Prometo ser una chica respetuosa de los mandatos explícitos y tácitos de mi reconocida familia acomodada. Caminar erguida por la Quinta Avenida sin que el viento me alce la pollera y mostrando las piernas lo suficiente como para seducir, sin agitar. Prometo no defraudar las expectativas depositadas en mí, mantener un matrimonio armónico y estético y ser una profesional respetada. Pero no sé. Puedo dudar. Astillar los mandatos y echar llave a la puerta de mi casa de origen. Subirme al metro y bajarme en la última estación. No bañarme. Oler mal. Dar un poco de pena y bastante vergüenza. Perdón. Prometo fotografiar estrellas en ascenso y auténticas celebridades. Que mis fotos alcancen la sedosa portada de las revistas de moda. Qué me pasa. No estoy muy segura. Me puedo arrepentir y salir a la caza del desvío, áspero como el papel de lija. Mezclarme con enanos, pordioseros y nudistas. Rendirme ante gigantes, borrachos y exhibicionistas. Hacer todo lo que no me dejaron hacer. Masturbarme con la ventana abierta. Besar al monstruo a puertas cerradas. No está bien, no puedo seguir así. Prometo acomodarme el vestido y limpiarme los zapatos. Cepillarme el pelo. Visitar regularmente a papá y mamá. Buscar un punto de equilibrio en el que la infancia no me asfixie y pueda respirar en una patria feliz. Pero tiemblo ante los minusválidos y quiero visitar a los esquizofrénicos. A los niños de cromosomas alterados y las bestias bípedas del circo. Me atrae el borde y lo que se exilió del centro. No te fíes de mí. No creas en lo que te digo. Cuanto más te diga, menos sabrás. Como afirmó San Agustín hablando de su amor hacia Dios, yo soy dos y estoy en cada una de las dos por completo. Pero no tengo Dios. Estoy sola. Voy hacia donde están los que están más solos que todos los demás y dejo que me miren a los ojos y pulso el disparador cuando siento el golpe en la boca del estómago. No tengo paz. Yo soy dos, ya te lo dije. En consecuencia, ellas dos, las que estás viendo, posiblemente no sean dos, sino cuatro.
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