PÁJARO DE CHINA

jueves, 2 de diciembre de 2010

LA TELEVISIÓN COLOR


Es diciembre otra vez. Otra vez el mes de la Navidad. Y yo la odio.
Carlos Diques


No habíamos crecido lo suficiente para saber que no podíamos pedirle a mamá lo que no tenía. Veíamos que le sobraban los billetes pero le faltaba generosidad. Ahora crecimos pero seguimos teniendo un retraso madurativo importante. Una especie de tara emocional que nos hace gastarnos todo lo que tenemos para compensar lo que no tuvimos. A mamá la matamos entre los cuatro pero no sentimos nada de culpa. Vivimos haciendo regalos. Por eso la Navidad no hace, para nosotros, ninguna diferencia. 

Hasta que papá murió, salíamos a almorzar afuera un domingo cada dos meses. Sin entrada ni postre y con dos Cocas para seis. Mamá tosía para que le trajeran agua y le metía el agua a las dos botellas de Coca que se iban vaciando. En casa andábamos con patines para que no se rayara el piso, compartíamos un toallón horrible que nos había traído una tía de Acapulco y nunca supimos lo que era estrenar. Usábamos lo que heredábamos de nuestros primos. Todos jugaban al básquet y nosotros nos enredábamos con los ruedos de los pantalones, porque mamá se negaba a acortarlos para que nos duraran más. "Los chicos crecen rápido", decía. 

Llegábamos al colegio listos para correr la carrera de embolsados. Nuestra música de fondo eran las risotadas de los compañeritos. Los hijos de puta también fueron niños y uno debería recordarlo cada vez que se enternece frente a una criatura, por el mero hecho de que todavía no tiene bigotes o pelos en las piernas. 

Por supuesto que lo más lejos a donde llegamos fue a Acapulco, escrito en un toallón. Veranéabamos en el patio, descompuestos de calor para no gastar agua en manguerazos. No nos sorprendió que mamá decidiera cremar a papá para ahorrarse el velorio pero empezamos a tener pesadillas cuando se trajo las cenizas a casa. Ahora parecía que papá, que siempre había destacado por su falta de carácter, nos controlaba hasta cuando nos metíamos en el baño. Era como el Cristo que te sigue con la mirada. Una cosa más horrible que el toallón de Acapulco, al que ya se le habían borrado más de la mitad de las letras.

Cuando llegó la televisión color, supimos que jamás íbamos a tener una. Mamá nos mandaba a merendar con cualquiera que pasaba, para bajar el gasto de pan y café con leche. En la casa de los González descubrimos lo que era la mermelada y en la de los Angelotti que el pan podía tostarse en una tostadora, en lugar del pedazo de lata hirviente sobre el que mamá calentaba las rebanadas. La manteca tenía que durar un mes y esperábamos el sábado a la noche para comer galletitas Imperiales. No es porque seamos democráticos que odiamos la monarquía. Es porque hay pocas cosas más tristes en este mundo que doce Imperiales (tres para cada uno) distribuidas sobre un plato Durax (toda la vida). 

No teníamos ni idea de lo que era una paradoja. Pero algo no encajaba en el hecho de que, siendo obesa, mamá fuera tan avara. O sí. Su obesidad no la preocupaba en absoluto. Obviamente no engordaba porque comiera en exceso sino por un problema de metabolismo. Ella se felicitaba de no tener arrugas. Así zafaba de ser un papiro y de paso no gastaba en cremas. Con tres batones estaba lista para cualquier ocasión. Dos estampados para las festivas y uno liso para las deprimentes, como la misa de siete de los domingos. Mamá era atea pero pasaba la limosnera entre los feligreses. Lo consideraba un trabajo y se guardaba la mitad de las limosnas en concepto de remuneración. 

Nosotros "colaborábamos" con la casa aportando la mitad de nuestros ingresos. Menos Ricardito, los demás teníamos algún rebusque del que sacábamos un sueldito que mamá se encargaba de administrar y del que le ocultábamos con una vergüenza idiota un par de billetes para comprarnos Cocas a escondidas.

La muerte de papá no sólo nos trajo a casa las cenizas pesadillescas. Canceló el almuerzo bimestral afuera, que nos había permitido conocer algo distinto al sabor a fideos recalentados. A merendar en casa de desconocidos o casi ya le habíamos tomado el gusto pero el gusto se volvió obsesión cuando empezaron a aparecer los televisores Aurora Grundig. "Aurora Grundig" fue para nosotros algo así como La Meca para los musulmanes y, para mamá, el principio del fin. 

Cuando Ricardito volvió un domingo de la cancha (a la que por supuesto había ido invitado por el menor de los Angelotti) diciendo que "había visto jugar a Carrascosa en colores" sentimos que nuestro hermano menor no merecía seguir viviendo su infancia en blanco y negro. Para eso ya estaban las nuestras. 

Sabíamos que mamá encanutaba los ahorros detrás de la caja donde guardaba nuestro escuálido árbol de Navidad y sus adornos: seis bolas rojas y seis guirnaldas plateadas, una para cada uno de los integrantes de la familia, que debía colgar su bola y enroscar su guirnalda dos semanas antes de Navidad. Cuando papá palmó, mamá empezó a colgar la bola y enroscar la guirnalda que le correspondía, intentando llorar sin que le saliera una lágrima. Creo que hasta las lágrimas se ahorraba. El único llanto que le recordamos es el llanto seco, que por supuesto no sirve. Ninguno recuerda, tampoco, que se prodigara en besos. Tardamos en darnos cuenta de que el que no suelta la guita tampoco suelta el cuerpo, ni los sentimientos.

A Ricardito le tocaba aumentar el patetismo del árbol navideño tirándole encima un cable de tres metros, con lucecitas fosforescentes de todos los colores. El cable tenía que durar como los pantalones y los tres metros eran una desproporción mayúscula para ese abeto de cuarta. Mamá nos decía que teníamos un arbolito "bonsai". Al pie de ese deshecho depositaba nuestros regalos. Regalos "útiles" que nos daban ganas de llorar. Un portafolios de cobrador de impuestos para el colegio, un calzoncillo gigante a rayas o un par de medias de lana que nos llegaban hasta la rodilla.   

La noche que le rogamos que nos comprara una tele color "Aurora Grundig" (porque la especie humana es lo suficientemente tarada como para tirarse de cabeza a una pileta vacía) nos contestó cómo podíamos ser capaces de estar con ánimo para esas cosas, con un padre muerto. Siguió contestando lo mismo durante dos años, hasta que no dimos más. 

Quince días antes de la Navidad de 1980, le pedimos a mamá, que ya había colgado sus dos bolas y enroscado sus dos guirnaldas, que se quedara quieta y cerrara los ojos para darle una sorpresa. Actuamos con la velocidad y la precisión que se heredan de ciertos años vividos. De un abeto "bonsai" pasamos a tener un ombú navideño de carne y hueso, decorado con tres metros de cable mortífero que nos deparó un show de pirotecnia gratis que bien hubiera merecido quedar en los anales de la tele en colores.

El espectáculo nos fascinó. Ningún Aurora Grundig (ni aun el de mayores pulgadas) hubiera sido capaz de depararnos un programa en vivo con una calidad de adrenalina así. 

A la tía del toallón le dijimos que mamá había dejado una nota suicida y que preferíamos arreglarnos solos. En el fondo no estábamos mintiendo. En el fondo, pero del patio, incineramos lo que quedaba de mamá y apagamos el fuego con Coca. Metimos las cenizas en la caja desde la que nos patrullaba papá y, antes de que llegaran los primeros pescadores, abrimos la caja en la Costanera y los dos cayeron en espiral a las aguas del río. 

Sólo nosotros cuatro sabemos que en Argentina hubo un evento más extraordinario que la transmisión del Mundial '78 en colores, con cientos de escolares haciendo piruetas de mamertos en la cancha de Ríver. Llega un día en el que las cosas explotan. Y en forma. 

Cada Nochebuena nos juntamos los cuatro y nos acostamos boca arriba sobre el pasto de la plaza del barrio. Nos pasamos un cigarrillo y respiramos profundo. Cuando a la medianoche se desata el festival de cohetes y fuegos artificiales, nos quedamos mirando el cielo y recordamos el día que nos parió o, para decirlo como corresponde, el día en el que decidimos parirnos a nosotros mismos. Bienvenido sea el niñito Jesús, que nos hizo libres. Amén. 




Imagen: Instalación de Nam June Paik. (Hagamos de cuenta que las teles son marca Aurora Grundig).


9 comentarios:

  1. Me ha encantado el cuento. Es precioso y está tan bien escrito.

    Un abrazo Pájaro de China.

    ResponderEliminar
  2. La navidad me trae tristezas, de pensar en los ojitos que ven colores en donde en realidad sólo huele a mierda.Y los ven de todas formas, por carencia de todo.
    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  3. !Bravo!
    Cada vez te admiro más. Increíble.

    ResponderEliminar
  4. sonreí de cabo a rabo, queridísima nuestra señora aurora grundig.

    besos,
    ò.

    ResponderEliminar
  5. ¡Guapo cuento de navidad! Sin más comentario, querida, te digo que inicio el mes con ánimo renovado y dispuesto a seguir el ejemplo moral, si fuere el caso, de tu hoy didáctica prosa. Me salió la sonrisa y explotó en algunas costuras la carcajada.

    Adiosss!!

    ResponderEliminar
  6. El auténtico cuento de navidad. Cuando eramos tan felices, nos dimos cuenta que podíamos ser más. Magnífico, cruel como un árbol con bolitas de cristal, exquisito para comernos mejor....
    Un aplauso y mi cariño.

    ResponderEliminar
  7. Me haces reir y emocionar. Cuanta verdad, eres genial.
    Un abrazo

    ResponderEliminar