PÁJARO DE CHINA

lunes, 19 de septiembre de 2011

SOCIALISMO - (VII)




VII.


Recorro con la punta temblorosa de un índice la superficie exhausta de su espalda. Busco la evidencia del desamparo, vuelto orificio de arena donde no se hace pie. Ha decidido dormir con los tobillos anudados a una rama y la boca escondida entre briznas de hierba. Mientras se balanceaba, antes de aquietarse, cerró los ojos, extendió las palmas de las manos y rozó las hebras que aspiraría sin saber durante el sueño. Lloraba silenciosamente por Esther, con la mandíbula tensa y la razón extraviada. 

Masticó lentamente un manojo de briznas impecables, lavadas por sus propias lágrimas. Intentaba limpiarse de un veneno que también le estaba dedicado, enviar a Esther un antídoto tardío. El antídoto era raro, tan raro que quizá hubiera envuelto y desmayado las mezclas criminales calculadas por los Consolantes. A la altura del hueso sacro palpé la huella circular de una bala y supe por qué, en horas imprevistas, se le entumecían las piernas. La imaginé tomada por asalto, corriendo a toda velocidad por un laberinto de calles de tierra, en una fase previa de la Gran Persecución. Comenzando a inclinarse y a rotar, a invertir acompasadamente la extensión soberana de su cuerpo, hasta llegar a esta noche y este árbol, de cuyas ramas más altas han colgado generaciones sucesivas de hijos de la colonia. 

Dejo descansar mi índice en el lugar preciso del impacto. Presiono el hueco, suavemente, para no despertarla. Presiono aunque ya no sangre, porque es como cerrar el sobre de una carta, sellar un pacto para combatir el pánico, prometer que la carta llegará a destino. Retiro el índice, tomo su cintura con el cuidado de quien alza a un recién nacido y libo el hueco, para llevarme la esquirla y el veneno que pudieran quedar en el nectario.

Libo como si supiera, como si fuera Esther, que no se imagina cautiva en una imagen, que no habla ni escribe sobre el gesto preciso de libar. Esther que no dilapida la potencia del gesto en representaciones, formas humanas de reverberar que su sonar captaría como el eco pesado de una máscara. Me aplico como un niño concentrado en su tarea escolar y al aplicarme a imagen y semejanza de alguien ya he perdido, ya he reducido la entrega de mi concentración desviándola a un modelo abstracto, escindido del tacto y pobrecito. Porque Esther no podría sino desenrollar su lengua inaudita sin lenguaje y volcarse íntegramente detrás de su lengua, verterse sin opción hasta estar por completo, olvidada de sí, en el contacto irrepresentable con el néctar. Así mi lengua en tu hueco horadado por la bala, para rastrear y desalojar la pena. Así quisiera curarte y no me alcanza, sin el don ni el oficio denegados por pertenencia a la civilización.

Anoto en el cuaderno las dimensiones y materiales de las trampas diseminadas por los Consolantes. "El cordero ha abierto el quinto sello y escuché la trompeta del séptimo ángel. Se esparcieron el fuego, el humo y el azufre, como un viento caliente y trastornado, salido de la boca de caballos con cola iracunda de serpiente. Y nada sucedió, solo el terror. Y, entre la mayoría de los vivos, la mansa costumbre de no verte. Mastiqué los libros que narran nuestra historia, tan dulces como amargos. La palabra no es brizna aunque la nombre. El número se ejercita sobre el débil. Sigo viendo los árboles arder".

Se descuelga silenciosamente y camina hacia mí, con la determinación de una sonámbula que palpa el filo de un amanecer de estragos. "No es un filo, es un hilo", afirma, mirándome fijamente. Abre la caja metálica y busca las tijeras y los bisturíes. Se calza las viejas botas de exploración y mi camisa a cuadros, cosida a las cortinas de un cuarto infantil, helado. Comienza a cortar las redes, los alambres de acero inoxidable, las lonas de las jaulas sobre las que se alzan las paredes de alambre construidas para que se estrellen los sospechosos y resbalen, aturdidos, hasta ser enjaulados. Corta con tenacidad. Sus piernas no la traicionarán mientras corte. Mi cuaderno enmudece avergonzado, consciente de sus gesticulaciones en el desierto.

Decapitada, quitada del verbo, es transparente, como jamás podrán serlo las trenzas de vidrio. Miro sus ojos como lagos y siento que está sucediéndome algo hermoso. Me desborda y lo escribo. Esther no agonizará dos veces, con el corazón partido por un guante de acero y golpeándose a ciegas contra la noche cerrada de una cúpula, como un pájaro desconcertado y cosido brutalmente al interior enloquecedor de un guante.

Ella descose, desanuda y desanda, luego de haberse quitado la cabeza. Desplazada, desnudada del signo, es invisible. Ella me está ocurriendo y me coloca un hueco de néctar en la espalda.






2 comentarios:

  1. Es un hilo que impávida la bruma de los cuerpos y desatada la hiel calmante, separas del vestido aquel, anudado a la rama de ningún árbol ni artilugio vórtice en pos del pájaro atento. Los pájaros no dejan ver el bosque ni hacen pie las nubes que los tocan, puede que sus vuelos tejan en el aire el vestido de las ramas como un final concreto a una estación concreta. Sin embargo me los imagino estación, atravesados por nosotros montados en vagones extraños. Ahora estribo en uno, con las ventanillas inundadas de luz, y una pereza VERDE, y un norte limítrofe, y un recorte en el billete, y un otros balanceándose en los asientos, reflejados en los túneles.

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  2. Veo los árboles arder, Esther se descuelga ante mí, me mira señalando un hilo, abre su caja metálica, busca sus agujas, sus bolillos y teje un encaje.
    Cansado, duermo junto a ella, malherida, mientras continúa con el rítmico ruido de los bolillos al tejer. Poco a poco va tejiendo una escalera de finísima puntilla por donde trepando alcanzamos juntos la eternidad de la luz.

    Mi abrazo.

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