XXII.

Mis músculos se tensan como arcos,

un estrépito de huesos convoca a la mesa.

Flexiono las rodillas,    

las venas son pequeñas cordilleras 

en mis brazos.

Que no crea que estamos aquí. 

Adentro de mis perros están

otros perros.

No son ésos los perros que toco. 

Lamo la lengua que besaba mi boca  

desde una trompa cerrada con cordones,

sujeta por una mano de enfermero

contra la superficie helada de una bandeja.

Lamo ese beso acróbata. 

Lamo el eco de su cola agotada,

toc ... toc.

Pronto nos iremos de cacería,

con los pantalones agujereados,

con la camiseta de dormir.

Sólo me lavaré la cara.

Nos verá recién salidos

del sueño.

Extiendo las piernas.

Relajo las articulaciones.

No soy yo.

Los perros se aprietan contra mí.

No son éstos mis perros.

Miro los ojos como sogas

que me alentaron a pujar.

Pujan conmigo, tiran de una cadena,

miran el remolino de agua pesado y rojo. 

Se beben mi hemorragia de lágrimas.

Por eso aquella noche no lloré.

Espero que haga efectos

la caravana de sedantes. 

No es en mí. 

Las sábanas están desordenadas. 

Nos hacemos hueco en la misma cama.

Los perros vienen a dormir. 

Pero no son mis perros. 

Un perfil tibio se pliega a mi mandíbula

que quisiera partirse. 

Empuja e impide que mis dientes

hagan de la impotencia su tarea.

Me coloco en el pelo

una lengua que se obstina en besar,

un par de ojos que recogen la pérdida,

medio rostro que protege mi boca exhausta.

Estos son mis perros. Esto son. 

Mis perros en mi pelo que soy yo.

Corremos en el bosque a oscuras.

Corremos sin parar; cazamos tiempo.

Corremos delante de mi nuca. 

No sabemos

si las luciérnagas prendidas en mi pelo

lo desconciertan, lo retienen, lo retrasan. 

No lo sé. Es una estrategia boba. 

Ni siquiera es una estrategia.

De todas formas

es mucho más hermoso,

así.