PÁJARO DE CHINA

miércoles, 15 de julio de 2009

LA DIGNIDAD

Los imaginé preparando el equipaje. Imaginé el exiguo y abismal contenido de ese equipaje. ¿Cuánto puede llevar consigo quien viaja para morir? Lo puesto y lo vivido. Los imaginé decidiendo con determinación inconmovible que ellos elegirían el final de su historia. Recordé un cuento de Raymond Carver, ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, en el que un grupo de amigos aventuran definiciones banales hasta que uno de ellos cuenta lo que vio en un hospital: una pareja de ancianos con los cuerpos destrozados en un accidente, enyesados e inmovilizados en el mismo cuarto. Y él, desesperado por el hecho de no poder girar la cabeza hacia donde ella está. "¿Se dan cuenta?", dice el narrador de la historia. "Estaba literalmente destruido y lo único que lo preocupaba era no poder mover el cuello para verla". Y se hace en la reunión un silencio glacial.

Los imaginé mirando la casa que ya no volverían a ver y cerrando la puerta. Sin mirar hacia atrás. O sí. No lo sé. Sí sé que caminaron hacia adelante. No dieron marcha atrás. Llegaron al aeropuerto y subieron al avión. Imaginé si al despegar el avión se habrían tomado de la mano, si habrían mirado juntos a través de la ventanilla. He visto a la gente luchar con tenacidad para sobrevivir. La he visto aferrarse a la vida en la intemperie, desnuda y desvalida y, aun así, resistir de pie y tragándose las lágrimas. Los imaginé ejerciendo su valiente voluntad, para resolver que no vale ni sirve vivir a cualquier precio. Que somos arrojados al mundo sin pedirlo pero podemos salirnos del mundo por indeclinable decisión propia. Me pregunté qué es la dignidad. Ellos me lo estaban diciendo de algún modo que yo no lograba poner en palabras. ¿Será la capacidad de decir "no" a una realidad que hiere nuestras convicciones? ¿Será la dignidad un "no"? No puedo verte sufrir de esta manera. Quiero con todas mis fuerzas que tu dolor sea el mío y no es posible transferir el dolor.

Habían vivido juntos cincuenta y cuatro años y parido dos hijos. El estaba casi ciego y sordo y ella consumida por una enfermedad terminal. El amor entra en combustión, pensé. Es un incendio escandaloso que pone a Dios de rodillas y le exige en silencio reverenciarlo. Dios inclina su cabeza y se declara vencido. Dios desea impotente estar hecho a imagen y semejanza de quienes experimentan ese amor que cierra la puerta de la casa y cruza la puerta de embarque sin retroceder. Los imaginé exhibiendo sus pases de embarque a una sonriente empleada de la línea aérea. Ella guiándolo en el pasillo del avión para encontrar su butaca y él ayudándola, desde su penumbra, a tomar asiento. Pronto llegarían a Zurich para cerrar los ojos. Imaginé todo lo que esos ojos habían visto. No hay tiranía más impiadosa que la del cuerpo sublevado. No quiero retirarme sin saber que me voy. Quiero mirar de frente ese momento y que entremos juntos en el sueño. Si, después de todo, hemos transcurrido juntos las noches y los días y hemos sido "nosotros", en la medida máxima en que uno más uno es dos pese a la irreversible soledad de cada uno.

Los imaginé completando los formularios de ingreso a la clínica. Ella completando el formulario que él no podía prácticamente ver. Él intuyendo el cansancio físico que la atenazaba. No importa si no fue realmente así. Porque así fue. Habían decidido decir "no", bajo la forma de un doble suicidio asistido en una aséptica y prolija clínica suiza. Me imagino que aunque en Suiza casi todo es aséptico y prolijo el corazón debe de habérseles desordenado y encendido cuando se miraron por última vez. Él arrebatando a las sombras los rasgos de su cara y ella más bella de lo que él hubiera podido imaginar. El pequeño vaso de líquido claro haciendo su trabajo y embarcándolos hacia no sé donde. A ellos que habían dicho "no" a un presente que empezaba a corromper el pasado. A ellos que llegaban antes y desbarataban los planes de la muerte, imponiéndole con irreverencia su soberanía. Mecidos por la música y adormecidos por efecto de la libertad. Porque eso, y no la esperanza, es lo último que pueden quitarnos. La clínica donde se internaron se llama Dignitas.


Edward y Joan Downes, con su primer hijo


2 comentarios:

  1. Mariel, sister.
    Perdon por mi recuerdo, pero tengo en este instante un flashback inevitable hacia las clases de Derechos Humanos en la UBA. Y la eterna discusion sobre que derecho es mas protegible, cual de los derechos del hombre cabe priorizar en caso de coalision. Y de la eterna discusion de si la dignidad en si es un derecho o un presupuesto para los derechos, y si en realida vale la pena la vida sin dignidad.
    Creo que Edward y Joan Downes han despejado (como vos decis) esta ecuacion. Basta agregar que el ejercicio de la dignidad requiere de coraje, y que (como vos tambien decis) no es materia para pusilanimes.
    Besos certeros.
    Sis V.

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  2. Sis V., ahora el flashback lo tengo yo. Esas interminables e insoportables discusiones en los claustros académicos, cuando la vida está en otra parte. ¿Qué estábamos haciendo en ese lugar? No me arrepiento de mi paso por esas zonas, sí de no haber echado más leña al fuego. De no haber incendiado el Partenón porteño, digamos. De haber tolerado horas y horas de cátedra de una carrera que en la vida es la base de todo (vivimos sujetos a lo prohibido y lo permitido y a las benditas pautas de la ley, desde la época del contrato social) y no haber provocado y debatido más el derecho burgués, sintiendo que lo mejor que se puede hacer con la ley, tal como está escrita, es violarla. Una universidad tan ordenada, tan segura de sí misma, tan planchadita, tan espantosamente desmovilizada, o más bien inmovilizada, políticamente, cuando debiera ser el lugar desde el que se sale a prender fuego los dogmas y las sotanas. ¿Será por haber estudiado derecho que las dos terminamos haciendo todo al revés? A Edward y Joan Downes no puedo quitármelos de la cabeza. Besos sin dudas. Sister M.

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