A Partisana,
por tantos amores y convicciones compartidas.
El Sr. Trelkovsky no tiene otra historia que no sea su cuerpo y su apellido. Su apellido es polaco y su cuerpo recorre París en busca de un apartamento en alquiler. Como en el caso del K de Kafka, no sabemos nada de Trelkovsky. Pero el pecado de Trelkovsky (lo llamaremos "T"), un exiliado hasta de sí mismo, será querer saber.
Es aceptado como inquilino en un edificio vetusto y decadente, de un clima ominoso fotografiado por la cámara de orfebre de Sven Nykvist, poblado de ventanas que no sólo dan a la calle sino a un patio interno y permiten observar los movimientos íntimos de los vecinos, particularmente en el baño común. Después de Hitchcock, toda ventana huele a perfume indiscreto. Las normas de esta organización social en miniatura denominada "consorcio" son estrictas. No se permiten, especialmente, los ruidos.
El detalle crucial es que todo y cualquier ruido es molesto para este consorcio y, cuando un inquilino se torna molesto, empieza a hacer ruido, a juicio de los demás, aun sin hacerlo. La "opinión pública" comienza pidiendo la firma de peticiones para echar a los vecinos molestos y termina expulsándolos arbitrariamente recurriendo a la policía.
Roman Polanski encarna a T en El inquilino, película dirigida por Roman Polanski. Es, simultáneamente, el observador y el observado, como si hubiera querido experimentar en carne propia el destino de su personaje.
No sólo su está identidad está en conflicto (a partir de la nacionalidad y de la lengua, ya que es un ciudadano francés que porta un apellido polaco) sino que no tiene propiedad (parece que ni siquiera llevara equipaje) y su "equipo de identidad", entendido como el conjunto de las cosas materiales básicas que utilizamos y que, de algún modo, nos definen (algo así como la bolsa de pertenencias del presidiario), no lo lleva consigo al apartamento sino que allí lo espera, como si le fuera impuesto en cuanto abre la puerta: es el equipo de identidad de la anterior inquilina (Simone Choule), que intentó suicidarse arrojándose por la ventana (donde dice ventana léase: dispositivo de control) y agoniza en un hospital.
En una toma repetida, T camina por una París cuya marca reiterada son los "sin techo" (un eco de los músicos mendigos en Repulsión), una ciudad que no ofrece refugio. Su "red social" son sus compañeros de trabajo, burlones y toscos, y Stella, una amiga de Simone Choule que conoce, azarosamente, al apersonarse en el hospital donde agoniza la inquilina suicida.
Stella (hasta con unas gafas imposibles Isabelle Adjani supo ser hermosa) es hippie o la va de hippie; de lo que no hay duda es de que es abrumadoramente superficial. T puede ser tímido y hasta timorato; de lo que no hay duda es de que no es un imbécil. Comparte cama, cafetería y cine con Stella hasta que le queda claro que Stella puede vendar un tajo sin que le importe su causa en lo más mínimo. Stella, con su hippismo, es parte del problema.
¿Cuál es el problema? La paulatina convicción de T de que existe una conspiración en su contra, que intenta convertirlo en Simone Choule. Hasta el dueño y el camarero del bar frente al edificio le sirven y le ofrecen el chocolate y los Marlboro que fumaba Simone.
Simone Choule emite un grito de espanto cuando ve a T, junto a Stella, en el hospital. Lo único que vemos de Simone son su boca y sus ojos: el resto es puro yeso y vendas, como si se tratara de una momia. Lo único que sabemos de ella, a través de un amante que no se atrevió a confesarle su amor antes de perderla, es que fue egiptóloga. O sea, que le gustaba investigar el pasado.
Ese amante silencioso le ha enviado una postal de una momia expuesta en el Louvre, que T recibirá en el apartamento al que entra jubilosamente, internamente aliviado de que Simone haya muerto para poder habitarlo en forma definitiva (léase: no entra como un inocente corderito). Si el amante hubiera hablado a tiempo, tal vez las cosas hubieran sido diferentes.
La prueba de que T no es un imbécil es su curiosidad: llama al hospital, luego de visitar a Simone, para conocer su estado. A partir de la noticia de su muerte, hará patéticos esfuerzos por "integrarse" al consorcio, pero el consorcio pedirá siempre un poco más, inventará transgresiones inexistentes y decidirá, finalmente, desalojarlo.
Paralelamente, T sentirá que cada gesto a su alrededor tiene por objetivo desalojarlo, sí, pero de su propia identidad (o de lo que queda de ella) hasta ponerlo en el lugar de Simone Choule: una víctima que se interroga, se desespera y se arroja al vacío.
En El inquilino hay signos recurrentes, dignos de una organización hija de la podredumbre: los fluidos excedentes del cuerpo (los mocos que se seca la portera, la orina que el amigo de T presume de salpicar en el lavabo o la saliva del administrador del edificio mientras se limpia los restos de comida con un escarbadientes) y los desperdicios (en la bolsa de basura de T, de la que se escapan obstinadamente restos de comida que ensucian la escalera). Por obra y gracia de los picados y contrapicados de Polanski, T está siempre en un plano de inferioridad, excepto cuando decide (en un primer plano o en un plano medio) por sí mismo.
También hay un elemento "fuera de lugar", como en una pieza surrealista: un diente que Simone Choule teóricamente ha perdido y escondido en un agujero, custodiado con algodón, de la pared de su apartamento. Un pedacito del cuerpo de Simone Choule, en primerísimo primer plano.
Ante una impávida Stella, T monologa acerca de la pérdida de nuestros órganos y extremidades. Podemos seguir diciendo "yo" mientras perdemos todo, menos la cabeza: podemos decir "mis piernas y yo" o "mis brazos y yo". Decir "mi cabeza y yo" es imposible. Y es la cabeza de T lo que el consorcio quiere secuestrar (léase: integrar) o triturar, luego de haber domesticado su cuerpo. Pareciera haber hecho lo mismo con Simone, que se negó a entregarle hasta uno de sus dientes.
Ese diente podría ser una señal dejada por Simone al próximo inquilino, tal como la momia de la postal que acaba recibiendo T. Una señal de la historia, guardada y escrita en el pasado para impactar en el presente. T cree ver en las paredes del baño compartido del edificio (edificio que no es sino el panóptico imaginado por Jeremy Bentham) antiguos jeroglíficos egipcios: una invitación a pesquisar, decodificar y escapar de ese panóptico. Quizá esa sea la razón por la que todos, absolutamente todos, los que entran al baño común permanecen de pie durante horas mirando esas paredes, tal como T constata desde su ventana.
El consorcio prohíbe los ruidos molestos y controla inclusive los ruidos minúsculos (silbar mientras se lavan los platos). Si no existen los ruidos, los inventa y los carga a la cuenta de los inquilinos más "molestos" que los ruidos mismos, es decir, aquellos que potencialmente podrían no sólo "ver" sino "leer" el jeroglífico de la reglamentación social, de índole netamente carcelaria, tal y como la describiera Michel Foucault.
El consorcio se deleita en la delación y la confección de listas de "transgresores". Lo fascina y lo excita, morbosamente, observar. Ha convertido el edificio en un teatro, donde nadie puede salirse del papel asignado.
En ese universo hostil, donde cada llamado a la puerta es un llamado al orden, vive una niña discapacitada que observa fijamente a T durante el funeral de Simone, como si reconociera a un espíritu afín o buscara un cómplice. En el funeral, un cura aúlla como un poseso contra los pecados de la carne y un Cristo espeluznante domina la escena, de la que T huye por una puerta lateral (la principal, como siempre, está cerrada). La niña integra, junto a su madre, una lista "negra" del consorcio.
En la progresiva destrucción de la psiquis de T, esa hipotética alianza con los niños se rompe por completo. En una escena estremecedora, T abofetea gratuita y violentamente a un niño que pareciera tener una mandíbula patológica y llora a gritos porque ha perdido su barquito en la fuente de las Tuileries. Cuando concluye que Stella es también una conspiradora, T hace pedazos el álbum de la infancia de Stella. No hay lugar para un paraíso infantil en el mundo de los inquilinos.
La bofetada es un punto de inflexión: T está a punto de convertirse en victimario, después de haber sido convertido en víctima. El diente de Simone, la mandíbula inmensa del niño en el parque y las palabras de amor que el amante de Simone temió pronunciar parecieran remitir a la peligrosidad del lenguaje, castigado cuando pregunta, teme o se queja.
El "equipo de identidad" de su predecesora esperaba a T para que se trasvista. Para que se convirtiera en Simone. El lento y eficiente trabajo del consorcio raramente suele fracasar.
Jamás sabremos si Simone intentó suicidarse dos veces, arrojándose por la ventana, como lo hace T. Primero, vestido y maquillado como Simone. Luego, roto y ensangrentado, trepando por la escalera al grito de "¡soy Trelkovsky!", sin vestido, peluca ni cosméticos: como sí mismo.
Los vecinos no se acercan ni tocan el cuerpo (así actúan, también, en Repulsión). Lamentan que haya que tapar, nuevamente, el agujero causado por la caída. Es uno de los oficios del consorcio: cubrir los agujeros que dejan los suicidas. La última imagen de T es idéntica a la de Simone en el hospital, como si la historia estuviera condenada a repetirse. Yesos y vendas y una boca, una boca de la que emerge un grito horroroso y desgarrador cuando T se ve a sí mismo junto a la cama de hospital, en compañía de Stella.
Seguramente en ese instante, en un fuera de campo musicalizado por ese grito, un nuevo inquilino esté pactando la renta para alquilar el apartamento donde T dejó lo poco con lo que había llegado. Sin imaginar que el auténtico monto de esa renta es mucho más caro que el que le informan burocráticamente. Y que la renta con la que el consorcio nos cobra nuestros días no es sólo cara, carísima, sino también insoportable.
Imágenes: El inquilino, Roman Polanski, 1976.
El film está basado en la novela "Le locataire chimérique" de Roland Topor, fundador del "Mouvement Panique" en 1976 junto a Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal, bajo la influencia de la obra de Luis Buñuel y el "teatro de la crueldad" de Antonin Artaud.
Escuché una vez al escritor inglés Julian Barnes afirmar que las adaptaciones cinematográficas de sus libros no le interesan en absoluto, ya que se trata de obras distintas, sujetas a estatutos diversos. Por las mismas razones, para mí también carece de sentido el análisis comparativo de un film con el texto literario que ofició de base.
Por fin me toca leer una de las delicias tuyas sobre una película...que...viiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii!!! Si, la vi, pero no es ningún hecho heroico, ya que creo que todo el mundo vio esta película.
ResponderEliminarPero tu análisis es tan quirúrgico, tu méttodo tan intrusivo, que llega demasiado profundo. Me hizo pensar que el personaje de El Huevo de la serpiente, adolece de la misma paranoia que T. Todos lo persiguen, todos están complotados contra él.
Lo cual, significa que es toda una paranoia europea, y sin duda, tiene sus causas.
Beso.
La imagen del edificio como teatro y del consorcio como institución carcelaria, no hace más que devolvernos la imagen del mundo terrible.
ResponderEliminarEl teatro (o circo?) de Oklahoma sigue vigente, como los campos de concentración.
Vi esta peli este año. Ya había visto "El Bebé de Rosemary", y también "Repulsión"; o sea, las otras dos de la trilogía de la cual forma parte esta que vos comentás. Sonará tonto,pero hacía mucho que no me tapaba los ojos mirando una peli de miedo, o que no le bajaba el volumen para asustarme menos! jaja. Me gustó mucho, incluso más que "Repulsión", que no deja de tener su mérito, claro.
ResponderEliminarDe paso te digo que el tuyo es uno de los pocos blogs en los que al entrar no resulta molesto el hecho de que haya música porque, bueno...es Leo Ferré...! :)
Un placer leerte, Pájaro. Bacione.