Soy la última boca, la que cierra el desfile. Asisto cada día a la cola interminable de idiotas que vienen a meter su mano dentro de mí. Si por cumplir la leyenda fuera, la humanidad que ha probado mis dotes adivinatorias y mi función de impartir justicia sería, desde hace cuatro siglos y medio, una corte de mancos. Dije que soy una boca pero en verdad no sé qué soy. Un inmenso medallón de mármol con la cara de un hombre de rasgos perforados, colgado en el pórtico de una iglesia. Un hombre que pudo ser un fauno, un oráculo o un dios pagano. Un medallón que puede ser los restos de una fuente o de una cloaca. Pero he sido reducida a una boca que arranca la mano que la invade o la perdona, dependiendo del apego del dueño de esa mano a la mentira. Perdono siempre y debo ser como la boca que los creyentes esperan al final del camino: una boca piadosa que comprenda sus pecados y no los mutile por haberlos cometido. Me perdieron el miedo y vienen para sacarse fotos. Creo que a la única que asusté de verdad fue a Audrey Hepburn, pero solo porque Gregory Peck hizo muy bien el truco. No se engañen. Son todos unos mentirosos. Mienten a los demás y se mienten a sí mismos. Fue así en mi época dorada y así será en la de sus hijos. Han convertido mi época mitológica en un carnaval desangelado y a esta iglesia en un vulgar parque de diversiones, aunque en el fondo no hay tanta diferencia. A cada época la sostiene su mentira. Quizá esta noche vuelvas a tu cuarto de hotel, agotado por los imperativos del turismo, y caigas rendido sobre una cama que no te pertenece. Quizá sueñes y en tu sueño se filtre la peor mentira que hayas dicho. La que costó a su víctima la pérdida de un puesto, la confianza en el amor o, lisa y llanamente, su módica capacidad para sobrevivir. En el sueño verás nítidamente el efecto de tu mentira. En el sueño aullarás y te morderás desesperadamente la mano para soportar los latigazos de la culpa. Y cuando te despiertes, relajado y dispuesto a emprender el nuevo día, irás al baño y al lavarte la cara aullarás como aullaste en el sueño y verás espantado, nítidamente recortado en el espejo, tu muñón.
Mariel, querida, esos que apuestan y pierden, tú sabes, es por puro amor a las letras, para tomar cuanto les es posible del ilustre 'manco de Lepanto'. Sólo que ellos ven molinos y cuentan gigantes: es lo más cerca que pueden llegar de Cervantes.
ResponderEliminarY como decía Edmond de Rostand, esos molinos, en su eterno girar, les pueden proyectar hacia el cielo, o lanzarlos con rabia hacia el barro...
Gracias por contagiarnos de tus verdades... Un abrazo
Ciertamente es bastante penosa la cola que se suele formar… gentes enmapadamente perdidas en la necesidad de fotografiarlo nada. Yo cuando voy con alguien que me ha venido a visitar le coloco en la verja metálica que está a la izquierda de la boca, le hago meter la mano por ahí, y con un penoso trucaje visual meto la manota inmensa en la boca, tapando a los sonrientes cadáveres turisteantes… como para morder una mano que en escala podría hacerle añicos de un puñetazo, jeje.
ResponderEliminarSalud.
Susana: Ojalá las aspas de los molinos arrojen a unos cuantos al barro, ¿no?. Besos que giran y giran.
ResponderEliminarBash: Puedo imaginarme muy bien la escena. Debés estar como protagonista involuntario en muchas fotos de japoneses. Besos que muerden.
El muñón de la verdad infernal condenada al exilio por la mentira.
ResponderEliminarEl mundo es un muñón.
Shhhhhhh, Portinari lo ha dicho todo en una línea. "El mundo es un muñón".
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