PÁJARO DE CHINA

lunes, 20 de septiembre de 2010

TE AMÉ EN LA REPÚBLICA DE LAS ISLAS MARSHALL


Para Emma Gunst, que me hace imaginar.
Jen es un reflejo de Fusa.


No es fácil echar continuamente al mar la mierda que el mar devuelve. Digo "mierda" porque no se trata sólo de basura sino también de caca, todo junto. El mar es obstinado. La ventaja y la desventaja de ser marshalés es que todo se ve muy de cerca y, a la vez, muy de lejos. Las islas son angostísimas y no hay línea del horizonte. En algunas islas del archipiélago podríamos hablarnos de un costado al otro. Habría en el medio sólo 200 metros, pilas de mierda y algo que no puedo decir. Y nada alrededor, excepto el mar.

Vivo en uno de los islotes del atolón Rongelap, donde está claro que hay cosas chiquitas y cosas que no pueden medirse. Cuando conocí a Jen, yo tenía diez años y ella pertenecía, para mí, al orden de lo incomensurable. Como si fuera poco, escribía historias cortas con tifones y prácticas nucleares, sentada en el punto más alto del islote. Digo "con" y no "sobre" porque una historia está hecha básicamente de lo que se le pone y lo que se le saca y después viene cómo se cuenta lo que se decidió poner y eso ya implica más que lo que ha sido puesto. Un tifón es enorme por cuenta propia. La sola palabra "tifón" es enorme y va de menor a mayor. 

Las historias de Jen eran cortas porque el viento le volaba las hojas (además del flequillo), bajar corriendo a buscarlas la desconcentraba, el agua podía llevárselas sin retorno y había decidido memorizar lo que escribía. De hecho, a todas las hojas escritas por Jen que se volaron se las comió el mar y no reaparecieron, lo que me llevó a pensar que en la obstinación del mar hay una voluntad y es la de devolver estrictamente lo que quiere y guardarse todo lo restante. La memoria de Jen le ganaba al deseo del mar por anticipado, reteniendo mentalmente una copia invisible de sus historias.

No usaba cuadernos porque nunca habíamos visto uno en Rongelap y, aunque alguien los hubiera importado, Jen se hubiera negado a que un objeto que para ella era indispensable y tenía el rango de un brazo o de una pierna estuviera cosido, o pegado. Me leía sus historias en voz alta, o me las contaba, dependiendo de la suerte que hubieran tenido sus hojas. Yo veía, literalmente veía, todo lo que Jen escribía sin parar, porque para ella dejar de escribir hubiera sido algo así como morir asfixiada.  


Un atolón es un anillo de coral que rodea el pico de un volcán sumergido. Adentro de ese anillo está el anillo de la laguna que dejó la antigua isla volcánica al hundirse y que comunica el atolón con el mar. En Rongelap no sólo estamos lejos de todo sino cerca de ahogarnos en cualquier momento, si nos caemos al agua o el agua crece hasta azotarnos y pasarnos por encima. Elegir el punto más alto de un islote no es sólo una cuestión de tranquilidad, sino de supervivencia.

Eso solo bastaría para desconfiar de una tarjeta postal con palmeras y un azul transparente, además de la mierda que en Rongelap tiramos al agua cada dos por tres (circunstancia que explica por qué no he logrado imaginarme algo transparente en toda mi vida). Pero también están los ensayos nucleares de la Guerra Fría que nos habían legado, tanto a Jen como a mí, un árbol genealógico de monstruos tiernos y desamparados, paridos por el viento.

Como de la Micronesia el mundo se ha acordado sólo para hacer la guerra o para prepararla, una vez los norteamericanos lanzaron sobre el vecino atolón Bikini, previamente evacuado, una bomba más poderosa que la que arrasó Hiroshima (circunstancia que explica por qué la palabra "bikini" no provoca en mí fantasías eróticas sino puro terror).

Las partículas radioactivas de esa bomba llegaron hasta Rongelap y fueron aspiradas por sus habitantes, aun antes de su evacuación al cercano atolón de Kwajalein. El resultado fue la gestación irreversible de criaturas deformes, dignas de un gabinete de curiosidades o una cámara de maravillas. 

Entre mis antepasados hay, por ejemplo, un niño recién nacido enterrado en una caja de fósforos sin estrenar. 

    
Una tarde de verano Jen me pidió que se lo dibujara, entregándome una de las hojas sueltas que siempre guardaba dentro de su bolso. Jen se ponía sombreros o pañuelos en su cabeza formidable aunque las palmeras se descompusieran de calor. Esa tarde llevaba una boina. Más verde que las hojas de las palmeras. Hubiera sido un tormento que repitiera "dibújame un cordero", pero a Jen jamás se le hubiera ocurrido. El dibujo de un cordero directamente no pertenecía al orden de Jen.

Ese orden es algo que no puedo explicar, como no puedo explicar lo que está en medio de las cosas. Hubiera sido un tormento que dijera "dibuja", porque yo no sabía ni podía dibujar. Quería y hacía fuerza. Pero no había caso. Aun así, me escuché prometiéndole el dibujo de Theo, que era como Jen había decidido bautizar al niño diminuto. "Hazlo grande", agregó, "hazlo como hubiera debido ser". 

Pasé días enteros encerrado en mi casa de madera, invadida por el olor a mierda que se colaba por debajo de la puerta, arrastrando penosamente el lápiz sobre la hoja en blanco de Jen y empuñando la goma de borrar. Contuve las lágrimas hasta enfermarme de impotencia. El pedido de Jen fue mi tifón personal y mi pequeña dosis de partículas radioactivas. Hasta que al fin lloré de tanto no poder, de tanto implorarle a esa bendita punta de grafito que me diera un Theo medianamente digno y ver aparecer unos trazos horribles, salidos del interior de un carromato o listos para exhibirse en una feria medieval. 

A los días se sumaron las noches. Las ojeras me llegaban hasta el piso y la mano derecha me dolía como un miembro fantasma. Imaginaba a Jen aferrando sus hojas en lo alto del atolón, protegiendo del viento cada una de sus palabras al tatuárselas como un recuerdo que uno no está dispuesto a soltar, aunque observe azorado el crecimiento del agua o una ola gigante lo revuelque hasta hacerlo pedazos. Me imaginaba los dientes de Jen bien apretados en medio del desastre y las palabras como pájaros adentro de su boca, mientras la boca de Jen rodaba bajo el agua. Yo ni siquiera podía darle a Theo una estatura decente.  


Entonces dibujé dos círculos concéntricos y un punto apoyado sobre un cono, dentro del círculo exterior. Sobre el contorno de ese círculo exterior tracé una línea curva que lo recorría, una y otra vez. En el círculo interior dibujé muchas cruces. A cada lado del punto apoyado sobre el cono dibujé un círculo mucho más pequeño que los otros dos. Tuve que pasar el lápiz muchas veces sobre cada figura, borroneada por los mocos del llanto, y al punto, sólo al punto, le pasé también una pinturita verde.

Junté coraje y después de dos semanas de encierro, fui a visitar a Jen, que escribía en su faro particular. Le extendí mi dibujo y dije, con los ojos cerrados: "Es Theo sentado sobre el punto más alto del atolón Bikini. Theo es el punto y el punto más alto, el cono. Con un ojo, Theo mira la laguna; con el otro, mira el mar. Los ojos de Theo son los dos círculos a cada lado del punto. La laguna está llena de cruces pero las cruces son peces. La curva son arrecifes de coral. El coral sigue creciendo después de las explosiones. Es un misterio científico".

Cuando terminé y miré a Jen, ella dijo muy suavemente, fascinada: "Lo veo, claro que lo veo. Es tal cual estás explicándolo y lo vería aunque no lo explicaras". Se quitó la boina verde, verde como el punto de mi dibujo. "Theo es hermoso. Ha logrado trepar al punto más alto del atolón".

Apretó el dibujo contra su pecho, guardó el dibujo (doblado en cuatro) dentro de la boina y la boina, en su bolso repleto de hojas en blanco. Esa semana la familia de Jen se trasladó a Majuro y después Jen cruzó el mar en avión y se fue a escribir a una ciudad llena de rascacielos. 

Adentro de la boina se llevó el amor que yo le había dado. A Jen jamás le hice el amor, ni una declaración de amor ni un regalo con una tarjeta que dijera "te amo". Le di el amor. "Di" de "dar", como quien da la mano o las gracias o algo que no tenía pero finalmente aprendió a tener para dárselo a otro.

El amor hecho un dibujo hecho, a su vez, de una suma de figuras geométricas; el amor como un niño altísimo a salvo de los ángulos de una caja de fósforos y cuidado por una curva interminable de arrecifes, más persistentes que el daño de las bombas y la voluntad soberana del mar.  




Nota: debo la referencia al recién nacido enterrado en una caja de fósforos al capítulo "Majuro" del libro de crónicas "Contra el cambio", de Martín Caparrós (Editorial Anagrama, 2010). Que esa caja de fósforos no se hubiera usado todavía es una conjetura personal.

15 comentarios:

  1. Ésto es belleza.
    La belleza de Jen y la increíble y hermosísima creatividad de Mariel Manrique. Gracias.

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  2. ¡Una maravilla de relato!! Esta prosa tiene tantos recovecos por donde perderse. No es lineal. La lectura obliga al cerebro a cambiar de posicionamiento, de lugar. Se van captando sensaciones nuevas.
    Me deja el cuerpo como si leyera poesía. Noto lo mismo, es curioso pero es así. Sé que la forma de lo que dice el relato es sólo forma pero el fondo es lo importante. Aunque esa forma son las cortinas, los collares, el lazo, la forma de atarse el cordón, la convinación de la camisa con los zapatos. La personalidad.
    Un texto muy personal, me encantó.
    Un abrazo fuerte.

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  3. me maravilló, me enterneció, quiero a Jen...

    "Dí de dar"...tan simple, tan "amor"

    Hermoso Pájaro!!! GRACIAS

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  4. Ésta es una historia luminosa. Tu escritura es el espejito que hace juegos con la fuente de luz y la desparrama por todo el universo.
    Un niño en una caja de fósforos, es como yo los tendría para siempre.
    El arte sigue siendo, en algunos aspectos, un trabajo doloroso. El dibujo de Jen. Pero también, no sigue dando dósis limitadas de placer, felicidad .
    Beso.

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  5. Me quedo atolandodrada, sin palabras que darle al pájaro, acongojada y enternecida por las palabras chinescas, y por esa música, que ahonda aún más el relato y mi atolondramiento y mi lluvia y mi tristeza...

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  6. Estoy delante de los islotes del atolón Rongelap, donde vive Jen. Veo a Jen moviéndose con unas hojas en blanco, y la boina verde llena de amor. Venida de "un árbol genealógico de monstruos tiernos y desamparados, paridos por el viento."

    Veo las pruebas nucleares, las bombas, las partículas radiactivas, los tifones, las tempestades y las grandes olas que, a veces, a punto han estado de sumergirlos...y acabar con ellos.

    El amor dado. "el amor como un niño altísimo a salvo de los ángulos de una caja de fósforos..."

    El despliegue de la vida...la supervivencia.

    Qué enorme la vida contada desde Rogenlap!

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  7. El amor es un niño en una caja de fósforos. Este texto está repleto de imágenes hermosas. No me canso de leerlo.

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  8. ...Mi querida y enamorada genial...
    ...No hay nada más dulce que un amor coralino, ni un sueño más poderoso que el de las antípodas polinésicas...
    ...Besos, mi cómplice...

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  9. Un placer leerte.

    Felicitaciones por tu espacio!

    Abrazos primaverales!

    Cuando gustes me visitas.

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  10. Siempre quise vivir en una isla, ahora quiero irme a tu isla, a las Marquesas de Brel, a la isla de las Mimosas de Barbara.

    Eso sí, prefiero no amar allí ni desde allí. Cultivar la quietud de la mente y del espíritu.

    Cuidar animales.

    Abrazo micronésico...

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  11. También yo quiero a Jen.
    Te escribo lo mismo que en la otra ventana:
    Después de Rongelap y de Theo, ahora lo único que quiero es que Jenn sea un reflejo de Fusa y Fusa sólo una caja de fósforos y una caja de fósforos sólo lo más alto de un antolón y un antolón sólo un puñado de mierda que llevarme a la boina. Y seguir, seguir escribiendo sobre el mar sin dejar que me arrebaten a ese pájaro de China que me devuelve de lugares secretos en los que apenas me han visto.
    Maravilloso, Mariel, de verdad. Lo puse a la derecha de mi blog. He quedado sin palabras. Me quito el pañuelo, el sombrero y la boina ante vos.

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  12. Me pregunto si soy el único que está perdiendo la vista gracias a este combo font/background.

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  13. Llegué hasta aquí guíada por la noticia en Yahoo del primer país que desaparecerá para encontrar este hermoso relato que es poesía viva.

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  14. querida Hilda: yo también quise pisar y ver esas islas, aunque fuera imaginariamente, antes de que se hundan. si las hacemos cuento, no desaparecerán jamás. un abrazo.

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