Cuando no era nadie era, quizá, más bella que ninguna. Leyendo en un parque pueden olvidarse los terrores de la infancia, los mismos que regresan cuando se encienden las luces de los reflectores y uno se pone la máscara. Cuando no era nadie posiblemente eran innecesarios los ansiolíticos y la ansiedad no resultaba tan insoportable. El problema de convertirse en la chica del poster es que después el poster ya no alcanza. Entre las hojas del parque sobraba el bonus track de supuesta belleza aportado por la muerte prematura. No hacía falta convertirse en un joven cádaver hermoso. No hacía falta tapar las cicatrices. El texto que leía en la foto era, en la foto, una intriga. Las maderas del banco parecían recién cortadas y todavía tenían un perfume de esos que no vienen en frasco. Cuando no era nadie no había tantos fantasmas detrás de los árboles ni tantas lágrimas sobre las páginas del libro. No tenía idea de que esta foto sería encontrada cuando estuviera muerta, durante la digitalización de los archivos fotográficos de una revista famosa. Había conseguido un breve papel en La Jungla de Asfalto y, comparada con lo que sería después, no era nadie. Entonces el parque, el banco y el libro eran, en la foto, tan necesarios como ella misma y ella era parte del paisaje. Años después el libro se prendería fuego y la madera le clavaría astillas en la espalda y las hojas de los árboles conspirarían en secreto, para volar enloquecidas hasta ella y sellarle como una cinta adhesiva los ojos y la boca.
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