Ídefix se acurrucaba en la palma de su mano, recién nacido. Lo llevaba escondido en un bolso floreado. El bolso respiraba, revelando la evidencia de algo que pugnaba por salir. Ella ya amaba a Ídefix antes de conocerlo, porque era la tibia réplica de un sueño. Yo, no; a mí no me había soñado. Yo desbarataba sus expectativas y le arrancaba la ropa que tan parsimoniosamente había elegido, cerrando hasta el último ojal de la blusa almidonada e intentando no exhibir esas rodillas que hubieran fascinado a Botticelli. Óbelix planificaba sus jornadas entregada a la seguridad de un ritual inútil, como quien confía en el pronóstico matutino del servicio meteorológico. A mí me seducían las tormentas que agitan las plumas de los cascos.
En el tercer asiento del autobús, su mano extraordinariamente delicada protegía los movimientos de Ídefix, oculto en la noche exigua del bolso apenas entreabierto. Era una mano concebida para hacer hablar a los pianos, por el mismo orden inefable que había diseñado los ojos purísimos de Ídefix. Esa mano fue lo primero que vi de Óbelix. Una mano frágil que hubiera hecho retroceder deslumbrado a un huracán, extenuándose no obstante en ese gesto.
No pude evitar seguir a esa chica que me superaba en estatura y a la que doblaba en edad, cuando bajó del autobús y buscó la sombra pródiga de un árbol, sentándose en un banco inestable de la plaza cercana. Sacó a Ídefix del bolso, lo besó en la boca y lo recostó sobre su falda. Sacó, también, un libro de poemas de W. H. Auden. Todo era demasiado tierno. El veneno busca el hueco exacto desde el que disparar su flecha.
No pude evitar seguir a esa chica que me superaba en estatura y a la que doblaba en edad, cuando bajó del autobús y buscó la sombra pródiga de un árbol, sentándose en un banco inestable de la plaza cercana. Sacó a Ídefix del bolso, lo besó en la boca y lo recostó sobre su falda. Sacó, también, un libro de poemas de W. H. Auden. Todo era demasiado tierno. El veneno busca el hueco exacto desde el que disparar su flecha.
Comenzamos a encontrarnos secretamente dos veces por semana, en un hotel de una sola estrella. Óbelix temblaba de terror y de deseo (estados semejantes o posiblemente un mismo estado) en la esquina donde nos citábamos y empalidecía como si estuviera a punto de desmayarse mientras completábamos el formulario de ingreso a nuestro mundo, en la destartalada recepción donde un muchacho de expresión impasible aprendió a reconocernos y terminó por completar el formulario por sí mismo, entregándonos, cada lunes y miércoles y sin hacer preguntas, la misma llave.
Con Óbelix tampoco nos hicimos preguntas. Yo decidí nuestro bautismo clandestino, nombrándome Ásterix. Vivíamos en una pequeña aldea de la periferia bajo la forma de una habitación trajinada de hotel y los romanos, que habían fundado un imperio y dictado los códigos, nos asediarían sin descanso desde sus campamentos vecinos. Nuestro elixir nacía del efímero nudo de dos cuerpos y la necesidad de masticarnos hasta la inconsciencia el corazón, como dos idiotas.
No sé si fue amor. No pierdo tiempo indagando el material de la soga que tira de mí algunas noches, tira de mí empujándome suavemente hacia el lago de Óbelix. Son imágenes que relampaguean, elusivas como debió de ser el hocico de un Ídefix maduro, siguiendo con los sentidos alterados la pista de una hembra en celo o pesquisando sin brújula una ciudad desconocida para mí, en busca de una amante.
Un pómulo que declina su ángulo contra el marco gastado de una ventana; la textura sedosa de un mechón de pelo que cae al descuido sobre la frente; el modo de pasar las páginas de un libro acostada boca abajo sobre una cama anónima, desnuda y con medias de lana, subrayando concentradamente ciertos versos con una regla plástica salpicada de dibujitos de libélulas; unos pies ateridos que buscaban los míos pidiendo protección. Son imágenes.
Un pómulo que declina su ángulo contra el marco gastado de una ventana; la textura sedosa de un mechón de pelo que cae al descuido sobre la frente; el modo de pasar las páginas de un libro acostada boca abajo sobre una cama anónima, desnuda y con medias de lana, subrayando concentradamente ciertos versos con una regla plástica salpicada de dibujitos de libélulas; unos pies ateridos que buscaban los míos pidiendo protección. Son imágenes.
Una tarde encontré a Óbelix en la esquina acostumbrada, con los ojos perdidos. En la aldea se entregó salvajemente, ofrendándome hasta el último de sus flujos de druida. Hizo cima y lloró hasta quedarse sin lágrimas, sin mocos y sin hipo. “Estoy comprometida, Ásterix. Y ni él ni mis padres me perdonarían esto”, disparó de perfil y de corrido, apretando a Ídefix contra su pecho. Los romanos vencían, nuevamente. “Esto” era, en definitiva, la vagina de una Ásterix supuestamente experimentada, que jamás había leído un poema ni besado en la boca a un animal.
Ídefix se esforzó en alcanzar las palmas de mis manos, para lamerlas. Las palmas de mis manos se esforzaron por enmarcar por última vez la cara atemporal de Óbelix, que ya estaba de espaldas y cruzaba la calle atolondradamente, con las luces en rojo.
Quién hubiera podido volver a ver, algún día, manos como las de Óbelix, entregadas con idéntica devoción a un libro de páginas gastadas por el temblor y a un fidelísimo cachorro abandonado, que supo acompañar y vio saciar, de esa forma que jamás alcanza, el hambre que los emperadores no perdonan.
Jamás leí a Asterix, pero mirá vos, tu historia es sencillamente hermosa. Así me gustaría encontrarme alguna vez con Mme. Bovary. Y tu poema del post anterior también es precioso, escalofrios casi que me dio, mira!
ResponderEliminarUna imaginación bellamente desbordante el de tu relato lleno de una sensibilidad y una especial ternura...enhorabuena desde azpeitia
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