agua).
Iglesia de St-Sulpice: Simple y austera, tan alejada de la locura monárquica de “La Madeleine” en la zona de la Opéra, consagrada al ego napoleónico, tiene en una de las naves laterales, a la derecha, unas frescos preciosos de Delacroix. En la Place St-Sulpice hay puestos de libros antiguos.
9. Montparnasse
Contemplar París desde las alturas de la Tour Montparnasse, tomar un café en la atmósfera art-déco de “La Coupole” (con sus columnas decoradas por Brancusi), pasar por “La Closerie des Lilas” (parada obligada de los nómades Hemingway y Fitzgerald, no sorprende) y dejarle unos cigarrillos en su tumba a Serge Gainsbourg y besos invisibles a Baudelaire y al dadaísta Tristan Tzara en el cementerio de Montparnasse. Ahí está Cortázar junto a Carol Dunlop, Simone junto a Sartre y la entrañable escultura “El Beso”, de Brancusi. También acá duermen (sospechamos, pero nunca estaremos seguros) Man Ray y su última chica. El epitafio dice: “Unconcerned, but not indifferent”. El recorrido por la ciudad de los que nunca se fueron del todo puede incluir, fuera del centro, el cementerio de Père Lachaise. Ahí esta Oscar Wilde, con su lápida poblada de huellas de rouge púrpura, Proust, la Piaf, Jim Morrison y mi adorada María Callas. En realidad son ciudades paralelas, que dan mucha paz. En un banco en la calle frente a Père Lachaise me olvidé, hace unos años, un sombrero de terciopelo. Volví a buscarlo casi una hora después, tomándome el subte hasta el mismo lugar. Increíblemente, a pesar del viento y de la gente que pasaba por la calle, estaba ahí. Protegido por Wilde y por Callas, ciertamente; por toda esa gente que no permite que perdamos nuestras cosas queridas.
10. Montmartre
Contemplar París desde las alturas de la “Butte”, a los pies de la iglesia de Sacre-Coeur. Huir del turismo que invade la Place du Tertre. No acercarse al “Espace Dalí”. Caminar la Avenue Junot y la Rue Lepic. Ver (aunque reconstruidos - recordando la regla Duchamp) el Moulin de la Galette que inspiró a Renoir y el estudio del Bateau Lavoir, donde un Picasso pobre pintó Les Demoiselles d’Avignon y fundó el cubismo. No perderse la entrada original art-nouveau del metro en Place des Abbesses, diseñada por Guimard.
Coda 1: Pasar por el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris. Allí está el mural con las inmensas y gráciles bailarinas de Matisse y unas instalaciones imperdibles de Christian Boltanski y el contiguo y muy “cool” (¿qué querrá decir esto?) Palais de Tokio, en la zona de Chaillot. Ahí nomás, a pasos de Champs-Elysées, está la sofisticadísima Avenue Montaigne, la catedral asfáltica de las grandes casas de diseño. Fuera de las tentaciones del consumo, pasar por Le Grand Palais y Le Petit Palais, con sus galerías y cúpulas de acero y cristal diseñadas para las exposiciones internacionales del S. XX, el siglo de la creencia en el progreso y de las grandes guerras.
En la zona de la Opéra Garnier, ir a la Galerie Vivienne: uno de los “pasajes” que pesquisó Walter Benjamin para contar, en base a citas y fragmentos, el nacimiento de la modernidad en la París del S. XIX. Un espacio sobreviviente de esa modernidad, con sus mosaicos y su sala de té.
Coda 2: En The Catcher in the Rye, de Salinger, Holden Caulfield sostiene que ciertos momentos deberían quedar detenidos y atrapados en cajas de cristal. Holden nunca se equivocaba. Hacer, en honor a Holden y a ustedes mismos, que los días en París duren muchos días. Tantos como los que permitieron a Monet pintar sus nenúfares de memoria y sentir que lo que vivimos no sólo vale por el hecho de haber estado ahí (viendo París, viendo los nenúfares), sino por la posibilidad de poder regresar a ese lugar aunque no lo veamos, sin necesidad de salir de casa.
Fotografías: Robert Doisneau, Jacques Henri Lartigue, Henri Cartier-Bresson y George Brassaï.
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