Ella se dijo que esa mañana se sentaría frente a él y le diría lo que hacía tiempo le anudaba la garganta. Se perfumó con la colonia que guardaba en el ropero y se puso el vestido que no había estrenado todavía. Dudó antes de elegir los zapatos. Tenía solo dos pares. No había muchas opciones, pero el tiempo de una decisión no depende de la cantidad de oportunidades. Los de taco alto se le llenarían de barro, porque estaba lloviendo. Los de taco bajo también, pero no dejarían tan a las claras que se había preparado con tanta premeditación para el encuentro. Se pintó los labios con un lápiz que había comprado el día anterior. Uno caro, que excedía largamente su presupuesto. Rojo carmesí. Se preguntó si parecería una atorranta con ese color en la boca. Se pintó y se despintó los labios varias veces, para ver el efecto. Sin rouge el cansancio se notaba todavía más, así que convirtió su boca en una fruta. Miró el reloj. Estaba retrasada. No quería que le marcaran la llegada tarde y no quería inhibirse, otra vez. Se puso el impermeable que había sido de su madre, cerró la casa, acarició al perro pidiéndole que le deseara buena suerte y salió corriendo por la calle de tierra. Casi se resbala antes de llegar a la estación. Había juntado el coraje pero al coraje lo sobrepasaba la ansiedad. Se había olvidado el paraguas y subió al tren empapada, con el pelo chorreándole sobre el impermeable que le quedaba demasiado grande. Controló el horario y el vagón. Lo buscó desesperadamente con la mirada. Tenía que hablarle por primera vez y decirle que lo amaba, aunque nunca hubieran intercambiado una palabra. Se sentó frente al asiento que él ocupaba cada día, pidiéndole a Santa Rita que apareciera. El tren estaba a punto de arrancar y ese asiento lo ocupó una chica joven, que acunaba un bebé. El tren arrancó y ella se secó una lágrima con el dorso de la mano y se corrió el rouge. Nunca volvió a verlo en ese trayecto en tren que recorrió durante las dos décadas siguientes, hasta la fábrica.
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