PÁJARO DE CHINA

sábado, 4 de diciembre de 2010

EL PESEBRITO


Es diciembre otra vez. Otra vez el mes de los pesebres. Y yo los odio.
Carlos Diques


Somos tres hermanos. Miguel Ángel es macrocéfalo y a Estelita le falta un hervor. Yo pensé seriamente en empezar a donar en vida todos mis órganos. Que me los saquen por voluntad propia antes de que me los tengan que sacar a la fuerza, mientras mi último recuerdo antes de quedar fuera de órbita y que el cirujano acuchille sea la fuerza que hago para retener. No el órgano de turno, con el que merendarán anticipadamente los gusanos, sino el meo. Me han quitado de todo pero todavía me hago encima hasta que la anestesia me deja seca. 

Al segundo de pensar en la donación resolví que era mejor idea meterme en el mercado negro a desparramar riñones, rollos de intestino y afines, para hacerme unos mangos. Me llevó unos días darme cuenta de que a los que recibieran mi legado les iba a ir fatal y no soy cruel. Carburo lento, estoy un poco harta y no llueven billetes, eso es todo. 

Por suerte, mientras me llevan por enésima vez en camilla después de cambiar tres sábanas meadas, tengo la estampita en la mano y la alzo, como si hubiera recibido un Oscar. Él está de mi lado. Lo estuvo desde la noche en la que se trabó el cajón del vajillero cuando faltaba poner una sola figura en el pesebrito. 

Hasta las doce menos cinco de aquel 24 de diciembre nos iba realmente como el culo. Que mamá estuviera en silla de ruedas era lo de menos, porque ya la habíamos conocido así y buscado hasta el cansancio una Virgen lisiada para el pesebrito y un Jesús macrocéfalo, para que Miguel Ángel no se sintiera tan solo. Y alguna minita de Nazareth con cara de faltarle un jugador, como a Estelita. Pero todos eran bellos hasta la humillación. 

Papá laburaba como el Tío Tom viendo pasar los ascensos como trenes a las órdenes del Sr. Funes, que tenía una salud de hierro y una mano ídem. A Miguel Ángel todos querían sentársele sobre el marote para divertirse y Estelita no conseguía trabajo ni amagando con bajarse la bombacha. La instrucción era que amagara, nomás, y que ni se le ocurriera bajársela del todo. Pero ella iba y contaba la instrucción. Mamá nos psicopateaba a todos desde la silla, fumando como un escuerzo y arrasando con los Johnny Walker. Cuando papá accedió a que la Virgen del pesebrito sostuviera un whisky y pitara un Marlboro, empezamos a creer a ciegas.  

El pesebrito estaba lleno como un Boca-Ríver. Todos esperando al niño que, en estado de trance, sacábamos del cajón del vajillero cuando daban las 12. A mí me daba un poco de impresión que naciera con el pelo y los músculos del Sr. Funes. Y que papá, antes de depositarlo en la cunita, lo besara con lágrimas en los ojos. Todavía no me había enterado de qué se trataba el masoquismo. Después de tres horas sudando la gota gorda llenando el estadio de Galilea, el puto cajón se nos trabó. Tirábamos como marranos pero no había forma. Estábamos desesperados. Pasaban los minutos y de nosotros dependía el destino de Occidente. Ese pibe tenía que nacer sí o sí. 

Lo miramos a Miguel Ángel al toque y embistió como un toro. Nada. Estelita pateaba pero le pegaba a todos los nazarenos menos al cajón. Tuvimos que sostenerla para que parara y gritarle que la idea no era bajar la concurrencia sino rescatar al mini-Funes. Mientras juntábamos a la multitud, en cuatro patas, mamá no hacía un pomo pero dirigía las operaciones. A las 12 menos cuarto papá se abalanzó sobre la silla de ruedas, que tenía control remoto y palanca de cambios. Mamá no lo vio venir. Papá no le dio tiempo a reaccionar y la muy turra se paró. Tambaleaba sujetándose de los muebles, pero no se caía. Se fue al suelo aullando como María Callas. Tarde. Ya la habíamos visto. 

Papá pidió que nos alejáramos, que dejáramos las figuritas en el piso porque iban a dar las doce y la cesárea no era opción y apoyó la cunita sobre la cabeza de Miguel Ángel. A veces también apoyaba vasos. Estelita y yo sosteníamos una sábana para abarajar al neonato. Papá apuntó la silla, en quinta, contra el vajillero y apretó el botón. La silla se hizo percha y quedó incrustada en el cajón como un Scania. Yo ya me había meado sin control pensando en el fin de toda una civilización por nuestra culpa y en los sicarios del Vaticano que nos tocarían el timbre a primera hora. Papá estaba fuera de sí y boqueaba como un pescado. Juntó aire y tronó: "¡Muévanse, manga de boludos, y que aparezca un pendejo!". 

Estelita no tuvo mejor idea que traer de su cuarto el último número de Radiolandia, con Marcelito Marcote en tapa disfrazado de Santa Claus. Marcelito irradiaba bondad pero el look no daba. Estelita había confundido los personajes y además esa foto con sponsor y fecha de la semana no entraba ni a palos en la cuna, ni en la Historia.  

        
Papá quiso gritar pero escupió la dentadura postiza, carísima, en la que había invertido el aguinaldo. Mamá reptó entre lágrimas (falsas) para salvarla del aquelarre. Estelita volvió a su cuarto. No le subiría el agua al tanque pero era insistidora. Y entonces volvió con esto, este Marcelito Marcote sin disfraz, con estas pecas de eterno inocente y este corte símil taza con flequillito de seda que aprieto, plastificado, como mi faro y mi ley mientras el camillero me sube en ascensor hasta el quirófano.  


Estelita había dado un paso gigante y lo sabía. En la foto tipo carnet Marcelito llevaba sweater, lo que era lógico porque mucha alharaca con el Cristo niño pero todos se pisaban las túnicas mientras el crío se sacudía en bolas. Mucha mirra e incienso, que son baratos, pero de una batita o unos escarpines ni hablar. 

A partir de esa Nochebuena, las cosas cambiaron milagrosamente. Al Sr. Funes se lo llevó puesto el 60 y crepó en el acto. Papá fingía llorar por el muerto al borde del jonca, pero todos sabíamos que lloraba porque al menos el 60 se había dignado a liberarlo y concederle el ascenso. Mamá no tuvo más remedio que entrar en una clínica de rehabilitación, de la que un traumatólogo con ínfulas de estrella  la sacó hecha una Ferrarí para llevarse los laureles en el Congreso Médico Anual. Miguel Ángel descubrió que podía utilizar su sabiola XL no sólo para embestir contra cajones trabados, sino contra todo aquel que osara mirársela. Y Estelita consiguió un puesto de secretaria ejecutiva con un sueldo de ensueño (yo advertí pero jamás conté que varias noches volvió sin bombacha).

O sea, que Marcelito Marcote nos sacó de la penuria y gracias a sus gracias yo vengo zafando. Una amiga- víbora de las que nunca faltan me comentó que ya es un hombre y que se recibió de médico. Me quise matar. Lo único que me falta es que me opere Marcote y yo me quede sin Cristo. Por suerte averigüé que es pediatra. De ahí a que siga siendo el niño de la cuna del pesebrito, para mí hay un paso. De todas formas, mi Marcote está sustraído al tiempo y sus degradaciones.

Cuando me quede dormida, el anestesista ya sabe que tiene que meterme la estampita debajo de la cofia. No quiero entrar, a ese sueño, tan sola. 

Y algo, en esta vida, tiene que ser sagrado.




Imagen: La adoración de los pastores, Domenico Ghirlandaio. 1482-1485. (Adviértase que José se agarra la cabeza con expresión de "Dios Santo, ¿cómo le vamos a dar de morfar a este tumulto?"). 

(Dice mi espléndido Tortugo Bicéfalo: Estampitas que nos salvan en tecnicolor. No fuimos en casa nunca de belenes. Decía mamá que era suficiente "el misterio", refiriéndose con el vocablo a unas figuritas de plástico de unos cinco centímetros de altura (pa´que más) cada año más decapadas y que representaban a la sagrada familia y los dos bichos. Cuando mamá me echa en cara la pérdida de fe, siempre aludo a lo mísero de las figuras del portal y su relación directa y proporcional con mi herejía. En el fondo es mentira - un jueguecito para hacer rabiar a mamá - y si conservo algo de fe en mi inmunda covacha es gracias a esas figuras de plástico, cutres a rabiar, nacidas para lo efímero y que, sin embargo, nosotros logramos mantener útiles para respresentar el misterio durante muchos muchos años.

¡ Y qué decir de los pobres bichos! Al buey y a la vaquita siempre los vi como máquinas cartesianas productoras de calor-aliento. Influencia de papá y su oficio de calefactor. No entendí su quietud ni su sosiego de segundo plano. Nunca fui hinduísta ni sentí que el occidente dependiera de mi habilidad para alumbrar al niñito desde el vaho animal.Existiendo el plástico no entendía para qué precisábamos otras variantes creacionistas

En fin, confieso que nunca fui muy seguidor del niño; era más bien fan de la madre joven. Siempre me jorobó que tuviera que besar las rodillas del neonato y, por contra, no pudiera hacer lo propio con el pie de la señora o sus labios adolescentes. Religiosidad o lascivia micro o nano (dado el tamaño de mi portalito). Pecados que, dios lo sabe, no cuentan.

Todo es raro y las nostalgias que nos aportas en esos cuentos navideños nos abrirán las fuerzas para cumplir como hombres y nacer un dios entre boñigas de bicho".

7 comentarios:

  1. No entrarás sola al sueño: estamos todos ahí

    ¡Abrazo!

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  2. Buenísimo nena. De lo mejor que te leí. Es un Chejov meets David Lynch!

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  3. Estampitas que nos salvan en tecnicolor.

    No fuimos en casa nunca de belenes. Decía mamá que era suficiente "el misterio", refiriéndose con el vocablo a unas figuritas de plástico de unos cinco centímetros de altura (pa´que más) cada año más decapadas y que representaban a la sagrada familia y los dos bichos. Cuando mamá me echa en cara la pérdida de fe, siempre aludo a lo mísero de las figuras del portal y su relación directa y proporcional con mi herejía. En el fondo es mentira - un jueguecito para hacer rabiar a mamá - y si conservo algo de fe en mi inmunda covacha es gracias a esas figuras de plástico, cutres a rabiar, nacidas para lo efímero y que, sin embargo, nosotros logramos mantener útiles para respresentar el misterio durante muchos muchos años.

    ¡ Y qué decir de los pobres bichos! Al buey y a la vaquita siempre los vi como máquinas cartesianas productoras de calor-aliento. Influencia de papá y su oficio de calefactor. No entendí su quietud ni su sosiego de segundo plano. Nunca fui hinduísta ni sentí que el occidente dependiera de mi habilidad para alumbrar al niñito desde el vaho animal.Existiendo el plástico no entendía para qué precisábamos otras variantes creacionistas

    En fin, confieso que nunca fui muy seguidor del niño; era más bien fan de la madre joven. Siempre me jorobó que tuviera que besar las rodillas del neonato y, por contra, no pudiera hacer lo propio con el pie de la señora o sus labios adolescentes. Religiosidad o lascivia micro o nano (dado el tamaño de mi portalito). Pecados que, dios lo sabe, no cuentan.

    Todo es raro y las nostalgias que nos aportas en esos cuentos navideños nos abrirán las fuerzas para cumplir como hombres y nacer un dios entre boñigas de bicho.

    Su labor, Mariel, es ya labor social.

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  4. Es precioso, lleno de ternura y tan actual.
    Un abrazo

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  5. volví a pillarte
    diario íntimo de adèle h. mi querido truffaut y adjani.... ay tus cabeceras.....

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  6. Ghirlandaio....sublime.
    ....el texto alucinógeno.
    un beso.

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  7. estamos ahí, a tu lado. descuida.

    el cuento es hermoso como algo recién nacido con carita de viejo...

    cuando despiertes, nos vas a tener que aguantar y vamos a seguir riendo...

    besos,
    ò.

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