PÁJARO DE CHINA

lunes, 17 de agosto de 2009

LA DECISIÓN DE ATGET

Eugene Atget, Almacén - Avenue des Gobelins, 1925

Eugene Atget podría haber minimizado, al disparar su cámara, el reflejo en el cristal de la sastrería. El reflejo de la antigua fábrica de tapices de gobelino de París al otro lado de la avenida y el árbol de la calle. Pero no lo hizo. Si no existiera el reflejo en esta imagen, vería a un conjunto de autómatas etiquetados e individualizados según su precio, es decir, vaciados de sentido. Transeúntes-objeto que jamás cruzan sus miradas, con sonrisas marcadas como una mueca indeleble y espantosa. Un muestrario de la modernidad parisina y su fetiche de la mercancía. El maniquí decapitado en el centro de la escena representaría crudamente el vaciamiento del sujeto y su conversión en mero consumidor que carga al objeto con la intensidad de su deseo (de compra).

¿Por qué Atget decidió conservar el reflejo, modificando radicalmente esta fotografía? Atget no era un "artista". Era un fotógrafo ambulante que empuñaba una cámara arruinada de fuelle y placa de vidrio a primeras horas de la mañana, para documentar una ciudad sin personas por encargo de pintores de estudio, anticuarios, bibliotecas y archivos. Había querido ser pintor y había fracasado. Había integrado como actor una modesta compañía teatral de provincia, pero nunca le daban un buen papel porque era feo.

Al no borrar el reflejo, Atget preservó la naturaleza y el pasado, impresos en el cristal y metidos dentro de la sastrería. Insufló vida a los maniquíes solitarios. La vida permanente del tronco y el follaje que se renuevan según el ciclo de las estaciones y la vida inestable e irreversible de los recuerdos, que se encadenan para formar una historia. No permitió que los autómatas naufragaran en el puro presente del escaparate: los protegió con lo que queda y lo que nos precede. El horror de la decapitación cede paso a una imagen en la que la cabeza se abre hasta desmaterializarse, para ser habitada por el tiempo. El árbol y la vieja fábrica de tapices bien podrían haber salido de esa cabeza intensa hasta la invisibilidad, o estar entrando en ella para dotarla de sentido.

Atget me dice que, sin la naturaleza y sin mi propia historia, no soy más que un triste maniquí de vitrina, de boca sellada y vestimenta uniforme. Los maniquíes tienen la rigidez de los cadáveres. Sin el árbol y la vieja fábrica, soy una autómata sin identidad. Es paradójico que en la imagen de Atget el presente moderno parezca estar muerto (detenido en pleno movimiento) y el árbol y la fábrica parezcan moverse, aunque materialmente sea imposible.

Debo mirar alrededor y mirar hacia atrás para estar viva. Es la estabilidad animal y vegetal de la tierra y esa construcción personal y social leída como historia lo que transforman la amputación mental en usina de significados y sueños.

La primera vez que vi esta foto pensé: "Atget conservó el reflejo porque tenía miedo de morirse". Después supe que durante casi treinta años también sacó fotos no profesionales de los rincones urbanos en los que ningún cliente estaba interesado y conservó (como conservó el reflejo) esas fotos privadas. Como no tenía automóvil, cargaba su pesada cámara y caminaba por la ciudad. La penetró caminándola. No existe otra manera. Por cada foto vendida ganaba una miseria. Las revelaba en el baño de su casa y no les atribuía el más mínimo valor. A su vecino Man Ray, que descubrió sus fotos y se las pasó a los surrealistas, le pidió que por favor no incluyeran su nombre en ellas, porque eran solamente "documentos".

Se murió detrás de su mujer, por causas no identificadas (la tristeza puede ser una de ellas). En sus últimos años lo angustiaba que ciertas cosas de la ciudad desaparecieran. Había comenzado a indicar los elementos que estaban en sus fotos y que ya no estarían, como testimonio de esa inminente desaparición.

Salgo al balcón, cierro los ojos y me tomo la cabeza entre las manos. Como Atget y como tantos otros, yo también tengo miedo de morirme. Entonces, con los ojos cerrados, paso la palma de las manos por las hojas de las plantas que resistirán este invierno y también por las plantas que esperan para abrirse en septiembre. Pienso: "Òscar, a quien nunca vi pero ya he visto, hace lo mismo pero con los pies". Vuelvo a la cocina y miro mis lápices y mis cuadernos. Una pila de libros viejos y marcados. Los platos y los vasos en los que como y bebo desde hace tantos años. La mesa que ha sobrevivido a las mudanzas. La taza amarilla, rajada y con el asa rota, que usaba mi padre.

Todo esto que veo no está afuera, sino dentro de mí. Está en la cabeza del decapitado de la sastrería y es el reflejo en el cristal de Atget.

7 comentarios:

  1. Sintonía. Los reflejos - el afuera de la naturaleza y sus ritmos, el afuera de los objetos de melancolía, el afuera de las voces de la tribu... todos los afueras de esa cabeza decapitada. Salgo a la calle para captar reflejos y salir de los infiernos en los que a veces me meto. Veo reflejos y sonrío (así es uno de idiota).

    Me gusta que digas:"No permitió que los autómatas naufragaran en el puro presente del escaparate: los protegió con lo que queda y lo que nos precede". La imagen de la ternura hacia los objetos mecánicos ( o inertes) siempre me ha interesado. Las cosas que nos rodean se cargan como baterías emocionales con nuestro cuidado (pero ya hemos hablado de esto en otroas ocasiones). No tengo claro qué pensar de lo que sucede cuando rompemos un objeto - una papelera, un cristal, quemamos un coche...en cierto modo también estamos cargando ahí nuestra vida de reflejos y no siempre son negativos. Quizás es que las cosas son capaces de responder a nuestra violencia con ternura como, dicen, sucece con los animales ( y las madres, sic).

    Toquemos las cosas con los ojos o con las manos. Yo no creo que el mundo cambie porque miremos tiernos a las cosas o ellas nos miren a nosotros. Pero la droga no es menos necesaria por mentirosa.

    ¡Salud!

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  2. Bicefalina, es precioso lo que decís, eso de salir a la calle a captar reflejos para escapar de tus infiernos. Y que las cosas se cargan como baterías emocionales con nuestro cuidado. No había pensado qué les sucede cuando las rompemos. Quizá lo acepten con ternura, como los perros, sí (de las madres no me fío demasiado). Porque saben que rompemos una parte de nosotros mismos. Acariciar con los ojos, sí. ¿Hay gente que mejora con los placebos, no? Hay gente que se cura porque cambia su forma de mirar, eso lo sé.

    A mí me hacen muy bien nuestras sintonías. Salud, compañero.

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  3. Me encanta Atget. Por otra parte creo que no se pueden dejar los reflejos de lado, dicen que es lo más cierto que existe y que los dona el sol.
    Bien por la diferenciación de "artisssssta" con fotógrafo de oficio. Creo que ahora se mezclo un poco todo y no hay oficios o todos se agarran del arte cuando no saben bien que hacer (eso es gracias a la abstracción, ja,).
    Me encanta este blog!

    Saludos desde Mundo Aquilante!

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  4. Mariel, aún tengo en la pila cercana de libros el de Millás, del que te hablé no hace mucho, y en el que cuenta el mundo que habita en cada fotografía. Tu entrada de hoy me ha recordado a este Millás que admiro y que cuenta mundos en los que meterse como en un saco de dormir. Mariel toma su verbo intrépido, encuentra la imagen que le habla del mundo en el que se despertó o en el que le costó (no)dormirse, y nos lo sirve en tazas, quizás amarillas, humeantes de calidez. Tu foto, la que hoy cuenta tu mundo, me ha recordado inmediatamente a la de la portada de Millás: las maniquíes, desnudas, de un escaparate. Y dice:

    "(...) es un respiro tropezar con la fotografía de un escaparate. A mí me gustaría, en vez de salir de escaparates, vivir dentro de uno (que viene a ser como transformarse en valium en lugar de tragárselo). (...) Estoy dispuesto a renunciar a todo, incluso a los genitales, como las chicas de la imagen, que a cambio tienen alma; no hay más que ver su expresión para comprender que poseen un alma pequeña con la que no hacen daño a nadie. Yo quiero tener un alma así, para no hacer daño y para que no me lo hagan. Y si hay que prescindir del recto, de los uréteres, del sistema linfático, incluso del páncreas, renuncio a todo eso".

    Tu escaparate tiene un alma tan grande, Mariel, que me ha invadido esta tarde. Lleno de reflejos, de un pasado rotundo y de muchos muchos árboles, que procesan lo feo para fabricar oxígeno. Como el que tú das con tu alma de árbol sabio. Veo de nuevo la portada de Millás, y sé que estabas ya aquí. Y que no te tomabas la cabeza sólo con tus manos. Manos de árbol, de jirafa o de taza amarilla. Manos que, cuando se necesita, vuelan como pájaros, que para algo aprendieron contigo...

    El texto es muy bueno. La elección de la foto, fantástica. El escaparate del centro de China, los múltiples reflejos en el cristal del pájaro, son soberbios, imprescindibles. Porque cuidan el mundo como Atget vigilaba su ciudad.

    Besos de árbol.

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  5. queridísima mariel,

    tu texto es magnífico pero eso quien lo lea ya lo sabe.

    el texto se destila ahí.

    ¿dónde el miedo?. dónde carajo... sigo luego...

    besos,
    òscar.

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  6. Mundo: Cuánta razón, agarrarse del "arte" y llamarse "artisssssta" (¡gracias, abstractos, o asssstratos, mejor!). Los reflejos los dona el sol ... es verdad. Sos correspondida. Abrazo Aquilante y Pájaro.

    Susú: Renunciar a todo, menos al alma chiquita del maniquí. Ser un valium en lugar de tragárselo. Susú-Valium. Me meto en tu mundo como en un saco de dormir. Sí, quisiera tener manos de jirafa. Y de taza amarilla, que bien sabés. Nos cuidamos entre las dos. Besos hechos de reflejos.

    Querido Oscar: ¿Dónde el miedo? Atrás, atrás. La cámara lo disolvió, disparó y le dio en el centro y lo hizo humo. Y es el miedo el que dice "ay, carajo, no doy más". Besos reflejados en los cristales de tus gafas y en los de la gafa parida/pintada entonando el DO.

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  7. Hola Mariel, estaba buscando en google fotos de los maniquíes de Eugène Atget, cuando por casualidad abrí tu blog y vi que habías escrito esta reflexión.

    Te hará gracia saber, que justo con la misma foto que pusiste en la cabecera, yo me inspiré para hacer un poema. Lo más curioso de todo es que fue el 4 de agosto de 2009, apenas unos días antes de lo que tú escribiste aquí.

    Ha pasado más de un año, pero será bonito que ambas creaciones permanezcan juntas, bajo la misma foto que las posibilitó nacer.

    Aquí te dejo pues, mi poema. (Lástima que este formato distorsione los versos.)


    Los Maniquíes de Atget


    Ahí estaban ellos,
    erráticos vendedores de sonrisas inmortales,
    perfectamente dispuestos al otro lado del escaparate,
    al otro lado del gran ventanal desde el que imitan posturas,
    posturas suaves, delicadas, de inabarcable elegancia.
    Ellos sólo son actores,
    emuladores ambulantes de tendencias ya anticuadas,
    como los precios que adornan sus solapas.
    Son perfectos conocedores de su oficio, maestros eruditos,
    ni siquiera les hace falta tener cabeza, para lograr su objetivo
    -que las miradas perciban el gusto de su figura
    y las carteras revelen sus íntimas formas por conquistar ese gusto percibido-.
    No es fácil custodiar día y noche la misma habitación
    ni mostrar alegría y simpatía rodeado de tanta soledad,
    no es fácil reflejar sensibilidad y movimiento cuando ni siquiera estás vivo
    ni tener proporciones humanas cuando estás hecho de plástico o de látex,
    no es fácil mantener la mirada fija a la ciudad
    ni poder descansar en una cama porque tu vida es trabajar, erguido.
    ¡Cuánto tengo en común con estos maniquíes!,
    hechos por el hombre a su imagen y semejanza,
    semejanza que trasciende la imagen, semejanza que trasciende la palabra.
    No puedo asegurar quién es el verdadero observador, si ellos o yo,
    ni cuál es el verdadero escaparate, si mi vida o la suya,
    porque a ambos lados del ventanal encuentras soledad
    y cuerpos con precios colgados del cuello,
    vendedores carismáticos y compradores pervertidos,
    expertos disimuladores que viven posando como si su vida fuera una película americana,
    gente sin cabeza, aparentemente inhumana o completamente loca,
    galanes con exquisitos trajes pero sostenidos por un palo de madera,
    ¡dinero!, en ambos lados, todo se mueve alrededor del dinero.
    Poco a poco me va pareciendo más sospechosa esa sonrisa en sus caras,
    quizás porque ellos saben mejor que nadie que la vida es un continuo escaparate,
    que no importa estar quieto o permanentemente caminando,
    cada uno de nosotros tenemos algo que vender.
    Nuestra mirada no hace más que reflejar aquello que vemos,
    no esperamos ver una cartera,
    pero si un comprador.


    Manuel Insa.

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