PÁJARO DE CHINA

viernes, 1 de abril de 2011

HARTOS DE ESTAFAS MORALES




La mayoría de los padres se especializan en relatarles a sus niños historias taradas. La mayoría de los padres que conozco. Para decir "todos" los padres tendría que hacer un exhaustivo relevamiento internacional y, avisados del patrullaje, los padres supervisados seguramente se esmerarían un poco en leer un clásico infantil en lugar de hacerse los cancheritos y jugar al autor ocurrente. Los familiares enfermos se fueron a una fiesta al interior; los abuelitos muertos se fueron al cielo; y las mascotas envenenadas por el vecino prefirieron la libertad de la calle. Así está el mundo y así no hay quien aguante, después, los hospitales, los cementerios y la crueldad del prójimo. No es que los relatos clásicos sean mucho mejores; todos mienten. Pero al menos los padres podrían echarle la culpa a otro y empezar a entrenarnos en una de las tantas actividades en las que descollaremos a lo largo de nuestras vidas.

Veranéabamos, sin falta, en Mar del Plata. No asarnos al spiedo vuelta y vuelta, junto a una legión de dementes untados como milanesas sobre la arena, hubiera equivalido a la amputación de un brazo. Nos hubiéramos arrastrado con un muñón en nuestro futuro destino de veraneantes, con las dificultades consecuentes para clavar la sombrilla a rayas en nuestro milímetro cúbico ganado a fuerza de carretear sobre una pasarela de madera ardiente y saltar, como monos trastornados por el mal de San Vito, desde la pasarela a la cápsula estival, para que no se nos desintegraran los pies. Algo así debió ser el Vía Crucis, pensaba yo. Algo así debe ser caminar sobre brasas, para forjar el carácter. En la dos comparaciones anidaba algo épico; en la acumulación de carne a los codazos era evidente cierto patetismo.

Mi hermano lo sabía. Bien. Tenía una sola malla de un color marrón diarreico, de una tela elastizada y un talle más chico, que lo obligaba a acomodarse continuamente el bulto. Yo también lo sabía. Un poco más, porque le llevaba dos años y portaba como una versión barrial y decadente de El Lago de los Cisnes una bikini atragantada de voladitos. Siempre odié los voladitos. Alegran, dulcifican, tapan algo real que está allí, abajo, y que sin voladito sería poca cosa, un sopor o un agujero negro; como una prótesis dental, un manojo de extensiones de pelo o un implante mamario que es artificio evidente. Yo tenía dientes, rulos y tetitas que no eran guau pero tampoco eran pfffff, ¿por qué someterme entonces a ese escarnio?.


Todo aquel que fue a una iglesia de curas termina odiando a los curas y todo aquel que fue enviado, "para socializar con niños de su edad", a una colonia de vacaciones termina odiando a la gente, porque los niños no son sino el primer eslabón hacia la edad adulta: son la gente en potencia y sin frenos inhibitorios. En el presidio "El Sapito Sapirón" habíamos aprendido con mi hermano que un niño es eso en lo que se convertirá después; él manoteaba para que no le afanaran el jabón en la ducha y yo manoteaba en la pileta, para impedir que la capitana del equipo de básquet verificara cuánto podía aguantar mi cabeza debajo del agua bajo la presión despiadada de su mano derecha, sin amoratarme y empezar a escupir hilos profusos de sangre.

Era turra al cubo y creo que a partir de ese momento saqué carné de izquierda, porque esa era la mano que no me torturaba. Hasta el verano siguiente, cuando empezó a probar la potencia de su mano izquierda y mi desconcierto político fue total. Yo me ponía para mi humillación pública un gorro de plástico rosa con espinas símil erizo, para que su mano cazara el gorro y el gorro me permitiera zafar de la asfixia inminente. Pero la muy zorra me sacaba el gorro, que arrojaba al aire como una atracción de feria, y me sumergía directamente de los pelos. Por eso los padres harían mejor en cerrar la boca.

Pero papá no podía. En un momento exacto del viaje de 6 horas en el Fiat 600, con una valija prehistórica en el asiento trasero, las ventanillas bajas para recibir las bocanadas de aire de Pompeya y Ercolano a dúo y con mi hermano en calzones y yo en bombacha para atajar el ataque de calor, papá lanzaba un "prepárense" cerca del Río Salado y a la vera de la ruta, sobre la mano derecha, surgía la aparición.

Con mi hermano habíamos tirado la moneda antes de salir de casa para ver quien acampaba a mano derecha sobre la valija, mientras el otro estiraba el cogote como un poseido para presenciar la epifanía: el avistamiento en un horizonte inalcanzable de un castillo imponente, cubierto odiosamente por los árboles, que según papá pertenecía a nuestra abuela materna y a su hermano Francisco, quien se lo había arrebatado en una pelea a muerte.

Hacía diez años que la abuela hablaba por teléfono con las actrices de las telenovelas, en simultáneo, y a veces reemplazaba el teléfono por un zapato. De ella jamás hubiéramos obtenido información confiable. Además, era lógico que una mujer cuya única conexión con el mundo era, en sentido lato, la industria del calzado no pudiera hacerse cargo de esas hectáreas de ensueño.


Lo que era ilógico era que no pudiéramos parar en la banquina el Fiat 600, adecentarnos un poco la vestimenta y adentrarnos a visitar al tío Francisco, cuya única ocupación, según mi hermano, debía ser esmerarse en hacerse pajas, rodeado como estaba de un séquito de sirvientes y sin parientes a la vista. Yo todavía no había empezado a robar cosas (o bueno, sí, un chocolatín al paso, una regadera de plástico en el supermercado, una horma de queso, pequeñeces) pero jamás hubiera osado meterme (además, ¿a dónde?) un candelabro de plata o un huevo Fabergé en mi metro sesenta. Mi hermano, como máximo, hubiera pedido un helado de bocha doble y un ananá en almíbar. Mamá hubiera persistido en su rol de momia, en ese extraño mutismo del trayecto íntegro del viaje con el que parecía cobrarle a papá viejas facturas, recogiéndose el pelo a lo Liz Taylor para ascender, de un saque, de momia a esfinge. ¿Por qué, por qué, no podíamos bajar a ver?. Ver era todo lo que queríamos.

Porque desde la Ruta 2 se veía una promesa, un escupitajo, una moneda de un centavo, una foto cortada y, además, movida. Nos ponían el caramelo a la altura de la boca y nos lo quitaban. Eso sí era razonable. Eso sí era mejor que lo supiéramos pronto. Queríamos ver algo que no fueran vacas condenadas al degüello, medialunas del Atalaya, autos a punto de derrapar al pasto por exceso de tablas de telgopor y pasajeros hiperexcitados, carteles publicitarios de soda Ivess y, en el climax de la peregrinación a la meca, el monumento a Alfonsina Storni a la que ya le habíamos perdido todo el respeto.

Mi hermano boqueaba como un pescado y le sacudía sus patas de rana en la cara, mientras el Fiat 600, agotado, bordeaba tosiendo la escultura y yo tenía espasmos en el bajo vientre recordando a la capitana de básquet. Papá y mamá estaban en su época nac y pop, lo que significaba 6 horas de Mercedes Sosa en continuado, en cassette, intercalando su hit "Alfonsina y el mar" con las cinco sirenitas que jamás se dieron por aludidas. Si no protagonizan, se rajan. Las sirenitas son así.

Papá decía que, si hubiéramos osado pisar ese pasto sacro, el tío Francisco nos hubiera largado los perros. Con mi hermano le preguntábamos por qué no peleaba por sus derechos, en lugar de pasar un mes sin el rigor del jefe preparando sándwiches de jamón y queso para cargar la heladerita playera y eligiendo los cuatro sweaters anuales en la peatonal de "La Feliz". Ninguna ciudad puede ser feliz cuando al llegar te recibe una suicida, insistía yo, hasta que, en lugar de la instrucción en la conciencia de clase, llegaba el amague de sopapo, mientras mi hermano preguntaba si en la época del suceso se había inventado el snorkel. Hubiera sido mucho más esclarecedor, de cara al futuro, si papá hubiera explicado que los perros se largaban contra los propietarios de Fiat 600.

A veces daban ganas, realmente, de tirarse al agua, sobre todo cuando mamá, con su vocación luterana, empezaba a alabar la zona de las "piedras", donde no había pasarelas, ni sombrillas ni esperanza alguna. El encanto de las "piedras" es que eran gratuitas. No como las carpas con las que los "aprovechadores hacían su negocio de la temporada" (pero te ahorraban la insolación). Algo en las piedras nos entrenó, a ambos hermanos, en el estoicismo: la obstinación de las muy degeneradas en borrarte la raya del culo y haber sido arrojadas por la naturaleza al tuntún, lo que convertía su recorrido en un auténtico pasaje de las Termópilas, con alto riesgo de fractura de cadera incluido. Al agua no podías tirarte, porque a esa altura no te devolvía y las sirenitas se tomaban el buque y te dejaban con el lamento de bombo legüero de Mercedes Sosa.


Con mi hermano fantaseamos con ahorcarnos con la cinta interminable del cassette, ante la perspectiva de afrontar un nuevo combo "La Feliz"-"Sapito Sapirón" el verano próximo. Pero un documental televisivo nos quitó, a lo bestia, la venda de los ojos. Una descendiente de los Guerrero (lo único verdadero en la fábula sin moraleja de papá) contaba con mohínes displicentes y una sonrisita picarona, de esas que dan ganas de partir una jeta en cuatro, que "todos los papis suelen contar historias a sus niños al tomar la ruta hacia la costa y divisar, a lo lejos, el castillo". Nuestra ira fue total. Éramos, si cabe, más boludos de lo que suponíamos, y papá se aprovechaba de esa situación para hacerse el Ágato Christie.

El tío Francisco era un engaño mayúsculo. Su supuesto castillo había pertenecido a Felicitas Guerrero, una joven con cara de lela asesinada por la espalda por un pretendiente despechado, acerca de quien nunca quedó claro si luego se suicidó, para completar a lo grande la ópera wagneriana. Viendo los retratos de época de Felicitas, siento que mi abuela paterna había hecho mucho más mérito para revolcarse en el castillo, aunque no usara en las orejas pendientes sino zapatos, o precisamente por esa causa. Sé que soy injusta al atribuir al rostro adolescente de Felicitas la carencia de un golpe de hervor.

Pero yo ya había robado de un armario de la Cultural Inglesa un ejemplar ignífugo de Cumbres Borrascosas que me quemaba la cabeza, entre otras partes. Y nadie sería tan sexy como Heathcliff. Y nadie tan salvaje, aun desde la ultratumba, como Catherine Earnshaw. Así que, Felicitas ... "¡pero qué suerte que te alzaron una iglesia a tu nombre y cómo me chupa un reverendo huevo!". Eso pensé, a las 18:25 de la tarde del 9 de marzo de 1976. "Un huevo y la mitad del otro, que la mitad que queda ni me lo gasto en la garca de Felicitas", remató mi hermano, que en un día de laburo como cadete, cargando ventiladores por la calle con 40° C a la sombra y los pies convertidos en una masa amorfa, ya era afiliado instantáneo al PC.

Esa misma noche esperamos que los susodichos se durmieran y bajamos del estante más alto del ropero la valija que siempre imaginamos en tránsito directo del Hotel de los Inmigrantes al Fiat 600. La llenamos con las mallas, las lonas con palmeras de Hawai, las gafas de sol que mejor lo hubieran tapado, las túnicas y sandalias de mamá y los shortcitos y las ojotas de papá, esas con las que pistoneaba mientras nos mostraba algo que jamás podríamos ver y deberíamos comprender, para variar, por nosotros mismos. Agregamos, también, el inventario completo de acceso a la fauces del "Sapito-Sapirón". Corté el gorro de plástico modelo erizo con las tijeras de podar y lo reconvertí en dos bowls, para atesorar el huevo y medio que Felicitas y la troupe de falsas repeticiones veraniegas nos chupaban. No me pregunten qué haremos con el medio huevo que nos queda.

Nos sentamos sobre la valija y logramos cerrarla a golpes, con la heladerita de telgopor, la sombrilla a rayas y el juego de pelota-paleta adentro. La escondimos en el lavadero, adentro de una bolsa de consorcio, como un cadáver. A la mañana siguiente calculamos el horario exacto en el que pasaba el camión de reparto de soda y tiramos, como una jabalina, la valija a la caja del camión, desde el cerco de la terraza. El tiro fue perfecto y la valija se ganó, por una vez, un destino distinto de la interbalnearia.



Cuando llegó el verano y el momento apoteótico de los preparativos prenupciales con eso-que-era-siempre-lo-mismo, mi hermano y yo no soltamos una sola palabra. "Esto es obra de ustedes", sentenció Liz Taylor. "El cerebrito descarriado y su brazo ejecutor". Creía, cándidamente, que establecía una división social del trabajo que nos enfrentaba. Error. Sin brazo ejecutor no hay revoluciones y la única ventaja de mi córtex era haber manoteado, con alevosía, a la Srta. Emily Brontë.

"Este año no hay colonia de vacaciones. No hay vacaciones, tampoco", sentenció papá, en quien percibimos el alivio que deriva de abandonar un laburo rentado por otro ad-honorem y desagradecido, hecho de pilas de sándwiches, detección de piedras sin culos que monten guardia y caminatas cavando surcos en busca de un sweater de un color distinto al color de los diez años anteriores.

Tañido de campanas. Magnificat.

"Estábamos hartos de estafas morales", pronunciamos a coro, tal como nos habíamos jurado hacer. Estábamos más tiesos que los Horacios en el cuadro de David.

Ese verano, con mi hermano, conectamos una manguera de diez metros a una de las canillas del lavadero y la pasamos por la ventana que daba del lavadero a la terraza. Nos pusimos dos camisetas viejas y nos manguereamos a morir. Con los dedos aumentábamos la velocidad y la presión del chorro y el cuerpo se deshacía de felicidad, bajo un cielo agobiante, con cada latigazo líquido. Corríamos descalzos, patinando en círculo, tratando de robarnos la manguera, un arte en el que yo hubiera debido distinguirme, pero no. Mi hermano tenía el don de manguerear todas las tardes, hasta que anochecía. Recuerdo todo en colores. En colores brillantes y en movimiento.

Desde esa primera vez, nos negamos terminantemente a volver a la costa y a la colonia carcelaria. Si ellos querían ir, que nos dejaran en casa con los abuelos maternos, que desde la ventana miraban encantados las ondulaciones imprevisibles de la manguera.

Pasaron tantos años que mucho se disuelve en la memoria. Pero la memoria elige qué retener. Cuando la térmica dice basta y no hay piel que aguante, abrazo a mi hermano por el cuello y le susurro al oído: "decime, decime, vos decime qué testamento millonario hubiera incluido un verano así; decime qué hubiéramos podido ver que no estuviera, mirándonos, entre los cuatro ángulos de esa terraza".







6 comentarios:

  1. Preciosa,
    Bien podria llamarte la devanadora de mis recuerdos bien guardados. Tu relato me lleva a cada verano, al fiat 600, al castillo de los Guerrero, ese que (como tan bien contas) veiamos en el flash que los 70 km por hora del fitito permitia al cruzar la estrategica apertura en el bosque de eucaliptus a la vera de la Ruta 2.
    En ese flash de generosos 2 segundos se quedaba mi niñez disfrazada de cenicienta, y yo soñaba con escalinatas de marmol y perros de pelaje vaporoso corriendo por el cesped de textura perfecta.
    Los veranos nunca me han caido bien, y como Mar del Plata tocaba en febrero, enero me deparaba - como en tu caso - la colonia de vacaciones del club GEVP, la tortura del bombachon negro por la mañana, el panico a lo "hondo" de la pileta (hasta que el "bañero" me obligo a "aprender" a nadar los 90 grados del angulo mortal), y al deseo ferbiente de que llegaran las 12.00 del mediodia para que comenzara la pileta libre y nos dejaran de una reverenda vez en paz!
    Algunas tardes, mi hermana y yo tambien nos revelabamos. Nos quedabamos en casa, y luego de las 16.00 (pasada la hora de la siesta y el respeto hacia los vecinos) conectabamos la manguera del patio. Las valdosas nuevas de granito pulido nivel espejo convertian al patio en una gran pista de patinaje acuatico. Mi prima a veces se sumaba, y la hija de la vecina del octavo tambien. Nuestra tarde transcurria deslizandonos de costado, girando sobre las valdosas y haciendo resorte con las piernas cuando tocabamos las paredes del macetero de ladrillos. Terminabamos con los costados de los muslos pelados, haciamos lluvia de manguera y comiamos duraznos y damascos maduros.
    Al club no he vuelto a ir. Mar del Plata sigue en el mismo lugar, y presiento que no me echa de menos.
    Pero aun hoy, al volver a Buenos Aires en verano, mi hermana y yo prendemos la manguera y nos tiramos en el charco de agua templada que se forma justo ahi, en esa hondonada que el desnivel imperfecto de las valdosas forma, un metro antes de la rejilla.
    En ese charco el tiempo no pasa, somos niñas y todavia soñamos.
    Te queiro tanto.
    Vani

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  2. excelente...te aeguro que,mejor,no sale...abrazos...gracias...gracias

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  3. Y "valdosa" se escribe "baldosa"... como siempre perdon, pero soy asi. Negada a la ortografia...

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  4. Me pasa como a Vanina, este relato ha disparado todos los recuerdos de cuando aún no nos habían estafado con el ansiado progreso y las alienaciones y esclavitudes necesarias para sostenerlo.

    Con todo lo poco que queríamos haber tenido y ni por esas!

    También, cuando niña, viajé en un Seat 600, cruzábamos media españa, para pasar las vacaciones en el sur, desde Barcelona a Granada. A mi padre le encantaba su "seiscientos", tardábamos catorce horas, en un viaje de ocho, porque el motor cada tanto, se ponía a arder y a echar humo. Nos teníamos que bajar, echar agua y esperar que se enfriara para seguir viaje. Y qué maravilloso. Cuántas cosas en aquellos veranos!

    En los cuatro ángulos de una terraza, entre juegos de agua, la esencia del vivir.

    Ningún testamento millonario nos hubiera podido ofrecer aquel tiempo vivido, lleno de vida y libertad!

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  5. Veranos de playa, burgados, canciones, quinqués, sal en la piel durante días...
    Besos, besos

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