X.
Se desató el diluvio en nuestros ojos. Flotaban las lupas
y los termómetros, los instrumentos de medición y los bolígrafos, los restos de
los viejos jinetes de hierro, las cajas idénticas de sedantes. Los sedantes
golpeaban los dientes de leche y el mínimo bucle de cabello, cortado y aplanado
dulcemente para la eternidad del relicario. Las cigüeñas perdían el equilibrio
en los techos, abrían perplejas los picos acerados y dejaban caer sus
envoltorios. No queríamos volver a la infancia pero insistíamos en sujetarla.
Quién no ha deseado que le mientan alguna vez, quién no lo ha pedido en
silencio.
Los álbumes se deshacían como los nudos de los
envoltorios y hacían de cada página dispersa un álbum, pero sin hilos. Caían
bebés de porcelana que estallaban al besar la hierba. Eran rompecabezas de
bebés, con las cabezas rotas. De cada página se soltaban las fotografías y en cada
fotografía se borraban los rasgos. El agua ablandaba y rompía los papeles. Un
papelito empapado, donde las formas se habían descompuesto en manchas, era el
único indicio de mi historia. Observé esas manchas hasta imprimir en mi retina
su mutación, batida por el agua en remolinos. Rescaté entre las piedras un
papel, para inclinarme sobre algo que me perteneciera. Para inventarme la
evidencia de un pasado.
"Un grave error de cálculo", afirmó sorprendido
el jugador de ajedrez, acariciando, desde la otra orilla, la serpiente
reluciente y larguísima que acunaba en una bolsa de arpillera sucia, entre las
piezas gastadas del tablero. "Un gesto inútil".
Ella se rió, abrió mi puño delicadamente y arrojó al río
el papel que yo aferraba, barrido e impregnado de nuevas manchas. El río
recibía trastornado el diluvio y arrastraba a su paso nuestro modesto
herramental, lavando las iniciales ilusorias de nuestra propiedad tan breve,
tan escuálida. Se rió otra vez con sus largos mechones de cabello pegados en
desorden a las sienes y la camisa blanca de dormir pegada a las costillas y los
huesos. Habría que buscar en otras huellas el útero de origen, renegar de un
origen que jamás es tal desde el primer instante regido por el tacto. Porque mi
caja craneana es el vaciado perfecto de una pelvis materna accidental, una
ficción inaugural que jerarquizó y escindió mis manos de otros cuerpos, redes
circulatorias que no cesan de fluir, capas geológicas en transición continua
donde resbalarían todos los juguetes, hasta ahogarse.
Tiemblo y la pérdida vuelve a suceder, bajo una forma que
la transfigura en nueva pérdida. Intuyo la amenaza de tormenta, me abrazo a lo
que queda de mí y ese contacto apenas animal atempera la violencia del trueno.
En el trueno convergen las declinaciones desatadas de un presente voraz, que
toca y tira y corta y se lleva a su cueva hasta los márgenes donde podría
dibujarse un futuro. Entre la sístole y la diástole, un shock eléctrico.
Electrocución en el bosque donde no hay salida, porque no hay cama ni ropero
donde esconderse. "Ellos se cubren por completo con sus membranas alares,
alineados de a cientos con las uñas vueltas anillo en la rama, como si se
calzaran un impermeable o un escudo, si el viento anuncia tormenta
tropical", te escucho murmurar con la vista perdida, como quien troca en
plegaria el hábito inusual de una colonia.
"Yo ya no puedo ver. Debería cavar". Remuevo
afiebrada la tierra húmeda, hiriéndola como una pala mecánica. Busco la moneda
que enterré en la playa, la carta que dejé en el parque, el anillo que no supe
custodiar porque creí saber lo que aún ignoro. "No es allí, no es ese...
el lugar". De espaldas a mí, lleva mi mano izquierda a su nuca. El
temporal empuja los árboles, los somete a un dolor soportable, los frutos caen
sin partirse en pedazos. La colonia entera se ha dormido, petrificada y
perpendicular a la tierra. Mis dedos presionan suavemente una nuca húmeda,
dispuesta a madurar hacia una vida sin altares, en la que se atraviesen los
púlpitos como una bruma. Mis dedos no ven esa nuca empeñada en disolver, como
el río, las caras. Porque la mano que toca no ve el lugar exacto que toca hasta
que se ha retirado de allí. Hacer contacto es tocar a ciegas, dejar una
impresión que no constituye un resultado.
Mis cucharas, mis trapos, mis terrores, la larga risa que
enhebra mis edades, reptan hacia la curva de mis dedos, para imprimirse en un
país de piel que no se deja mirar, posado como está en la copa de tu espalda.
Decir que lo que imprimo es "mío" es una convención absurda.
Pertenezco, como todas las cosas, al flujo del agua, que persiste en correr
dando la espalda a mis preguntas. "Concédeme la dicha de no poseerme
porque, como el agua, no sabes de mí".
Los trapos y las cucharas son superposiciones de ecos.
"Escucha cómo se forja el metal y se traza una forma, recogida de un mar
de formas inestables antes de que el instante se coagule en un tiempo
pretérito. Afina tu oído como las criaturas que duermen suspendidas de las
ramas, esas cadenas estáticas de triángulos negros que esconden un finísimo
radar. Te espero en el arco de la suspensión, tensado hasta el límite donde la
flecha se dispara para multiplicarse y revivir las inagotables variaciones del
tiro con arco". Estoy vaciando en tu nuca los modos primitivos de moldear
cucharas, las fórmulas de la tintura que bebieron las telas sumergidas en
rústicos cubos del desierto.
Pero esta cuestión de aterrarme insiste en hacer nido en
singular, es un núcleo duro con aspiración de centro. Parálisis. "¿Y cómo
sería mi amor si mi terror se moviera hasta alcanzarte, reptara hasta hacer
sombra en tu nuca? Sería un amor sin rumores antiguos, extenuado en la tensión
monocorde de un maxilar. Sin niños ovillados bajo una sábana, soldaditos que
mojan sus pantalones, amantes que tiemblan al abrir un sobre. Sería un amor
atascado en el pronombre posesivo". El terror, además, no es un número
divisible; es un cero donde se estanca el agua. Se multiplica en cámaras de
tortura individuales. "Si soplara para compartirlo, te entregaría solo una
copia, falsa. No hablo ni siquiera de egoísmo, sino de soledad".
"Entonces no hables", suspira colgada del hilo
de la risa, el hilo que sutura las cabezas rotas. "O sí. Pero como hablan
ellos, sin que podamos escucharlos y, aunque pudiéramos escucharlos, sin que
fuéramos capaces de callar y comprender lo que se dicen". Aparto el pelo
mojado de su nuca, contemplo con ojo de cíclope mi obra, mi intervención en su
cartografía, esa impresión táctil que sacude y altera, como una reverberación
nerviosa impulsada desde la zona de contacto, su remoto paisaje cerebral. Tengo
que ser lupa porque a las lupas se las robó la lluvia.
En cada Consolante habita un cazador y esta ha sido una
noche de caza, arropada por la voz del astuto y reconfortada por votos de
lealtad. Quien descubre y destruye las trampas no tiene perdón de los
Consolantes. La desaparición de una jaula es suficiente para lanzar una cruzada
y saciar la libido decrépita con un risueño heroísmo de ocasión. Reiremos
aunque corra sangre cuando deje de protegernos la cultura, cuyos vestidos se
calza la barbarie.
La carpa donde quise soltar tu cintura y la mía fue
asaltada en la oscuridad. Los tajos son limpios y certeros, hijos de la misma
navaja que ahora imagino hundiéndose, entre guirnaldas y globos de colores, en
la torta de un corto aniversario. La muerden dientes de leche sujetos a una
encía, la rozan bucles rebeldes controlados por cintas de seda. Los invitados
entrenan sus incisivos predatorios y en sus sueños se excitan ante los
relicarios. Eyaculan o lloran, desolados, sobre las inocentes tapitas de
cristal. Y la navaja se guarda en la funda de la ronda doméstica.
"Marcaron su frente con el sello de los servidores,
se postraron ante los tronos del momento y confiaron en ser salvados del
desastre. No bastó, no hubiera podido bastar. La historia fue escrita al revés.
Entrarán con antorchas en las grutas. Las crías caerán enloquecidas al guano,
aterradas por el ruido y la luz, y desaparecerán en las bocas de los insectos.
Será un nuevo fragmento del apocalipsis, el libro que es, en verdad,
inmediatamente posterior al génesis".
Gira y me mira con ojos como antorchas.
Lo sé. Es la hora del éxodo, miles de años después de la
hora del éxodo prescripto. Hay que migrar.
Siempre el omega fue más fuerte que el alfa. Podemos no nacer, pero es imposible no morir.
ResponderEliminarHermosísimo texto. En cada letra.Incluso en cada espacio.
he decidido liberar
ResponderEliminara las cuencas de sus ojos.
que estos florezcan aquí..
en tu blog.
caducos.
al son gris de esa danza
que estremece hasta
a las rocas
¿Quién es capaz de poseer estas palabras con las que nos golpeas en modo lluvia? Extraños textos socialistas ---- como de raíz de árbol. Raíz de soledad en el hueco (improbable) dejado por las redes de fuerzas. Un cansancio que envuelve como capullo. La regeneración cabe suponerla después del apocalipsis pero ahora tiemblan las cosas sólo al fondo. Nos van a quitar los reflejos, lo veo venir. Por eso se precisa esa palabra. Es dura tu palabra. De metal y óxido. De fábrica (¿sabes que pasé mi infancia en una fábrica, en una casita situada junto a su tejado?). Hay que blindar el alma, pájaro, pues se inicia la migra.
ResponderEliminarAbrazos-bi.
Éxodo. Compartir el temblor ante la esta realidad de cunicultor. Precisamente en esta difícil expresión provisional La carne es mi única certeza y aún así también me gustaría recobrar el origen, la infancia y el fango exorable para fijar los elementos esenciales. Noto unos dedos en mi nuca otra vez al leer-te-al-re-le y comprobar de nuevo una cerradura, cerrar los ojos, cerrar el vértigo.
ResponderEliminarno lo puedo expresar…
ResponderEliminarcuando llego a la palabra “prescripto”, ya al final, como concepto…pero se trata de cómo he escuchado todo desde el principio, desde un lenguaje que tiene “esa” hipnótica cadencia…
besar el aire de la noche colgada desde la membrana que recubre los demasiados grados de daño.
y nosotras, impresas en la ilación de los éxodos, nosotras, los “bebés de porcelana que estallaban al besar la hierba. Eran rompecabezas de bebés de cabezas rotas”.
no podemos dejar de sentir lo vivido en la colonia…