PÁJARO DE CHINA

miércoles, 24 de noviembre de 2010

NO HAY MAÑANA



Esto es lo que sucedió dentro de La Gran Máquina: floté en el mar de una playa desierta llamada Redondo Beach. Sobre mi cuerpo extendido boca arriba flotaban, a su vez, barriletes de colores fuera de foco. En Redondo Beach organizan festivales de barriletes. Me había pintado mis órganos de color plateado y asilado en sus casas un número impreciso de mariposas. Antonio me susurraba al oído y era un susurro dulce como una canción de cuna, desde el que me recordaba la soberanía de mis músculos. La aguja pediátrica no dolía. Era niña otra vez, pero violentada. Aún así, sólo cabía agradecer. El agua era un bálsamo que disolvía las líneas temporales.

Escuché ladridos de hombres libres que hablan catalán. Dentro de esos ladridos estaban mis perros. Hernán aferraba un libro y esperaba en la orilla. Estaba signada por los números impares: jueves 23, talón 55, cabina 9, 13:45 hs. Lo impar es lo que empuja el límite. En el bolso aleteaba la mariposa verde que una tarde me regaló Laura y, dentro de un corazón metálico estampado con flores, un mechón del cabello de su hijo. Mi documento de identidad se deshacía, porque no ansío más que inhalar, retener y exhalar esta hermosura que se clava como una estaca, que se hace estaca como peaje y precio de su contemplación.

Había marcado El Maestro de Petersburgo, por segunda vez. Al abrirlo encontré, en la página 120, el programa de la única muestra de pintura que vi con mi padre. Una declaración de paredes radiantes de Sol LeWitt. El programa estaba doblado en dos y descansaba sobre estas palabras: "vivimos más intensamente mientras caemos - una verdad que oprime el corazón". La tarde anterior habíamos estado con mi hermano en Trobriand, recorriendo fotografías de clowns de Rhona Bitner y también imágenes de kakapos muertos rescatadas por Bash. Los ojos de los kakapos nos interpelaban. Le dije a mi hermano que esperaba fotos de Lola, porque a Lola le gusta acariciar libros con lomo, como los animales. Le dije que esa espera entibiaría el cilindro de La Gran Máquina.

Al volver a casa hice tiempo (porque el tiempo se hace, hasta que pasa) para que fuera de noche y conseguí la extensión telefónica (interna) de la sede de la Gran Máquina. Le pedí al médico de guardia que me contara lo que La Gran Máquina había visto, aunque estuviera prohibido contarlo a sus visitantes y especialmente por teléfono. "Es que yo necesito saber", dije. Necesito mirar hasta el fondo y sé que ésa es mi bendición y mi castigo. Decliné de todas las maneras posibles mi necesidad de saber. Me había encerrado en un cuarto con Valentín, por las razones que él sabe y yo no puedo explicar. "Tengo que buscar tus imágenes. Dame media hora para verlas". En media hora volví a llamar y respondió: "Vio tus órganos limpios, aunque esto tiene que confirmarlo el médico de la mañana". Yo confío en los médicos nocturnos. Confío en los que montan guardia y transgreden los protocolos. 

Hace cuatro años mi hermano, en los primeros tiempos de La Gran Máquina, dejó sobre mi almohada el disco Gung-Ho, del que extraje, como un talismán, China Bird. Patti Smith me montó a sus espaldas e hicimos de las máquinas una constelación visible a ojo desnudo. Esta vez mi hermano sacó de su mochila The Union. Nos gustan las estrellas que se unen hasta confundirse, sin dejar de ser ellas mismas. En inglés tienen el don del "blending", al que ninguno de los dos atina a hacer justicia en castellano. Las que brillan aunque se les haya astillado el cerebro, se dejan crecer barbas de capitanes de otro siglo o se pasan por el culo los mandatos sexuales. Nos gusta decir "culo". Estoy de acuerdo con oscar en que quizá sería mejor nacer de un culo que de un útero, porque sencillamente nos va como el culo habiendo nacido por adelante. Esto lo pensé mientras leía a oscar, el domingo anterior a La Gran Máquina, y oscar hacía ceder el pánico. 

Respiro intentando domar el miedo. Todos somos domadores del miedo. El miedo es peor que la muerte, porque paraliza en vivo. Me seda entrar en la casa de Emma Gunst. Me enamora y me calma su capacidad de invisibilizarse. Mi mamá me retaba porque yo andaba en pelotas por la casa cuando salía de ducharme. Mi hermano se reía de mis sombreros. Pero, exhibiéndome en crudo, me sentía invisible. Y los sombreros eran sencillamente parte de mi cabeza. Una de las pocas cosas que sé es que un sombrero no es un ornamento, sino una prolongación y un refugio provisorio del lastimado circuito cerebral. 

En El Maestro de Petersburgo el padre dice: "Podría ponerte otro nombre. Podría llamarte Dusha". Volví a leerlo la noche previa a La Gran Máquina y temblé. Yo sé que quise irme con mi padre pero esta fiesta a la que asisto fue más fuerte. Cuando comencé a discernir que no hay mañana, que todo lo que tenemos es esto, me tatué "Dusha", en cirílico, en la nuca. Elegí el ruso porque era el idioma que intentaba aprender cuando mi padre se fue de viaje. Un idioma de sobrevivientes. Elegí tatuarme la palabra "alma" en la nuca porque el alma es lo único que La Gran Máquina no puede ver. Ni quitarnos. Si a mi cuerpo le arrebataban partes para siempre, yo le entregaba, para siempre, la enunciación de un alma indetectable que persiste. Me gusta que la palma de mi mano descanse en mi nuca.  

Me imagino que el médico nocturno duerme cabeza abajo, como los murciélagos, en sus ratos libres. Quiero empezar a escribir sobre los murciélagos, porque roban sangre para transfundirla a sus hermanos enfermos y la transfunden sin aguja pediátrica ni sonda, boca contra boca, en un beso. Porque los han tratado de vampiros sin detenerse a verlos, sin advertir su condición ancestral de enfermeros y la delicadeza extrema con la que pliegan sus alas.   



7 comentarios:

  1. entendido Mariel. Aunque sea así, Gracias.

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  2. Sospecho que no hay hay nada que envidiar al viejo Dante, ni al sucio Arthur, que se pasó una maravillosa temporada en el infierno, plagada de vicios.
    Tus descensos nos cortan.

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  3. El miedo... yo lo sentí. Me cambió, me sometió. Nunca volví a querer hacer nada perfecto. Me tranquiliza saberte tan fuerte, yo no quiero saber. Pánico con los resultados. Siempre espero lo pero, y no es así. Y vuelvo a no querer saber. pero ahora sé y confío en tú médico nocturno. me tranquiliza, me gusta más que nunca tu relato. Porque entiendo que la gran máquina no vió más que la estricta naturaleza de tu alma. Alma de poeta.
    Me gusta acariciar lomos de libros y lomos de carne.
    Te acaricio el tuyo.

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  4. Sí hay mañana; muchas mañanas. Y si no las hay, habrá que vivir una mañana con muchas dentro. Un abrazo.

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  5. Precioso Muriel.
    Un relato como un latido de corazón a corazón, cura los miedos y la esperanza emerge.
    Mil abrazos,

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  6. Seguimos en la canción.
    Susurrando adentro, para que crezca esa plantita contra el miedo.
    Tengo un murciélago de peluche que es enfermero y cuelga de mi biblioteca. Él tiene el don de la oblicuidad, la inclinación exacta para acercarse a los seres y las cosas,

    abrazo-cançao

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  7. En el idioma de los sobrevivientes..."Dusha" y tantas cosas...

    Los médicos nocturnos siempre nos traen intimidad, aliento, franqueza para cruzar el puente doloroso.

    Pájaro cruza el puente doloroso. La gran máquina
    queda atrás.

    Invocación de ecos...para el hoy siempre.

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