PÁJARO DE CHINA

sábado, 14 de agosto de 2010

FRAGMENTOS DEL COMERCIO AMOROSO



No confíes en la música de Francis Lai.

Ellos podrían reformular el dogma lacaniano "amar es dar lo que no se tiene a quien no es". Podrían decirse: "creer amar es mostrar y negar al otro lo que quiere, para que nos muestre y nos niegue lo que necesitamos". Él es un burgués viudo y adinerado; ella, una mucama supuestamente virgen, muchísimo menor. Lo que podría haber sido una inofensiva versión del trillado topos literario "trueco bienes por juventud" (y a la inversa), es en manos de Luis Buñuel una radiografía implacable del sadomasoquismo inherente a las relaciones asimétricas.

Nuevamente, en Ese oscuro objeto del deseo, el placer está postergado. No es ahora el placer de comer, como en El discreto encanto de la burguesía, sino el placer sexual. Todo en el film gira en torno al aplazamiento indefinido del coito, jalonado por la promesa invariablemente incumplida de su consumación. Ella sentencia: "no me quieres a mí, quieres lo que no te doy". No se equivoca. Lo que una mucama tiene para dar es su sexo fresco y, en cuanto lo haga, corre el riesgo de ser usada y tirada como un juguete. Entonces juega, sádicamente, a ofrecer una mercancía que nunca entrega. 

A cada ofrecimiento de ella, él redobla el regalo de billetes. Los dobla, los mete en un sobre y se los entrega a una madre católica militante de misal y rosario (parte de la piñata religiosa de rigor), que los recibe como un acto de caridad cuando se trata de un acto de comercio: esa madre, que no sale de la iglesia, está vendiendo a su hija. Ella, que es la hija traficada, comparte el botín hasta alcanzar la casa propia. La historia podría acabar allí, pero se trata de Buñuel: todo pacto tiene un origen de violencia y se renueva ad infinitum, para desarrollarse sin llegar a ninguna parte.

De hecho, los personajes se desplazan todo el tiempo y él cuenta la historia de una ruina (que supuestamente ha quedado en el pasado) sobre un tren, a una audiencia en la que todos se conocen y cumplen acabadamente con su rol: el juez, la bobalicona madre de familia y un enano ilustrado, profesor de psicología (que cita el inconsciente -afirmando que nunca funciona por azar- y es el único al que el relato no conmueve, porque parece conocerlo de antemano).

Es el tren de una fuga hacia adelante que sólo la muerte podría detener. En verdad no hay pasado y tampoco hay futuro, sino un movimiento constante que equivale a la atrofia. Estamos anclados en la inflicción del daño. 


Ella lo sigue y de su mano accede a una vida que de otro modo no podría tener. No sólo le gusta castigar, fajando su pelvis con un corset impenetrable que él intenta desanudar desesperadamente, sino que la castiguen. Quiere acción. Quiere que él le pegue hasta hacerla sangrar, que no sea un cordero humillado sino un macho experimentado que lleva las riendas.


Y le encanta devolver el golpe, exhibiendo su sexo ante el macho degradado a voyeur, cuando baila desnuda para excitación de los turistas o fornica alegremente con un joven músico, del otro lado de la reja de la casa que su patético macho le compró. No hay forma de traspasar esa reja, de acortar la brecha, de suturar la herida original y reconciliarse (una afirmación tan rotunda como desencantadora que Buñuel llevará hasta el límite en Viridiana, en la bacanal de los desposeídos).


En el inicio del film, un mayordomo muestra unas bragas húmedas, un almohadón ensangrentado y  un par de zapatos abandonados en la huida. Son los hijos de una seducción traccionada por el miedo. Si en ese inicio ella intenta subirse al tren en el que él escapa para recibir un balde de agua fría en la cabeza, al final es él quien descubrirá que ella ha conseguido subirse al tren y le vacía, en la cabeza, un balde de agua fría. Y la alternancia de golpes, y del papel de víctima o victimario, podría continuar, bajo múltiples formas, sobre múltiples trenes. Porque Buñuel no filma círculos ni bucles, sino esperpénticas obstinaciones en cadena. 

Es un cine de una máxima economía de recursos, donde cada objeto se impone con la potencia extraordinaria de lo físico: una mosca ahogada en una copa es una-mosca-ahogada-en-una-copa y un ratón atrapado en una trampa es un-ratón-atrapado-en-una-trampa, aunque funcionen, además, como metáforas de la captura de la presa.

Cuando Buñuel los muestra, sentimos que no hemos aprendido a verlos: que no sabemos mirar un ratón ni detenernos en el misterio intraducible de una mosca (parte de ese mundo de los insectos que Buñuel, el entomólogo social que quiso ser entomólogo a secas, adoraba y también incluyó, como fetiches, en su cine), aunque nos calcemos unas gafas ridículas para asombrarnos en la contemplación de superficie de una cinta en 3-D.

La asimetría que incuba la obsesión y la dependencia afectiva no radica sólo en la diferencia de edad, sino también de clase: está infectada del morbo que incita al patrón a empernarse a la mucama.


Esa fractura social, parece decir Buñuel, es el origen violento del pacto, que sólo puede engendrar, a su vez, violencia. Por eso la "banda de sonido" del film es el ruido casi permanente de atentados terroristas, como un bajo continuo en sordina. Ella podrá ser la encarnación de Pandora, Salomé, Lulú o la mujer fatal prerrafaelista. La caja de la que emergen, como caramelos envenenados, todos los males de este mundo, tal como lo quiere el patriarcalismo cristiano. Podrá maquinar con la astucia de Cleopatra o la marquesa de Merteuil, pero nunca dejará de ser una mucama y portará esa marca como un estigma.


El "otro" es alguien que jamás podremos conocer del todo y del que sólo podremos ver, con suerte, algunas partes, como el cabello o los pies que a él le es permitido tocar a través de la reja. Que ella sea interpretada por dos actrices (la serenísima Carole Bouquet y la ignífuga Angela Molina) es de una precisión dolorosa y no sorprende. Podría ser interpretada por cinco, o por diez. El encuentro con el "otro" no es sino un asedio. La violencia del pacto fundante no hace sino alejarnos más, más todavía.

No confíes, te dije, en la música de Francis Lai.

En una secuencia final estremecedora, que es su despedida cinematográfica, Buñuel filma a esta pareja condenada en una galería (uno de esos "pasajes" emblemáticos de la modernidad que fascinaran a Walter Benjamin) frente al escaparate de una tienda de novias. Frente a esa tienda hay un local de fotocopias. La pareja, y el letrero de ese local, se reflejan en el cristal del escaparate. Fotocopiados, repetidos. ¿Ejecutamos mecánicamente cada gesto, como la máquina que fotocopia? ¿Actualizamos continuamente, repitiéndolos, los gestos del desastre, como si los fotocopiáramos?

Dentro de la tienda de novias, pero expuesta como un número vivo, una mujer zurce un velo nupcial ensangrentado, salido de una bolsa de trapos sucios que aparece intermitentemente, en distintas manos, durante la película. Zurce, intenta restaurar una virginidad rasgada como un himen. 

Una explosión se apodera de la pantalla. El fuego de un nuevo atentado terrorista. La palabra final de Buñuel es un estruendo. Un estallido que se traga la historia y pone fin al ruido en el que se ha convertido el lenguaje. Una onomatopeya.



Imágenes: Ese oscuro objeto del deseo, Luis Buñuel, 1977.

7 comentarios:

  1. Deja vu...anoche, adormilado, leyendo a Zizek, descubrí la máxima lacaniana, entre una enredada y compleja cadena de palabras que hablaban, precisamente, del vomitivo triunfo de las apariencias y la hipocresía burguesa. Me estoy haciendo un banquete para pordioseros con tus buñuelianas, deben venir muchos más, o el mundo se perderá una buena oportunidad. Ya lo dije alguna vez, no es mera lisonja, sino alucinante hipnosis de tu lenguaje.
    Un abrazo.

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  2. Una reseña perfecta.
    Todas las películas de Buñuel tienen la virtud de tratar temas de rabiosa actualidad. Son películas intemporales.
    Me ha gustado mucho cómo has explicado la película.

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  3. Qué deliciosa sorpresa que estés buñueliana y reseñes (así, además) estas grandiosidades que tanto nos hicieron lo que somos...
    Qué buenísimo, como se dice en mi barrio.

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  4. Digamos que Buñuel es un perfecto pintor del burgues y de su vida miserable.

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  5. Me gustaría que el Pájaro escribiera en Cahiers y desde allí analizara, desmontara tantos mitos con esa mirada indagadoramente subversiva.

    Leo y me relamo, gato intensamente nocturno

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  6. Lo del "dogma lacaniano" respecto al amor no es más que una más de las falacias que la repetición inconsulta y ciega insiste en acendrar. Sobre ese "mito", más que "dogma", ver en
    www.sauval.com/articulos/amor.htm
    Luis

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  7. Luis, te respondo acá mismo porque no tengo dirección dónde responderte.

    En primer lugar, gracias por tu lectura tan atenta.

    En segundo lugar, creo que la "versión popular" de la definición lacaniana en cuestión (obrante en la última página, in fine, de la versión mecanografiada del seminario del 23 de abril de 1953, on-line en www.ecole-lacanienne.net) apunta en sustancia al nudo de dicha definición: un hombre, carente de falo, que entrega ese falo del que carece, a la mujer (en situación de forclusión) que tampoco lo tiene, es decir, a la destinataria inadecuada.

    Aun quitando la referencia al falo y cambiando el verbo "tener" por el verbo "ser", se mantiene el problema central planteado por Lacan, "esa profunda división en el interior de las actividades del sujeto", esa lógica frustrante de la intersubjetividad en base a la cual uno "sale" (esa característica "centrífuga" del hombre, según Lacan) a entregar lo que no tiene a alguien que no es quien podrá satisfacerlo (porque también carece de aquello que el otro cree entregar, sin tenerlo).

    Gracias por tu envío a los textos de Michel Suval, que leí atentamente pero no alteran, en mi opinión, el fondo del asunto, tal como te comentara en el párrafo anterior.

    Tu comentario enriquece esta modesta casita.

    Besos.

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