PÁJARO DE CHINA

martes, 28 de abril de 2009

BUDAPEST


(Primavera de 1999)

Pest es vibrante, polvorienta, antigua. Buda es antigua, reposada, lenta. Pest sería una amante perfecta cuando uno necesita descubrir el misterio a la vuelta de la esquina; Buda, una amante perfecta cuando uno necesita abandonarse por completo al misterio. Conjugadas, hacen de sí mismas entrelazadas una ciudad llamada Budapest.

En Pest hay un barrio judío, una iglesia ortodoxa rusa, un museo de bellas artes con señoras de tobillos gruesos que, adormiladas en diminutos banquitos de madera, custodian los rostros angulosos de los santos de El Greco. Hay una Plaza de los Héroes que habla de un país sitiado, liberado y apropiado una y otra vez. Una escultura de la emperatriz Sissí, sentada, que decía amar a todos los húngaros pero que, se sospecha, en realidad estuvo perdida y brevemente enamorada de uno solo, sin que lo supiera (¿o sí?) el emperador Francisco José. Galerías comerciales del siglo pasado, a metros de una peatonal cuyas paredes lamieron las bombas. Un Parlamento gótico a orillas del río, como los restos de un imponente buque naufragado. En ciertos bares en penumbras de la peatonal, un par de adolescentes semidesnudas bailan como gatas en celo en la vidriera, pasada la medianoche. Hay un único edificio Art Nouveau, donde una chica ciega y adorable enseña inglés a los niños húngaros.

Cruzando los puentes, está Buda. Trepada a lo alto de sus colinas, extendida a los pies de las agujas góticas de la Catedral de San Matías. A un paso de la catedral, hay una pastelería donde me pasé una tarde asistiendo a la celebración del cumpleaños de una habitué octogenaria y desconocida (pero esa tarde no tanto), entregada a una mousse de chocolate casera e inolvidable. Paseando bajo las estrellas del barrio del Palacio, se presiente la seda nocturna del Danubio. Se sabe que del otro lado está Pest, como desde Pest se sabe que del otro lado está Buda. Buda con su hotel legendario de vitrales modernistas y baños termales donde lánguidas japonesas flotan como nenúfares, con su mínima iglesia enclavada en el vientre de una gruta, con su cruz en lo alto de la colina Géllert. La vida pasa en Buda en cámara lenta y se acelera en Pest, para desacelerarse en Buda.

En un instante determinado de la noche de Budapest, sentada sobre el césped que acaricia el Danubio desde Pest, vi encenderse Buda. Alguien (nunca sabré quién) sencillamente enchufa la ciudad y la pone a brillar. El Puente de las Cadenas, el Puente Elizabeth, el Hotel Géllert, la cruz en la colina y los alrededores del Palacio. Todo se ilumina simultáneamente, como por arte de magia. No quise saber qué hora era, porque no tenía importancia. No me interesó el origen ni la técnica del sistema de encendido, porque también era irrelevante. El acontecimiento milagroso era esa súbita luz derramándose sobre los contornos de una ciudad en miniatura, adentrándose iluminada en el espacio de la noche.

Cuando vi encenderse Buda, sentí que Buda me lo dedicaba. Sentí que en cierta forma yo también la estaba encendiendo (junto a ese tipo que nunca sabré quién es), porque si mis ojos no hubieran estado ahí, nunca la hubieran visto de esa forma. Buda me pedía que la mirara, para que su acto de encenderse tuviera sentido.

Ojalá el tipo que enciende Buda a una hora exacta de la noche fuera el mismo tipo responsable de iluminarnos la vida. Pero no. Claro que no es así. Nunca podría ser él. Es otro, quizá parecido a él, quizá de la misma familia, pero trabaja de otra forma. La vida no se ilumina como Buda, uno, dos tres, cerrá los ojos, uno, dos, tres, podés abrirlos, mirá. No se enciende con un único y sencillo gesto, con un delicado movimiento de mano profesional.

Pero hay algo, algo inexplicable, que hermana el procedimiento de iluminación de Buda y el acto de que se nos encienda la existencia: Buda se enciende para el que la mira, Buda necesita a Pest. Buda va a encenderse si vos te quedás ahí, sentado sobre el césped de Pest a la orilla del río, esperando el acto de prestidigitación nocturna.

Si Pest no existiera, no existiría Buda. No existiría Budapest, ese nudo de dos ciudades que se alimentan como amantes, confundidas en una sola. Tan distintas y tan complementarias. Tan independientes como para haberse separado por un río que fluye todo el tiempo, tan dependientes como para haberse buscado construyendo puentes a lo largo de ese mismo río.

Buscamos en el otro lo que no tenemos y quizá el otro nos busque para que le demos lo que le hace falta. Como Buda busca a Pest. Y viceversa. Buda no es Pest, ni es Buda. Es la combinación inexpresable de esos dos mapas, esos dos cuerpos, esos dos sistemas. No vale la pena que una se encienda, si la otra no está para mirarla, exactamente enfrente, del otro lado del río y de los puentes, para asistir, como ojo que contempla y ojo que alumbra, a esa iluminación.

Uno tiende a creer que hay alguien que da la orden y alguien que conecta el circuito. Pero en realidad lo hace uno y nada más que uno mismo.
Depende de uno necesitar ver, desear ver, caminar para ver y finalmente ver la inasible y fugaz eternidad de Budapest iluminada.

Fotografía: André Kertész, El Circo, Budapest, 1920.

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