Si la historia de Carol Ledoux hubiera sido filmada por Roman Polanski como un "caso" de análisis digno de un ateneo médico, Repulsión (1965) no tendría mayor interés que la proyección de una autopsia. Si bien la progresiva desintegración mental de Carol ha sido objeto de debates psiquiátricos (y la propia Carol, en el film, la destinataria de una doble pregunta recurrente que la diagnostica con desinterés -"¿qué te pasa? ¿estás enferma?"), la pupila de Carol ve mucho más de lo que la mía, presuntamente sana, puede ver.
El precio de la mirada es, invariablemente, un tajo.
Un perro andaluz, Luis Buñuel - Salvador Dalí, 1929
Una persona invoca una enfermedad; la enfermedad no la toma por asalto. En esa invocación late la experiencia individual y social que ha atravesado a esa persona por completo. Carol ha migrado de Bruselas a Londres y no sabemos por qué. Carol casi no habla pero la última palabra que pronuncia en el film es "Bruselas". Ha sido arrancada no sólo de una ciudad, sino también de su lengua de origen.
Ignoramos si Carol es frígida. Le repugna el contacto sexual; le repugna, básicamente, el contacto con la inmensa mayoría de la gente y de los objetos. Toma agua, muchos vasos de agua. Sus sentidos, agudizados hasta el paroxismo, perciben una amenaza en cada avance masculino y se demoran en los pliegues de una sábana gastada por el sexo, el polvo acumulado en una silla o el cable oscilante de una lámpara. Los objetos, antropomorfizados, pesan. Cargan el signo de la suciedad y el deterioro.
Los sonidos funcionan como abruptas llamadas al orden establecido, una intrusión en el mundo insondable y silencioso de esta hipertrofia de la percepción: el tañido puntual de las campañas del convento vecino (y su remisión inmediata al Nombre del Padre), el ruido de una gota que cae sobre el lavabo o el ring del timbre y el teléfono del modesto apartamento que alquila con su hermana.
Los sonidos funcionan como abruptas llamadas al orden establecido, una intrusión en el mundo insondable y silencioso de esta hipertrofia de la percepción: el tañido puntual de las campañas del convento vecino (y su remisión inmediata al Nombre del Padre), el ruido de una gota que cae sobre el lavabo o el ring del timbre y el teléfono del modesto apartamento que alquila con su hermana.
Ese apartamento (uno de los "tres apartamentos del horror" filmados por Polanski, junto con los de El bebé de Rosemary -1968- y El Inquilino -1976) es en realidad un espacio mental: es el cerebro de Carol en su descenso al infierno del abandono y la descomposición, un hermano ominoso y menor del Overlook Hotel que secuestra el sistema nervioso de Jack Torrance en El Resplandor (Stanley Kubrick, 1980). De allí el poder alienante de su pasillo, sus cuartos, los escasos objetos de la sala de baño y su coro de instrumentos de salidas y entradas: puertas, llaves, manijas, mirillas y cerraduras.
Hay una fisura que Carol observa perturbada en el pavimento callejero, devenida luego fisura en una pared de ese apartamento que es un campo minado y finalmente en una fractura total de sus paredes, cuando el cerebro colapse y ya no distinga la alucinación de lo real.
Hay una fisura que Carol observa perturbada en el pavimento callejero, devenida luego fisura en una pared de ese apartamento que es un campo minado y finalmente en una fractura total de sus paredes, cuando el cerebro colapse y ya no distinga la alucinación de lo real.
La alucinación es de origen sexualmente violento y funciona como el probable retorno de un ultraje, o el clásico retorno de lo reprimido. Lo cierto es que el mundo masculino que rodea a esta Carol adulta es una invitación a la huida: un pretendiente pusilánime, un cuñado misógino y burlón y un locador lascivo, más el grupo de trabajadores que observan su cuerpo como si lo profanaran, cuando regresa de su trabajo como esteticista en un salón que reserva, para la intimidad lúgubre de las dependientas, un sótano de clara inspiración carcelaria.
La única caricia genuina que Carol recibe, en toda la película, es la de la cámara de Polanski, cuyos travellings amorosos la siguen, la acompañan y casi parecen custodiarla con la delicadeza de un guante de seda y la voluntad de un amante incansable:
Catherine Deneuve hace de su Carol una criatura simultáneamente diáfana e impenetrable: podemos leer su desamparo pero su interioridad es ilegible. Hay, no obstante, ciertas ráfagas de signos que podrían enhebrar su probable pasado fuera del relato: los animalitos de juguete sobre una estantería, la contención precaria pero indispensable de una hermana mayor (cuya partida de vacaciones implica el desmoronamiento de la estructura psíquica íntegra de Carol) y el único momento en el que Carol ríe: cuando una inocente compañera de trabajo cita e imita a Charles Chaplin. Carol puede reír, pero su risa está enterrada. El mundo que la rodea destrozaría a Charlot.
A la inversa de lo que sucede en los films de "postergaciones" en línea recta, hacia ninguna parte, de Luis Buñuel (como El discreto encanto de la burguesía, Ese oscuro objeto del deseo o El ángel exterminador - ver entradas anteriores sobre estos films) y contra lo que convencionalmente pudiera suponerse, la amenaza no está para Carol en un "adentro" en tiempo presente (el bucle de su cabeza gradualmente desquiciada), sino afuera, arraigada en el pasado y profundizada en un contexto que se obstina en su dementización acelerada e in crescendo.
Carol es víctima de un pánico cuyas manos obscenas se mueven fuera del perímetro de la pantalla, como esa Cindy Sherman auto-fotografiada en una imaginaria toma cinematográfica (Centerfolds, Untitled # 92, 1982), suspendida en un instante de tensión que en cualquier momento podría rasgar un monstruo.
Carol no tiene un conejo como Alicia, en el País de las Maravillas; tiene un conejo en estado de putrefacción en la heladera, al que termina decapitando con una navaja como quien ejecuta una fantasía de castración. Terminará trazando el surco de su trabajo al apartamento en ruinas con la cabeza del conejo en la cartera y cometiendo dos homicidios en serie, es decir, liberándose de cualquier freno y del olor a carne podrida que toda su vida pareció asediarla. De enigmática niña virginal en una antigua foto de familia a femme fatale desequilibrada (próxima a la Sévérine que Buñuel modelará en Belle de Jour), el último llamado al orden ya no será el del teléfono al que le cortó el cable ni el del timbre que intentó acallar, sino el de la cárcel o el neuropsiquiátrico.
¿Qué ha sido, qué es, lo que repugna a Carol hasta arrastrarla a la locura? Un daño no enunciado que ya habita sus ojos de niña, volados hacia un fuera de campo en una vieja foto familiar donde todo parece cifrarse. Una tremenda soledad, que se hace extrema cuando su hermana parte de excursión a Italia y le envía la postal de una torre (inclinada y anómala). Y un modo de estar en el mundo que le ha sido impuesto y su fragilidad le impide combatir.
Todos la observan, todos la interrogan, nadie intenta sanar su herida. Cuando el apartamento "del horror" se abra para reflejar lo que ha quedado del sistema nervioso de Carol (cadáveres, cables cortados, muebles dados vuelta, restos de comida sobre el piso y los pedazos en bandeja de un conejo amorfo), los vecinos (esa troupe fetiche de Polanski) se lanzarán a hurgar, a murmurar y a rodearla en círculo. La consigna será, esta vez: "no se acerquen, no la toquen".
¿Qué experimentarías al ver los rostros de tus supuestos prójimos, clientes asiduos de sus esteticistas de turno, probándose sus máscaras, tensas y calcificadas, decididos a alejarse de todo lo que pueda perturbarlos? Repulsión. Repulsión sería la palabra.
Hubo una vez una niña llamada Carol, fotografiada con su familia en Bruselas, al aire libre. Roman Polanski la amó con sus travellings en Londres y con sus travellings mostró los escombros tangibles de su catástrofe, como si se tratara de los restos de un naufragio a puertas cerradas. Encuadró esa foto hasta capturar, en un dulcísimo y estremecedor plano detalle, los ojos exiliados de esa niña, cerrando el film con la misma pupila con la que lo iniciara. Alguien, alguna vez, hubiera debido besar esos párpados. Debajo trabajaba un tajo, invisible, que no cesó de doler hasta matar.
Imágenes: Repulsión, Roman Polanski, 1965.
La música del film, que perturba sin dominar, es obra de Chico Hamilton.
La música del film, que perturba sin dominar, es obra de Chico Hamilton.
Esas primeras tres películas de Roman son el mejor arranque de un director en la historia.
ResponderEliminarYo siempre mido a los realizadores con una vara: si hacen 5 películas buenas, entran en mi lista. Más de 5, ya van al altar.
Y Polansky tiene El Cuchillo bajo el agua, Repulsión, Cul De Sac, Rosemary, Chinatown y El Pianista. 6, al altar.
Free Polanski!
Tremendo!!!
ResponderEliminarMe acorde de un video de TTM que le cortaban a una persona.
Que impresión
Ahora que puedo ver las películas de Buñuel o de Polanski o de Bergman (Internet es un milagro), intuyo que el tajo es la esencia de las vanguardias, tajear esa superficie que precisamente nos provoca.
ResponderEliminarDespués, el orden establecido intenta la cicatriz, pero el tajo no se borra.
Besox.
Una sinopsis que engrandece enormemente la película. Yo, si fuera director estaría deseando leerte, es más, me lo voy a plantear.
ResponderEliminarun abrazo admirado.
Tus palabras me transportan, me penetran y sorprenden. Magnífica sinopsis.
ResponderEliminarUn abrazo.
Más allá de lo que está en pantalla, más lejos, más fuerte. Soy una cinéfila irredenta y sin embargo, vuelvo a ver lo que resñas y el mundo se hace más amplio, más interesante, más inquietante.
ResponderEliminarLas películas que reseñas son de artistas, y tú los engrandeces.Me faltan palabras, te abrazo.
Vuelvo con tu ayuda, sobre lo que siempre fue y será el verdadero arte.
He reedescubierto el placer de ser fan. Lo soy de tus escritos.Siento que parece que exagero, pero soy un poco excesiva.Para la crítica y más todavía para el halago de lo que me "tajea" ¿ qué quiere decir...?
Esta película me aterrorizó siendo niño. Luego regresé a ella y me dejó habitar en sus entre-pliegues, ahora vuelvo a su singular asfixia, a su entraña, de la mano de tu voz...
ResponderEliminarEn la siguiente entrada no he podido escribir un comentario: pero te digo aquí que te acompaño en tu demolición del Vaticano y en tus versos, y ojalá algún día podamos entonar el himno de los desheredados triunfantes sobre las ruinas del capital, los jerarcas, los monopolizadores de la moral, los usureros, los expertos, los perio-listos y todos los que ejercen algún tipo de violencia, en cualquier lugar.
abrazo y abrazo
He querido dejar un comentario en la entrada de la radio y no he podido por estar cerrado, pero quería decirte que tú vives en el aire, lo sobrevuelas todo con agudísima mirada y el movimiento de tus alas aviva mis heridas abiertas, y eso es realmente fabuloso, sentirse tocado así por algo que sientes afín y a lo que otorgas valor.
ResponderEliminarVoy a conseguir tu libro.
Fascinado me quedo...
ResponderEliminarun beso.