No me pierdo un solo capítulo de Malparida, la telenovela que hace estragos en el rating televisivo argentino que todo lo tritura, hasta nuestras cabezas. Con mi cabeza triturada la sigo como una adicta, porque el género telenovela es uno de los géneros sociológicamente más ricos que la televisión ha dado. Y además, porque soy telenovelera vieja y desde que usaba flequillo con colitas me sentaba los viernes a la noche a mirar con mi abuela todas las obras cumbres de Alberto Migré.
Mis ojos de niña jamás olvidarán el final apoteótico de Piel Naranja, con los amantes adúlteros y el pobre vejete traicionado cosidos a balazos y tendidos sobre unas epifánicas hamacas paraguayas. Gracias a Piel Naranja supe, con ojos rendidos y azorados, lo que era la tragedia amorosa.
Malparida es la expresión más notable del Zeitgeist, muchachos. No sé qué esperan para hacer una tesis doctoral con honores sobre este caramelo envenenado que derrocha sintonía fina no sólo con lo más putrefacto de nuestros inconscientes, sino con el mundo temible que nos toca vivir.
Convengamos de entrada que, como heroína, una bien nacida es un embole y una malparida, el talonario completo de acceso a la satisfacción deluxe de nuestros más bajos instintos y una fuente continua de morbosa diversión garantizada. Renata Medina, por más que intenten redimirla con un amor genuino sacado de la galera, no sólo es mala: es una víbora escapada de un serpentario triple X. Adviértase el ofidio enroscado en su rutilante logo.
Un logro fenomenal de esta telenovela es que, siendo su actriz protagonista tan naturalmente bella como inexpresiva (hecha de madera balsa e incapaz de coordinar dos párrafos seguidos), la sigamos igual en su devenir monstruoso. O sea: Renata Medina es un significante vacío que opera como brazo ejecutor de nuestras fantasías más salvajes. La heroína es un témpano en todos los sentidos. Esta ahí sólo para satisfacer nuestros deseos homicidas.
La chiquita ya carga con tres muertos y no hay rastro de culpa. Le soltó la mano, en sentido literal, a su primera víctima, que se hizo moco en caída libre contra el cemento. Al segundo que fue boleta, lo envenenó al mejor estilo Yiya Murano (ese ícono de la criminología nacional que todavía espera su película), pero sin masitas de por medio. Y al tercero le clavó en el pecho, en pleno coito, el palito japonés que le sujetaba el rodete, en un descarado afano al modus operandi de Assumpta Serna en Matador. Como la justicia es ciega, sorda y bastante pelotuda (perdón por mi francés), Renata viene zafando.
Ella, como si nada. Todo avanza tan rápidamente que no hay tiempo para el remordimiento. O ya está tan naturalizada la enseñanza maquiavélica de que el fin justifica los medios que los fiambres son efectos colaterales, destinados a pasar al olvido en el instante mismo en el que quedan boqueando.
La velocidad de la trama pasmaría a Paul Virilio. Los adeptos al género esperábamos meses para un beso de lengua y, a veces, hasta un año para un traca-traca bajo las sábanas. Ahora los tenemos en cadena, con raya del culo a la vista, planos como una sesión de aerobics o una carta pasada debajo de la puerta y repartidos por todo el árbol genealógico: Renata se transa al padre y se transa al hijo. Al padre, para vengarse; al hijo, porque "redepente" (como diría Catita) se enamoró. Las acciones se ven venir porque son ilógicas. Es notable. No hay carnadura ni evolución psicológica alguna de los personajes que las justifique. Pero las vemos venir.
Malparida es, también, una muestra innegable del hundimiento alla Titanic del "galán" de turno: acá el supuesto "galán" es Gonzalo Heredia (en el rol penoso de Lautaro), un imberbe que está para ir a la cama, pero con una aspirineta y un termómetro, y no te afloja las bragas ni a cañonazos. Que parezca sucio y transpirado, con el pelo aullando por champú desde la última vez que lo bañó la madre, no alcanza. Mi primer gran amor fue el Mario Kempes del funesto Mundial '78; mi sesera infantil entraba en trance cuando transpiraba, en sentido literal, la camiseta. Pero Kempes chivado era, claramente, otra cosa (y cuando se casó en España con una tal Vicenta, mientras yo lo esperaba en casa con mis zapatos nuevos, aprendí lo que era la traición amorosa).
Lo confieso: yo le rogaba a mi mamá salir de compras para sorprender a Mario con mis vestiditos, cuando viniera a buscarme al barrio y me tocara el timbre sin aviso previo. La tragedia y la traición no la bebí de los griegos ni los grandes poetas, sino de Marito Kempes y Piel Naranja.
Como el "galán" juvenil de Malparida hace agua (ganaría con su heroína, por goleada, un concurso de momias), sale en su auxilio su papá: el inoxidable Raúl Taibo, que se carga la historia a sus espaldas. Es Lorenzo, pero Lorenzo el Magnífico. Estoy convencida de que duerme en un frasco con formol o es la versión rediviva de Dorian Gray. Creo que, como Nosferatu, no morirá jamás.
El único tópico en el que Malparida no acompaña a la realidad es el previsible: Lorenzo es un Jefe Bueno, que es algo así como ponerle el pastito y la lechuga a los camellos de los Reyes Magos. Maneja su oficina con una bondad que me da risa (sí, a esto hemos llegado), sin psicopateadas ni verticalismos. Por supuesto, enfermos como estamos, no nos da look de bueno sino de boludo.
El resto son tres esferas pétreas como los mármoles del Vaticano. La corte de personajes secundarios (buenos actores que compensan la debacle gestual de la pareja del cuento), divididos en:
(i) los siervos de la plebe, dóciles, nabos y agradecidos de su miserable condición: Lino (el chofer cuyo mayor orgullo es lustrarle el auto al jefe) y Olguita, la empleada doméstica multiuso. Detesto los diminutivos, porque denotan condescendencia y falsa familiaridad. Los esclavos siempre ligan un diminutivo y estarían dispuestos, por una sonrisa del patrón, a hacer hasta un número vivo de caniche circense o arrastrarse para oficiar de alfombra. A ninguno se le ocurre empuñar las armas que empuñan los que los oprimen, como a las inolvidables empleada doméstica y empleada postal encarnadas por Sandrine Bonnaire e Isabelle Huppert en La ceremonia (¿la última película marxista de la historia, firmada por Chabrol?).
(ii) el "mundo tumbero" del arrabal de provincia, donde todos son delincuentes, toman vino barato y se tragan las eses. La cristalización de ese mundo, donde en la realidad se la pasa muy mal y la vida no vale nada, en un "género" donde a la gente parece encantarle vivir así, me repugna. Detesto la "poesía tumbera", la "música tumbera" y afines. No es prejuicio de clase. Es el rechazo a ver "estetizado", sin sombra de piedad y bajo el manto maloliente de una complicidad falsa, un mundo de la vida impuesto de prepo por la lógica perversa del capitalismo salvaje, como si ahí hubiera estado desde siempre y así fuera a existir, de aquí a la eternidad. Como el apelativo "Olguita" para la esclava moderna.
(iii) el ámbito de la oficina, donde todos se sonríen aunque se odien, caminan con el serrucho bajo el brazo y el mayor gesto de solidaridad es que te tengan la puerta del baño. Es, además, una oficina dedicada al negocio inmobiliario: barrios privados, emprendimientos de lujo y torres de alta gama (una vivienda social, ni por asomo, ni siquiera para cumplir con el lavado de conciencia burguesa bautizado como "responsabilidad empresaria").
¿No es maravilloso? Todos orbitan en torno a una grácil momia sin memoria (que ya ni se acuerda de los muertos que enterró), en satélites podridos hasta la médula. El efecto caricatura es tan marcado que la macchietta sería para llorar, si no causara una gracia tremenda.
Porque Malparida no para y empezó hace poco. Imagino pactos suicidas, tecitos bien cargados como el que le convidaron a Juan Pablo I, peleas de las mechas en el baño de chicas, hasta que corra sangre como ketchup, y amores incestuosos como aquel por el que Edipo se arrancó los ojos, pero acá se bajen los pantalones y después se sienten a ver la tele.
No miro Malparida sólo para descomprimir mi día. Es como asistir, gratis y sin salir de casa, a un seminario acelerado sobre la obra de Michel Foucault.
no la miro, pero sé por todos los comentarios de la oficina, que estás en lo cierto absolutamente!
ResponderEliminarHasta el tema que suena mientras leo, lo sé y lo canto!
Me mataste con Kempes!!!!!!!!! y ahora confieso que en el 86` yo estaba enamorada de Pumpido...hasta llegué a llamarlo por teléfono, hasta que me atendió la mujer y me llenó de improperios!!! Malparida!!!
Me procuraste una sesión inesperada de risas reconocibles. Te cuento lo de reconocibles... Todo lo que cuentas, siendo la primeva vez que oigo hablar de Malparida (por cierto, ¿lo invenstaste todo, querida?), todo lo que cuentas me suena a conocido, a brebaje consumido una y otra vez (también me tragué unas cuantas, preferentemente brasileñas, o ese Los ricos también lloran que pienso que nos llegó directamente de vuestra destilería patria). Sólo que ahora, como acertadamente apuntas, enseñan el culo rápidamente, lo cual me parece un avance notable, a qué engañarnos.
ResponderEliminarRecuerdo que en aquella época de culebrones venezolanos con nombres imposibles de mujer (Cristal, Rubí... no sé si me sigues) siempre existía una malparida que copaba todo el protagonismo (Cristal, tan pánfila, era un coñazo... un ratito de ciento veinte capítulos bien, pero claro, llegaba un punto en que cansaba, y en el 121 se agradecía una mala puta campando alegremente). Está bien que esa malparida haya acabado convertida en la prota indiscutible. Si además es asesina me pongo a buscarla en la mula ya mismo. Un beso. (Y felicidades por ser un poco más modernos, eso está bien y hace que se hable bien de vosotros por estos lares).
La última de Migué que vi fue Pinina (¿eran de él, no?) con la llorica DelBoca. Una novelita masoca para nenes. Y la última fue Cosecharás tu siembra, con la Kuliok y el por entonces bombonazo de Ricardo Laport. Así que mirá los años que hará que no miro telenovelas...
ResponderEliminarPero nunca se me olvidará Mariana, con la chamaquita Castro y su Albertico. Snifff... qué tiempos aquellos. Acá todas mueren por Pasión de gabilanes, y la verdad es que el prota está mugüeno, de qué va no sé y la verdad es que tampoco me interesa mucho saberlo...
:+
Cuanta acidez para nuestra señoras bien, Pájaro de China.
ResponderEliminarJe,je Me has hecho sonreir y a ratos reir. A mí las telenovelas me recuerdan a los Monty Python. El truco está en lo absurdo de los guiones.
ResponderEliminarUn abrazote.
...traigo
ResponderEliminarsangre
de
la
tarde
herida
en
la
mano
y
una
vela
de
mi
corazón
para
invitarte
y
darte
este
alma
que
viene
para
compartir
contigo
tu
bello
blog
con
un
ramillete
de
oro
y
claveles
dentro...
desde mis
HORAS ROTAS
Y AULA DE PAZ
TE SIGO TU BLOG
CON saludos de la luna al
reflejarse en el mar de la
poesía...
AFECTUOSAMENTE
PAJARO DE CHINA
ESPERO SEAN DE VUESTRO AGRADO EL POST POETIZADO DEL FANTASMA DE LA OPERA, BLADE RUUNER Y CHOCOLATE.
José
Ramón...
No sé de telenovelas.
ResponderEliminarPrefiero leerlas a través de tus plumas transparentes, deleitarme con el roce de marabú inteligente, con la zancada elegante de la grulla que descansa sobre una sola pata, mientras la ciudad arde y arde.
Mis besos, maravilla.
¿No será que Suar leyó a Foucault?
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