PÁJARO DE CHINA

jueves, 7 de mayo de 2009

EL MUNDO DE FELIPE

El mundo de Felipe es un círculo perfecto, tan perfecto como el círculo (lamido, acariciado y resueltamente protegido por sus patas) de una pelota verde. La línea que dibuja en el aire la pelota verde de Felipe podría parecer una línea recta, pero no lo es. Todas las líneas aparentemente rectas del mundo de Felipe viven y vibran en verdad dentro de un círculo, el círculo lúdico e invulnerable de su mundo.

Felipe fue rescatado del fondo de un canil, con unas semanas de vida. Una multitud de cachorros le saltaban encima, quizá sin reparar en su existencia. Felipe estaba en el fondo, en el centro. Se ubicaba ya en el centro exacto de su círculo. Tenía la suavidad extrema de los cachorros. Todavía la tiene. Todavía huele a colonia de bebé y habita una infancia interminable.

Dicen que cada año de vida de los perros equivale a siete. Pero los años de vida de Felipe no pueden medirse con los parámetros precarios del calendario occidental. En Felipe no hay lógica binaria, sucesión de estaciones ni avance sostenido. El mundo de Felipe se sostiene en el aire como una burbuja. Así de circular, indemne al paso de los días.

Generalmente la infancia es una etapa de la vida. Pero la vida de Felipe es una infancia perpetua. Desde el principio pudo sospecharse, legítimamente, que no le hacían falta las palabras. Pero Felipe también ha prescindido de la madurez, en sus diversas e inútiles acepciones. La madurez se revela para Felipe como un estado absolutamente prescindible. Es más: cualquier atisbo de madurez atentaría oscuramente contra las reglas de su mundo, estrictamente circular.

Felipe, como el historiador anhelado y encarnado por ese historiador que se perdió en los pasajes de París, es un trapero de la humanidad y un coleccionista de despojos y restos de objetos, que atesora como las posesiones luminosas de un reino entrañable. Despedaza sus objetos para ver qué hay en ellos y reconstruirlos. Abandona algunos por un tiempo, para (después de un tiempo) volver a buscarlos. Con sus objetos, auténticos juguetes, Felipe ejercita su ocupación central: jugar en solitario.

Con la punta de la trompa empuja la pelota verde, para salir a encontrarla. Con un ímpetu digno de las mejores causas revolea en el aire los pedazos de un muñeco deshilachado, simplemente para verlo aterrizar y recomenzar el juego. El muñeco de Felipe es un objeto singular: un pequeño círculo de felpa naranja a modo de cabeza, delimitado por una serie de trenzas que originalmente fueron excesivamente prolijas y hoy están prácticamente destrozadas. Cuanto más destripado está el muñeco, mayor es la satisfacción de Felipe en su contacto.

Felipe no ejecuta ninguna tarea domésticamente funcional (y, mucho menos, socialmente útil). A ningún observador lúcido de su temperamento se le ocurriría, por otra parte, asignarle alguna. Duerme plácidamente en la punta de la cama, después de un sonoro e invariable suspiro; come sus piedritas mágicas (esas que encierran todos los secretos de una buena dieta en un círculo comestible tan perfecto como el de su mundo), tomándose el trabajo de sacarlas del comedero plateado y esparcirlas cuidadosamente sobre el piso de la cocina, en la proximidad de un ser humano, y no le importa en lo más mínimo la mirada del otro.

Esta lista ortodoxa de actividades diarias es, por demás, engañosa. Recordemos que, siendo el mundo de Felipe estrictamente circular, obedece a un principio inflexible según el cual todo lo que empieza, termina en el mismo sitio.

Ese sitio es el beso. El beso es la pulsión vital de Felipe, el acto capital de su existencia, su oficio incansable. El beso de Felipe surge de una reserva secreta e inexpugnable, a la que ni siquiera el dolor físico podría extinguir. En una semana memorable, surcado por sondas e inmóvil en el centro del padecimiento, Felipe besaba no obstante en cámara lenta, dedicándole al beso los últimos restos de fuerza disponibles. Con una devoción conmovedora, Felipe se entrega a la tarea de besar sin cálculo y sin red.

Y su beso no es un acto reflejo. Es, por el contrario, la cifra más alta de la voluntad, el corolario exacto de su libre albedrío. No besa para obtener, ni para compensar. Besa eligiendo el beso como se eligen los mejores regalos, aquéllos definitivamente ajenos a las leyes del mercado. En el instante preciso de su beso, me atrevería a decir que no existen la pelota verde, el muñeco destripado ni las piedritas mágicas.

Respecto del mundo de Felipe, me atrevo sólo a aventurar, a conjeturar sus modos. Sospecho que no guarda recuerdos como anclas, con contornos de mapa. Es posible que asalten su memoria fragmentos de imágenes, restos de sueños y pistas de deseos perseguidos con el hilo infalible de su olfato. Sólo eso me atrevería a decir, porque el mundo de Felipe es, básicamente, un misterio. No sólo porque ha prescindido del lenguaje, lo que automáticamente pone a Felipe a girar en su propia órbita, sino porque sus razones son indescifrables. ¿Qué puede a mover a un ser de otro reino a entregarse al beso y al juego como labores primordiales, en cualquier circunstancia, desde la salida del sol hasta que cae la noche? ¿Qué puede conducirlo a esa entrega con el afán y la perseverancia de los héroes de guerra, de los amantes condenados, de los jugadores que siguen apostando cuando han perdido todo? ¿En nombre de qué credo se ejercen esas actividades profanas hasta transformarlas, por derecho propio y con soberana autarquía, en pasiones?

No lo sé. No lo sabré nunca. Sólo sé que el mundo circular de Felipe ha reconocido, hasta el día de hoy, una única y poderosa amenaza, que lo hiere en una mitad: cada uno de mis dolores, que, como ladrones imperdonables, se llevan con ellos (y no sé a dónde) la mitad lúdica del mundo de Felipe, para dejarme (incondicional y estoica) la mitad del beso.

Cuando algo me lastima, Felipe deja de jugar y se concentra, como un adivino de otro reino, en la otra mitad de su círculo. Con la mitad del beso, salimos con Felipe a la caza de la mitad del juego, que es el único antídoto contra el dolor.

Este es un comentario que Cristino le dictó desde la fragata violeta a su papá, que mira a la tecnología desde lejos (como a tantas otras cosas, por eso lo quiero tanto) y a quien continuaremos persiguiendo con Feli y sus hermanos para que se asuma como hombre que escribe y publique sus textos: “Qué bueno tener noticias de mi amigo Felipe. Me da gusto que esté tan bien y haga tanto bien. La próxima vez que baje a un puerto pasaré por su casa a darle un abrazo y jugar un rato. Estoy seguro que a mí me va a prestar un rato su pelota verde. Cristino”.


Fotografía: Felipe en su primera casa.

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