VI.
La noche es un
inmenso animal dormido. Los insomnes velan su sueño sin ventanas. Los ojos de
la noche giran velozmente bajo sus párpados de felpa, enloquecidos,
agradecidos, asustados. Son los ojos de una huérfana inmóvil a la que se
implora protección, como si fuera una santa con medio hemisferio por altar.
Asiste en calidad de ausente al desastre urdido por sus hijos y habilita zonas
liberadas del prejuicio del ojo ajeno. El ojo ajeno gira obscenamente bajo su
párpado de hierro, proyectando el repertorio completo de los pecados.
"Déjanos caer en la tentación, para no soñarla sobre almohadas
rígidas", pide mi lengua de tinta obstinada. Es una petición retórica;
ella quemó mi red cuando la vi soplar, haciendo de su boca una usina de viento,
las hebras dispares de un flequillo tan negro como el pelaje sedoso de la
noche. Flequillo de escolar al que han herido con tres balas de nieve, en esa
escuela donde aun le tiemblan los pies bajo el pupitre. Buscamos el hilo para
atar, haciendo un nuevo dibujo, los escombros. "¿Qué te hicieron allí? No
me digas jamás lo que te han hecho". Las balas fueron tres. No encontré
aun su localización exacta, no he podido extraerlas todavía.
El viento se
detiene para que vuele Esther. Una ignota especie de hojas cóncavas, como
sutiles reflectores parabólicos, recoge y devuelve, transformadas, sus señales
sonoras. Esther evade grácilmente las redes dispuestas por los
Consolantes. Extiende sus manos y desciende sobre una pista imaginaria,
hasta posarse, con los dedos impregnados de polen, sobre una densa y compacta
inflorescencia. Contenemos la respiración para dejar de ser y derramarnos como
un magma sobre el espacio del juego. Los Consolantes ensancharon su cavidad
torácica. Lustraron cavidades como planchas de acero. Los niños se entrenan en
la colocación de trampas en el bosque, con trajes a medida y corbatas a rayas.
Las niñas los asisten, vestidas de primera comunión, sosteniendo un ramito de
girasoles secos. Las madres llevan trenzas de vidrio y látigos anudados en la falda.
Los padres no pueden faltar a sus empleos. Esther se empeña en la reproducción
cruzada de su flor, su sonajero vegetal. El polen cae en cámara lenta de sus
dedos hasta alcanzar la cesta del estigma, que espera refugiada en el gineceo.
Es polen de un estambre desconocido, en tránsito descendente hacia los óvulos
de una flor distante. Hoy dos copularán, muy quietos, sin haberse visto. Esther
se mueve, se tensa, se acomoda. Es el agente ciego de una continuidad floral.
Tiene el poder del viento que sopla y esparce, cuando quiere, nieblas de
polen.
Esther busca la
base del pétalo, donde se hunde el cofre del nectario. Se apresta a libar su
recompensa. Una esquirla de vidrio nada en un mar de néctar, infectado por el
polvo vendido al por mayor y con descuento a los Consolantes. Esther despliega
su lengua formidable, previamente enrollada en su cavidad torácica. No advierte
la presencia de la esquirla, ignora la evidencia que deja una trenza de vidrio
tras de sí. Liba estremecida de placer la sustancia que la desgarrará, en la
cúpula a oscuras de la iglesia, en una inesperada convulsión.
Un niño se
lustra los zapatos como planchas de acero y se alisa las mangas del traje. Se
perfuma con agua de colonia y envuelve a Esther en un triángulo de papel de
diario. Hay un ligerísimo temblor, apenas perceptible, en un saco embrionario,
que bien hubiera podido refugiarse a tus pies, bajo el pupitre. El tubo
polínico, que la pulsión vital no diseñó para otro oficio, ha oficiado de
revólver. Esther lucha contra lo que no conoce, rasgando inútilmente su
envoltorio, hasta languidecer. El niño arroja el envoltorio contra el piso y
grita, espantado. Esther escucha un grito que la aterroriza y ya no escucha
más. El niño recoge el envoltorio tieso y lo asegura, emocionado, con una cinta
roja. Con este regalo sorprenderá a su madre, apartará sus trenzas
transparentes, hundirá la cabeza en su pecho y sabrá que su madre está
orgullosa. Ha parido a un protector de niñas. Niñas de cuellos gráciles como
cisnes. Los pechos de las madres son máquinas de guerra.
El asesino de
niñas piensa en los cuellos puestos a su disposición. Bebe un licor barato con
el que alguien pagó sus últimos servicios. Se echa a dormir en su cama barata y
sueña que le ponen una corona. El jugador de ajedrez da de comer a un caballo
un pétalo cargado de veneno. Esther gira dormida en los remolinos de un
desagüe, junto a los restos de la basura diurna. Esther se aleja, como un
jinete al galope, un relámpago succionado por el viento, con su flor malherida,
su néctar trastornado, su lenta y horrible convulsión.
Te veo despertar
súbitamente, empapada en sudor, aferrada a las sábanas. "Vi a Esther
volar, la vi libar, la vi convulsionar sobre una cúpula". Dibujo mi
recuerdo de las alas de Esther sobre tu sien izquierda, tu corazón, tu espalda.
Presiono mi dibujo contra tu delgadez. El recuerdo aletea en los sitios de las
balas. Esther liba en el sitio exacto donde tu carne convulsiona. No me duermo
hasta verte dormir, cabeza abajo.
"También a
mí me han encontrado los centinelas, me hirieron quienes andan de ronda por la
ciudad. Me quitaron mis lápices y mis cuadernos. Hijos de Jerusalén liberada,
hijos de Jerusalén envenenada e inútiles cruzados atados a un estandarte y a
una cruz, ¿qué le dirán a mi amada si la encuentran? Que estoy enferma de
amor".
Así duermo en mi vigilia nocturna, pesadamente y demasiado lenta, y enferma de amor.
ResponderEliminarEmpapada de recuerdos, aferrada a que aparezca la mañana que siempre se hace esperar demasiado.
espero una señal tuya...
abrazos