PÁJARO DE CHINA

jueves, 18 de octubre de 2012

ARIZONA





"La falta de agua enseña a pescar y practicar hechicerías"
Aby Warburg, El ritual de la serpiente




I.

"Separen a la hembra”,
sueño que ordena mi madre.
Me he escondido detrás de la puerta, 
dentro de un camisón pequeño, para oír.
Hace tanto frío.
Mi madre golpea el pecho de mi padre
con los puños cerrados de la crisis nerviosa.
En la hora desquiciada escupe la verdad.
Mi hermano ha grabado su figura 
en una placa de cobre 
de la que cuelga, tieso, un calendario.
Lleva un vestido de fiesta, es tan hermosa, 
un avión inclinado pierde el control en el cielo, 
es tan joven y alegre y el avión está a punto 
de estrellarse contra su cabeza. 
"Separen a la hembra", susurra mi madre,
que comienza a estar en todas partes.
Mi padre es una sombra en retirada.
Si mamá estaba cerca, 
sentíamos que no sucedería nada malo.
"Separen a la hembra"
decreta en la vigilia encarnizada
que media vida de insomnio me ha devuelto
mientras arde un vestido, un camisón, un padre,
una cabeza arde como si fuera la madera de una puerta,
detrás de la que pastan y engordan los secretos
que se comen a gritos a los niños helados.
El dibujo infantil ha durado siglos.
Reina para doler
entre los restos calcinados del avión.


II.

La hembra, separada,
avanza en línea ascendente, 
con su larga y altísima cola de caballo.
Trepa las escaleras con sus tacos,
recorre las terrazas cultivadas
para su inmolación.
El cielo es una placa de cobre,
los tributos brutales de mi cuerpo
se archivan en una sucesión de placas.
El ignorado dice "aquí estoy”,
habla el inadvertido hasta cortarme.
No es posible obedecer y ponerse a salvo”.
La hembra, desmembrada,
invita a su propio sacrificio.
Es un noble ejemplar.
Estudia, trabaja, vacaciona,
pule su diligencia en los gimnasios,
se diploma y ejerce los derechos
paridos duramente por su sexo.
La modernidad está contenta conmigo,
que no he sabido derribar la puerta
para escribir, despierta, lo que vi.
Veo a las madres colgarse sus medallas
con los estómagos repletos de hijos,
ávidas como las maquinarias de la industria,
las oficinas, las redes del comercio.
“No hay sacrificio sin complicidad”.
Pero dónde nos ponen y con quién nos dejan,
cuánto se tarda en salir de casa.


III.

Aquí nos encontramos,
donde es desierto,
arrojados
desde el cilindro bautismal
de la gran ola.
Con la carta marcada
estampada en la frente,
la estrella perturbada del pobrecito.
Estábamos electrocutados,
el lenguaje reptaba por la sonda,
caía en la bolsa sucia del drenaje.
Y en el desierto no hay escapatoria
(por eso los hombres construyen ciudades),
es un espejo volcado como un mar,
un espejo que borró sus marcos,
cualquier plan es inútil, se deshace,
lo único palpable es el cuerpo.
Tu cuerpo es tremendo
cuando decide
desertar.
“No nos mires”,
pedimos a mamá.
“No nos mires porque sufrirías”.
Ella ya está de espaldas.
Ahora somos lo que estaba al principio,
la sed que el dolor ha emancipado,
ha situado fuera de la ley.


IV.

Entonces fuimos libres
para elegir cómo invocar la lluvia.
Reemplazamos los rituales sangrientos
al pie de los altares familiares
por los adoratorios subterráneos,
convertimos a la criatura condenada
en la intermediaria de nuestro deseo,
salimos a buscarla para hacer
de nuestra excomunión una plegaria.
Salimos a buscar serpientes,
para mudar de piel al entregarnos
a su piel provisoria,
atamos cascabeles a nuestros tobillos
para que su cascabel nos escuchara.
Teníamos que enamorarnos de nosotros mismos,
hacer que el alma saliera de su agujero,
subirla como una lata de agua hasta los labios.
Nunca es seguro cuándo estamos listos,
el pasado arrastra su velo de novia,
me propone volver a convivir.
Teníamos que huir
de aquel lugar donde nos separaban,
erguir en el desierto la columna de nuestra soledad,
reconocernos en nuestra orfandad y celebrarla.
Abandonamos nuestras profesiones,
depusimos la voluntad de profesar.
Entonces fuimos libres
para decidir que, con nosotros,
se acabaría nuestra estirpe,
porque nosotros somos estas cosas.
Este pie, este papel, esta cuerda,
el modo de afinar un instrumento,
una declinación mínima y transitoria
de fuerzas que apenas podemos intuir,
los herederos de una casa
a la que hicimos viento
nocturno.  
Miramos cómo vuela lo desaprendido,
nos damos la mano para dejarlo ir.


V.

Me detuve jadeante ante el serpentario,
extendí mis manos hasta rozar los vidrios,
el pánico espoleaba la obsesión de tocarlas,
difería el instante de la consumación.
Aquí acunamos las serpientes,
las iniciamos en el culto de los misterios
al sumergir sus cabezas bajo el agua.
La esperanza es la hierba medicinal de este santuario.
Al lavar las serpientes nos lavamos la cara,
limpiamos los restos de la mugre bíblica,
Ellas habitan el subsuelo de los enterrados,
dormitan en las cuevas del inconsciente,
conocen el calvario del estigmatizado.
Es mío el gesto de purificarlas,
este desvío es mi patrimonio.
Mi hermano sube
del inframundo al desierto a dibujar
en la arena,
traza nubes de las que emergen rayos,
rotundos y obstinados como las pasiones.
Los rayos tienen forma de serpiente.
Ellas serán las mensajeras, ellas traerán la lluvia.
Las colocamos sobre esta superficie móvil,
donde no hay placa de cobre que sostenga
las certidumbres arrasadas de la infancia.
Reptan sobre los rayos, se impregnan de nubes,
absorben los puntos cardinales,
son la forma viviente de una carta,
reciben el dibujo, transfundido,
en el acto de desdibujarlo.
Desatarán el trueno al agitar
sus látigos de aros amarillos,
entregarán a la garganta del cielo  
nuestra sed
a cambio del relámpago.


VI.

“Lluvia,
los anhelantes bailan sobre el suelo seco,
se abrazan a sus animales consumidos,
velan sus frágiles semillas desperdiciadas,
ejecutan el último acto del ritual.
Somos nosotros,
los que te escuchábamos caer de niños
sobre un techo de lata,
los que nos ovillamos entre sábanas
con perfume a jabón, los tiernos inmortales.
Fuimos tan crueles con nosotros mismos.
Lluvia,
somos los hermanos
que solo ahora pueden verse cara a cara.
Maduramos hacia lo silenciado,
sin más amparo que el de nuestros pies.
Somos lo que negaron y finalmente se desata y cae,
como una lluvia.
Por eso, lluvia, cae,
cae y toca estas cabezas vendadas”


VII.


Alzaron las serpientes como si fueran ellos recién nacidos y las extendieron cuidadosamente con sus manos, a la altura exacta de sus ojos. Era esa la altura de sus terrores. Apoyaron el inicio y el fin de las serpientes sobre sus hombros, para concentrarse en la extensión del cuerpo donde no hay cabeza ni cola con cascabel. Cerraron los ojos e inclinaron el rostro. Se quitaron, inmóviles, todo eso que existía en ellos por detrás y debajo del rostro, guarecido entre músculos y órganos. Parecían dormidos. Lo condujeron hacia arriba y hacia adelante, hasta posarlo sobre el piso de la lengua. Todo eso que existía en ellos se concentró en la punta de la lengua y les entreabrió la boca, suavemente, listo para abandonarlos. Se extendió sobre sus labios, como el polvo que cubre las construcciones demolidas. Tenía que convertirse en la carne del dibujo que ya estaba dentro de las serpientes, ser la materia de una invocación.

Exhaustos de demoler, deseaban, con todas sus fuerzas, que lloviera. Parecían dormidos todavía cuando besaron el cuerpo de las serpientes, lo colocaron dentro de sus bocas y todo eso que existía en ellos migró a ese cuerpo que llevaba, en su interior, un dibujo. Razonablemente, hubieran debido morir entonces, vacíos de todo eso que existía en ellos, sueltos de todo eso que era ahora un corazón que bombeaba deseo a los trazos estables de un dibujo que antes había sido de arena.

Pero, contra todo pronóstico, tomaron las serpientes que habían besado y colocado dentro de sus bocas y las llevaron entre sus brazos, como sonámbulos, hacia la línea donde comenzaba la llanura. Las serpientes parecían dormidas. Allí las dejaron y allí se quedaron hasta que las serpientes comenzaron a moverse, a reptar, y se alejaron y desaparecieron entre cactus.

Mi hermano sonrió, retrocedió y buscó mi mano. Entrelazó a tientas mis dedos con los suyos y cuando giró sobre sí mismo para mirarme tenía los ojos verdes de mi hermano más verdes que yo hubiera conocido, sus últimos y definitivos ojos verdes a la altura exacta de todo aquello que habíamos temido, que habíamos besado después de demolernos y que comenzaba a empaparnos las vendas vuelto lluvia. Las vendas las colgamos de los cactus, que parecían despiertos, solos y erguidos bajo el temporal.  
  





4 comentarios:

  1. ...la madre grita o susurra. sobrevive. ya es un milagro. cómo no vamos a perder nuestro equilibrio. la hipersensibilidad, la tensión mental... montones de descrédito sobre todo el arte moderno...la mujer como contenedor, como in vitro para salvaguardar ególatras genes... vientres de alquiler en el siglo XXI. la mujer más que nunca una industria, un objeto.

    ...la lectura de ARIZONA me da algo increíblemente sano, mi trastorno, lo contrario de escape, es, después de un día de hacer cosas, una manera de entrar en contacto con alguien que toca mi imaginación, mi vida.

    mientras se escribe, se deshilachan las vendas que cubren los dedos dañados, la necesidad biológica, el único organismo que tendrá que tirar de ti, mientras salimos a salvo de la isla de Kreuzlingen...

    me encantan los poemas que miran a la larga y oscura noche que rompe la puerta, intensas en nuestro extravío, dulce, significativo, cardinal. leer. lo ilumina todo...y luego entonces semicorcheas, hasta el infinito...

    en beso en NOCHES ASÍ...

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  2. Entiendo de ese encuentro de hermanos, bautismalmente solos, con ojos que ven.
    Cuando explicar, culpar o justificar ya no es relevante.
    Cuando se ha dejado de ser "en virtud de" y se es en libertad.
    Besos, amorosa.
    Te quiero.
    V.


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  4. Incendiaria, rotunda y magnífica. Como siempre.
    Y eso deseo y espero para lo que nos quede.

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