PÁJARO DE CHINA

martes, 29 de septiembre de 2009

Y EL CULO DE DON CARLOS TIENE, TAMBIÉN. EL CAPITALISMO.


Ya le habíamos visto la cara. No a Dios, sino al capitalismo: "El capitalismo tiene cara de Don Carlos"

Pero ahora se pone en pelotas y nos muestra el rosquete, para que lo tengamos de cuerpo entero y veamos cómo se regocija desplegando la sempiterna práctica de cogerse a los obreros. Digo "obreros" y no "trabajadores", para que quede claro. Porque Don Carlos "trabajará", pero no es un obrero. Acá no hay eufemismos. Se han levantado cientos de voces indignadas contra esta publicidad oficial que incentiva a la patronal, en forma supuestamente vergonzosa, a pagar sus impuestos. Pero yo creo que es la primera vez que el Estado le muestra a los televidentes, en forma involuntaria y descarnada, la lacra empresarial en acción, con un bonus track: a esta escoria se la estimula con zanahorias (o con clausuras) y no con manuales de instrucción cívica.

Asistimos a una cadena de acciones que no espantan a nadie en vivo y en directo pero que, envueltas en el marco de un aviso, aparecen como una exhibición de atrocidades. Éstas no las imaginó Ballard para sus historias. Éstas forman parte del orden naturalizado de las cosas. Tan perversamente naturalizado que el buen burgués no se escandaliza por cuán garca puede llegar a ser Don Carlos, sino por las "maneras" con las que el gobierno pretende disciplinarlo en materia impositiva:



El aviso muestra el culo sucio de Don Carlos de la misma manera en la que mostró su cara: si no fuera por el respeto soberano que profeso por la caca, yo diría que Don Carlos es un auténtico sorete. Pero el calificativo le queda grande. ¿Soretito? También. Concedámonos la idea de que Don Carlos vuelve a casa y acaricia a su perro, ayuda a sus críos con la tarea y le lleva un ramo de flores a su amante esposa. Pensemos (con Todorov o Bourdieu) que son las circunstancias en las que vivimos las que sacan lo peor de uno mismo (o sea, no hagamos la de Darwin ni la de Lombroso - tiro estos nombres para que no me descalifiquen porque digo caca). Igual, Don Carlos es un reverendo hijo de puta.

Con sus laderos lameortos, que con tal de ganarse el sueldo seguro se disfrazan de travestis en la fiesta de fin de año (aunque el resto del año sean homofóbicos de fuste), Don Carlos se encierra en la Oficina (zona vedada a los mugrientos de mameluco) y pregunta: "¿Están todos?".  Es la pregunta que podría preceder a un fusilamiento. En esta segunda parte, los "todos" ya ni siquiera tienen nombre. Son directamente los "nadies". Son bollos de papel arrugado metidos en una caja. Hay suspense hitchockiano pero Don Carlos no los fusilará, no los despedirá. Don Carlos sorteará un auto.

¿Está claro que la mano invisible de Adam Smith no existe? ¿Está claro que es Don Carlos el que arma la caja y que otro Don Carlos armará la caja en la que está el bollo arrugado que también es este Don Carlos y así en escala ascendente, conforme la patética ley del gallinero?

Está claro, también, que para que la olla a presión no estalle se necesita, entre otras cosas, un "azar controlado". Que el esclavo contemporáneo tenga un sueño modestito. Acertarla en el bingo, embocar el loto o pegar unos mangos en los concursos de la tele. La medida del sueño es directamente proporcional al grado de esclavitud. Para los desharrapados de Don Carlos no existe la casa en el country, por supuesto, ni el 0 kilómetro.

Cuando Don Carlos anuncia que se ganó un auto, por un momento me ilusiono con las caras de ojete (léase: legítimo resentimiento de clase) y pienso que se viene la revuelta social. Pero no. No sería "natural". Lo "natural" es hacer caridad, pero hasta ahí. Hasta ahí. El auto nuevo se lo queda "papito" (¿o acaso alguien pensó que lo vendería para repartir la ganancia?)."Está bien, está bien igual", dice uno, por si a otro (un justiciero, digamos) se le ocurre escupir a Don Carlos o sacar los fósforos. No. Le dan las gracias y hasta lo aplauden por el magnánimo gesto de rifar su auto viejo, que tiene solo 2 años y está "pipí cucú".

Y todos contentos.

Hasta que uno se harta, o dos, o más. Y quiere ser escuchado. Ya sabemos que a la Oficina solo se entra para ser amonestado o despedido. La relación laboral está signada por una asimetría pavorosa. Pero hay maneras de que Don Carlos escuche. Hubo una manera, por ejemplo, de que Kraft (ex fábrica Terrabusi) anunciara hoy que  se aviene a negociar y revisar 86 despidos y 36 suspensiones. El buen burgués está escandalizado, nuevamente, por los modos (los modos de los obreros, esta vez, jamás los de Don Carlos Kraft). Por el caos en la ciudad: paro, movilización, solidaridad de organizaciones sociales y cortes de ruta.

Así. Y que Don Carlos se meta el 0K en el orto.




domingo, 27 de septiembre de 2009

CINEMA VERITÉ


Duerme con una jirafa liberada de una caja de Mc'Donalds en la mano izquierda. Se la pongo en la mano izquierda mientras se queda dormida cuando viene a casa. La jirafa la quise hace un tiempo para mí y pedí una "cajita feliz". "Con la jirafa, porque el resto de los animalitos ya los tiene". ¿Quién? Un niño que me inventé. La abrazo (a ella que duerme), con la mirada perdida en sus medias de lana de colores. Flores y rayas. Me enternecen sus medias.

En unas horas me cortaré las uñas de los pies, que crecen inútilmente. Probablemente tome las tijeras y me corte también el pelo, que crece (como las uñas) solo para que me lo corte. Lo que crece corta el corazón, excepto lo que nace para ser cortado. En la madrugada hace un frío tan bello que corta el aliento. Si siento que estoy en Buenos Aires, voy ligera. Si pienso que estoy, así, sin más, al peso insoportable del mundo solo puedo oponerle este frío lisérgico y los tres platos metálicos de los que comen mis perros moviendo el rabo.

Está aprendiendo las letras del abecedario. La jota es el mango de un paraguas. No le queda claro por qué los pies de cada letra deben apoyarse en el renglón. A mí tampoco. Me pregunta cuándo debe dejar un espacio en blanco. "Entre cada palabra", digo. Para nadar en un brevísimo silencio y encaramarse luego a la geometría de la palabra sucesiva. "La 'efe' es la 'ffffff" de 'fe'". "¿Y 'fe' que quiere decir?". "Creer en algo". "Entonces es como el alma", afirma concentrada en sus dibujos, sin alzar la vista.

Sí, pienso, como todo lo que existe pero no se ve. "No necesito ver Constantinopla para saber que existe", dijo un rey. Ella tampoco lo necesita. Canto Cinema Verité. Me escucha atentamente. La primera vez canto sola. La segunda vez, juntas. El único verbo con el que tropieza, cuando canta Cinema Verité, es "compaginar". Me muestra orgullosa sus dibujos concluidos y los palotes desbarrancados: "Había una vez una princesa. Y tenía un reino". Yo estoy con la máquina de mirar, justo en el paraíso, para filmar.

La extraordinaria contundencia de lo invisible me estremece. El aire de la noche abre las piernas y caen al piso mis pulmones, palpitantes, convulsos y recién nacidos. Me los pongo con mucho cuidado, porque no quiero perdérmelos. A todos aquellos que ella dibuja y son así. Realmente. Otros no y eso (el reverso de Constantinopla, las uñas y el cabello largo) lo aprenderá más tarde. Los demás son así, todo lo demás es así, relámpagos impresionantes como sus medias.

Música: Cinema Verité, Seru Girán, álbum Peperina, 1981
Canta: Fabi Cantilo, 2009
Dibujos: Delfi


sábado, 26 de septiembre de 2009

NUESTRO ARTE POBRE


The best thing, though, in that museum was that everything always stayed right where it was. Nobody’d move ... Nobody’d be different. The only thing that would be different would be you.
(J. Salinger, The Catcher in the Rye)


Decidimos construir un iglú. El viento azota las tundras del norte de Alaska y nuestros borceguíes se hunden en la nieve. Recordamos a Holden Caulfield atravesando el Central Park hasta llegar al Museo de Ciencias Naturales, pero no somos el esquimal eternizado detrás de un cristal en el museo. Nosotros cambiaremos.

Comenzarán a doler las articulaciones, se reducirá la extensión de la ruta de caza, disminuirá gradualmente nuestra estatura. Cada vez seremos más pequeños y nos costará atrapar los osos y las focas. El corazón dirá basta, un día. Es una pena que el iglú esté tan lejos de la tranquilidad de los museos, donde todo permanece tal cual es mientras uno no puede evitar, cada día, perder algo. Un recuerdo o un diente, la tersura en la piel y el vértigo en los talones fatigados.

Me dijiste: "Que el iglú esté hecho de sobras y residuos, de restos ignorados; que esté hecho de piedras o pedazos de vidrio, de madera o de tubos metálicos". Si nuestro iglú no fuera así, no estaría a tu lado. Me dijiste: "Es como la mitad de una esfera sobre la superficie helada, pero no es exactamente la mitad de una esfera". Porque nada tiene exactamente una forma específica, nada es liso y previsible y par.

"Somos la progresión numérica de Fibonacci", respondí. "Todo lo que hagamos, todo lo que nos sobreviva, será la suma de nosotros dos. Será un desprendimiento del iglú primitivo, un nuevo iglú de modestos materiales bajo la cúpula castigada y envejecida del primero".


Iluminamos el iglú por dentro. No hay religión en la zona polar pero la luz se parece al fuego. En un iglú de mármol italiano nos moriríamos tristes y congelados. Me miraste: "Una vez estuvimos en Venecia. Y amaste la iglesia Santa Maria dei Miracoli, con sus mármoles blancos y rosados de vetas incontables y secretas". "La amé para recordarla. Y porque los mármoles eran mármoles sobrantes del interior de San Marco", contesté.

Una hija pobre y extraviada, en el sestiere subestimado de Canareggio, lejos del esplendor de la plaza central. No hay padres en las tundras y la zona es poco frecuentada. Guardo las fotos de la iglesia veneciana en un álbum debajo de una piedra. Aquí ninguna virgen rescató a un niño de un río y lo más próximo a un milagro fue el avistaje de una ballena.

No teníamos arpón, la canoa era frágil y queríamos preservar las piernas para enredarnos y donarnos calor en la noche continua. Queríamos, también, soñar que la ballena reaparecía y apenas se dejaba ver.


Las palabras que pronunciamos fuera del iglú son palabras políticas. Tienen la contundencia y las consecuencias de una navaja. Así son las palabras. Nuestro vocabulario es nuestro manifiesto y cada afirmación, una definición del material de nuestros huesos. De nuestra utilización del alfabeto dependen las tundras. Y la supervivencia del iglú, de nuestras estrategias. Sabemos, como los generales vietnamitas, que si el enemigo se agrupa pierde terreno y que, si se dispersa, pierde fuerza. Entonces alternamos aleatoriamente el método, para no aburrirnos y para desquiciarlo.

Me corté el pelo y me vi en el espejo. Mis ojos tienen un brillo criminal. A veces tengo accesos de fiebre y deliro en voz alta. Le pido a Holden Caulfield que guarde los momentos felices en una caja, para que no se los arranque el invierno polar. Acaricio la foto del viaje gastada por el tacto bajo una piedra. Me tomás la cara entre tus manos: "Todo está bien en el iglú. Es nuestra casa". Miro a mi minúsculo y tierno alrededor y sonrío con los ojos húmedos. Partes del iglú primitivo se han volado y la tela no resiste los embates impiadosos del viento.


Pero queda el iglú menor y cotidiano, el hijo de nuestras experiencias y nuestras esperanzas. Tiene cuadernos y lápices adentro. Está intacto pese a la catástrofe. Y dice palabras de color azul.


Iglúes: Mario Merz (1925-2003)

jueves, 24 de septiembre de 2009

LO QUE BIEN PODRÍA DESAPARECER




En la síntesis informativa de medianoche de un canal de cable denominado Todo Noticias ("TN"), el índice de indigencia divulgado (no basado en datos empíricos ni relevamiento de campo alguno) tiene la misma importancia que la arena que cubrió Sydney, la niña que se salvó de milagro en un choque frontal en Washington D.C.,  las cotizaciones bursátiles en el Mercado de Valores y la temperatura que nos esperará cuando despertemos. Como cierre puede agregarse un video de MTV. Ese es el mundo vergonzante de TN. Aplanado, infundado, revuelto y cloacal.

No se llama a las cosas por su nombre sino por el nombre que el dueño de la señal dispone, según las exigencias de su bolsillo. TN nos escupe y nos deforma. En un país con una generación torturada y desaparecida, TN se protege a sí mismo de una inminente nueva ley de medios contra los monopolios de la noticia, proclamando que "TN puede desaparecer". Con ciertos verbos no se juega.

En los barrios adinerados de la ciudad la gente se autoconvoca para golpear sus cacerolas, para que TN no desaparezca (supongo). Hace tres años desapareció en esta ciudad un modesto albañil y militante llamado Julio López, testigo clave en el juicio contra un represor. Había llevado durante años un cuaderno secreto de su calvario, escrito en las tripas de su infierno íntimo. Julio López no aparece y ninguna cacerola se golpea por él.

TN bien podría desaparecer, si por mí fuera. TN debería desaparecer.

Debería desaparecer el simulacro de información sin un mínimo rigor investigativo y quedarse en sus casas sin pulsar una sola tecla los pseudo-periodistas lacayos de quien les paga el sueldo, los ensayistas mercenarios que demuestran el patético precio de sus cabezas utilizando el espacio de expresión del que disponen para escribir trivialidades sesgadas o satisfacer a sus patrones, cada uno de aquellos que se rotula "escritor" para alimentar las babas de su ego y salir en la foto y el progresismo "cool", hedonista y posmoderno que jamás puso el cuerpo, pero juzga e ironiza sobre la pila de muertos de la izquierda, resultando baratamente funcional a la derecha cuyo mayor mérito es haber bendecido la picana.

El aire sería más respirable. Los muertos célebres que varios citan y los muertos anónimos que ni se nombran dejarían de revolcarse en sus tumbas. Y el bosque se vería más claro. El bosque desolado que tapan ciertos árboles nauseabundos que van vestidos de fiesta.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

LAS PLAYAS DE NORMANDÍA

"Nada habrá tenido lugar sino el lugar"
Stéphane Mallarmé

Solo queda el lugar. La arena lamida por el agua y el agua chupada por la arena. El agua lava la sangre que tiñó la arena y la arena se impregna de sangre que se disolverá en el mar. No es la playa lo que queda, porque nunca se llega a ver toda la playa. Es el recorte de una zona en combate donde el ruido trepanaba el cerebro y el silencio, también. El hueco de una cara boca abajo, que no se enterará si hay boca arriba.

Queda tu cama. El colchón hundido del lado donde durmió tu cuerpo. La sábana revuelta por el terror del sueño, la mancha de café sobre la sábana. El hueco de un perfil sobre la almohada y el hueco inexistente del perfil restante, expuesto al colmillo codicioso del vampiro o a la mirada amorosa del ángel de la guarda. Ninguno de los dos existe pero da igual. Mientras dormís te muerden o te besan la garganta.


Francois Truffaut
  
Queda un plano detalle del lugar. La madera que buscó tu pie, el picaporte que te aferró la mano, la pared que sostuvo tu espalda. La silla que sentó tu cuerpo y la mesa que apoyó tus codos para que sujetaras la cabeza entre las manos. La ventana cerrada que recibió la lluvia y el ángulo que a veces recogía el sol. Los objetos actúan y respiran fuera del tiempo. Es el sujeto quien está de paso. El lugar no se mueve. El sujeto está en tránsito.


 Thomas Struth, South Dearborn Street, Chicago

Un día nombré la arquitectura que rodea esta calle, en orden cronológico de construcción. Nombré a sus constructores. Estábamos de pie bajo el Flamingo metálico gigante de Alexander Calder. Teníamos los gorros cubiertos de nieve. Te reías porque yo nombraba, a pesar de que el frío me congelaba impiadosamente la mandíbula.

¿Nos ves? ¿Ves a quienes nombré, mi mandíbula, nuestros gorros, tu risa? ¿Ves la nieve? El tiempo los sacó y nos sacó de allí. Nos sacará al extremo de no volver a nombrar, nada. Se llevará impiadoso todos los nombres.

Por eso son tan bellos y tan tristes los lugares vacíos. Por eso tan terribles las demoliciones. Vivir es librar una guerra. Cada lugar es un pedazo de las playas de Normandía.


martes, 22 de septiembre de 2009

EL GRADO CERO DE MIS DÍAS


Kazimir Malevich, Cruz negra, 1914

Es más fácil ver tu mano si cierro los ojos. Porque tu mano no está. No está el circuito singular y sinuoso de tus venas ni las delicadas articulaciones de tus dedos. No hay falanges. Las líneas de la vida que en la palma de la mano trazan la forma de la muerte o al revés. Veo tu mano cuando la alumbra mi memoria. No imagino tu mano. La recuerdo. Y no es cierto que la vea, estrictamente. La intuyo, la presiento.

Si no hubiera recuerdo ni intuición no existiría tu mano abriéndose lentamente dentro de mi cabeza, como una flor en el agua, la boca del mudo que pronuncia su primera palabra o la ventana rescatada de una casa que se incendió en un sueño. Es como cuando cierro los ojos para escuchar cierta música. Tengo que depurar el paisaje de distracciones y desvíos, desmalezar el bosque hasta dar con la textura específica de un tronco, apartar todos los peces hasta que solo haya agua.

Kazimir Malevich, Blanco sobre blanco, 1918

Tengo que tallar, hendir y expulsar lo que sobra. Cavar hasta tocar el hueso. Frotar, frotar, frotar. Dinamitar los mecanismos y las prótesis. Exiliar la ortopedia y la cosmética. Liquidar apéndices y anexos. Borrar la espuma. Eliminar las notas al pie, la red, los accesorios. Desenroscar las algas enredadas en mi pelo y apartar las que asedian mis tobillos para seguir la lógica del cero.

Ir hasta el fondo apartando los restos del naufragio. Platos de porcelana y cubiertos de plata, zapatos solitarios sin su pie con sus cordones flotando temblorosos, una muñeca con un vestido a cuadros. Mirar el cuadro. Un cuadrado. Un cuadrado dentro de un cuadrado. Una superficie plana de color. Todo lo que no sea color es un obstáculo. El color debe ser liberado de toda materia que no sea su propio resplandor.

La lógica del cero es un credo. Cero mío que estás en los subsuelos, malditos sean los nombres, voy obstinadamente hacia tu reino. Hágase mi voluntad, para que en esta mierda de tierra asome el cielo. El pan nuestro de cada día, no lo pido. Lo robo hoy. Saldo la deuda y no perdono a mis perseguidores. Los tomo por asalto. Es ahora porque no hay otra hora. Y no hay amén.

Kazimir Malevich, Cuadrado negro sobre fondo blanco, 1915

El grado cero es recordar tu mano, tal como era antes del grado cero, e intuirla. Es un combate. Combatir desde el presente para hacer de este presente un pasado y simultáneamente la consumación de la promesa del futuro. Ver la mano que estuvo y parir tu mano. Con los ojos cerrados. No hay mímesis, no hay referente, no hay control. Estoy pujando, tu mano. Estoy ardiendo. El grado cero es abstracto y es irreductible, es el núcleo de tu mano que late mientras pujo, son tus dedos golpeando las paredes del útero que tengo en la mente. Tenso y contraigo los músculos de mi vagina cerebral y tus dedos se pegan a sus labios. Pujo para arrojarlos, bañados en la sangre de mi soberanía, al mundo.

Kazimir Malevich, Cuadrado rojo, 1915
La aparición de tu mano es un acto supremo. Una revolución. Amaré tu mano hasta el final, como Malevich amó su credo. Cuando su credo fue declarado un crimen, debió pintar violentándolo para sobrevivir. Entonces antedató sus obras, para decir: "esto, así, era el pasado". O introdujo en sus obras minúsculos emblemas de su credo (la geometría de un cinturón o de un sombrero), para decir: "esto, aquí, es el futuro que debiera estar en el presente".

Tu mano no tiene precio. Eclipsa a las sirenas venenosas y a los encantadores de serpientes. "Es anacrónica, está pasada de moda, es opresiva en este mundo repleto de innumerables y diversas manos hedonistas", cantan y escriben y firman los expertos en soltar la mano. "Tu parto fue un fracaso", predican, "tu parto no fue múltiple", garabatean con su mano invisible y homicida.

Afinaré la curva de tus pulgares, lameré el hueco entre tus dedos y puliré como una artesana infatigable la forma refulgente de tu mano, para hacerla más bella. No me la quitarán. Si algún día no estoy, quedan los ángeles caídos y entrenados en el arte entrañable de cuidarla. Montarán guardia, día y noche, nuestros perros.


lunes, 21 de septiembre de 2009

LO QUE CABE EN UNA COCINA


Julie & Julia, Nora Ephron, 2009

Afuera se derrumban las catedrales y los aviones decapitan los rascacielos. El poder decapita y babea. Los mares convulsionan envenenados y se ven los tajos del Amazonas desde el aire. Estoy en la cocina de casa. Está tibia. Los conductores se fugan a ninguna parte y los hombres se ponen la corbata y se comen, a mordiscones. Y ahí no hay amor, no. Es como si los pájaros volaran con los ojos vendados. Como si el cielo fuese un campo minado para los pájaros. En los umbrales aparecen niños abandonados. Y no arde París.

O afuera hay también una tarde de sol y los niños alimentan en las plazas a las palomas, con molinetes de colores en la mano. Y el cataclismo está dentro de mí. Tiene la forma de un desierto. Se llama "¿para qué?". Me siento de sentarse, sobre una silla, en la cocina de casa. Como adentro está vacío, el siento de sentir bajó por la escalera, se fue por la ventana. Tengo que proyectar, de proyecto. Tener un plan. Es difícil planear, de hacer planes y de volar dibujando en el aire, a solas. Alguien sintió esto mismo antes que yo y buscó a un semejante, vivo o muerto, para no ahogarse de arena y caminar hacia el agua.



Hay que tomar esa soga de la que vienen tomándose uno después del otro los que nos precedieron, como las sogas que evitan que un niño se aleje del grupo, atraído por la cola de un perro, y se pierda. Una soga como una balsa de náufragos, como un libro. De ahí sale el plan. Un plan pequeño, como una cocina, que no implique un triunfo de triunfar, sino que a la mañana siguiente suene el despertador y haya un motivo para salir de la cama. Un plan sencillo, como escribir diariamente unas líneas sin saber si alguien las leerá, acerca de la preparación de un plato según una receta establecida.

La receta es la misma pero hay tantos resultados como cocineros. El sabor es variable. Y el aroma. Tu paladar no es mío y yo no puedo prestarte mi nariz. Por ejemplo, 527 recetas en 365 días. Así, un año; después, no sé. El plan me pide que palpe quesos, que huela las salsas, que elija frambuesas y lave verduras. Leibniz era bibliotecario y Spinoza, relojero. El sistema solar cabe en la cola del perro que distrae al niño.



Otros hundieron sus manos en las cacerolas, batieron tres huevos y probaron las mezclas. Hicieron cosas simples en una cocina, para no derrumbarse. A alguien le gustó lo que te gusta. Y a alguien le gusta ahora, también. Nos enviamos mensajes aunque jamás nos hayamos tocado. Nos reconocemos aunque jamás nos hayamos visto. Somos las repúblicas que no registran los geógrafos. Los movimientos sísmicos que en lugar de partir, unen y funden ciertas placas tectónicas.



Nos chupamos el dedo, como los tontos. El pulgar está bañado en chocolate. Eso solo lo saben los tontos, que se atreven a chuparse los pulgares y a extraviarse extasiados en las cosas simples como una comedia. Con las sartenes te arman una catedral y con los cucharones, un rascacielos. De alguna manera, encuentran la manera. En determinado momento se sueltan de la soga y se van detrás de la cola del perro. Sienten que cuando escriben, escriben para alguien, aunque no puedan verlo. Escriben en estado de emergencia. No podrían no hacerlo, no hay opción.

El gesto es bello como el perro que envió el mensaje con su cola. Y hay alegría ahí, sí. Y ganas de quedarse y de que no acabe la película. Pulsando estas teclas en la cocina, con las manos llenas de harina de estar vivo, pienso en el pan olido por el bibliotecario y la lengua fascinada del relojero. La filosofía es una baratija si no sale de quien instintivamente se chupa los pulgares.




sábado, 19 de septiembre de 2009

FRANCINE

Oskar Kokoschka, La novia del viento, 1914

Papá dijo a la tripulación
que viaja conmigo.
Es verdad.
Papá investiga
los mecanismos de la razón.
Es mentira.
Quiere saber dónde está el alma.
Por eso visita las carnicerías,
vuelve a casa y disecciona
animales muertos.
Papá dice que los animales
no tienen alma.
Pasea solo con Monsieur Grat.
No es un hombre. Es un perro.
Monsieur Grat.
Hay tormenta
sobre el mar de Holanda.
Duermo en el cofre
que papá lleva a todas partes.
Los marineros se preguntan
dónde estoy.
Papá se entrega
al estudio de la matemática.
Duden. Revisen.
Traza las líneas
de la geometría analítica.
Desconfíen. Controlen.
Morí a los cinco años,
con el cuerpo quemado
por la fiebre escarlata.
Entonces papá me construyó,
con piezas de metal.
Con mecanismos de relojería.
Fui su única hija.
Soy su muñeca autómata.
Soy su niña soñada.
El capitán ha entrado al camarote.
Ha visto el cofre.
Me ha visto, horrorizado.
Y me ha arrojado al mar.
Francine vuelve a morir,
ahogada.
El agua enfurecida
arrastra una muñeca
de mi exacta estatura.
Se la traga.
Papá mira mis dedos
aferrándose desesperados
a la espuma.
Lee en mis ojos
la desesperación.
René Descartes naufraga.

viernes, 18 de septiembre de 2009

FASCISTA Y SODOMITA

"Estimado Mauricio:

No pude asistir a las jornadas sobre 'Liderazgo para jóvenes' organizadas por la legislatura porteña, que se celebraran en el día de hoy con la presencia de protohombres de la calaña de José María Aznar, reconocido lameculos de un más que reconocido genocida de nuestro siglo; Alvaro Vargas Llosa, prolífico escupidor de sesudas y exhaustivas investigaciones sobre la actual situación de Latinoamérica, en mayoritarias manos plebeyas de vergonzantes populistas demagogos, detractor de las degeneradas vanguardias y defensor del arte clásico, pulcro, puro, perfecto y bello (de tal palo, tal ladilla); y el jefe de la oposición a Evo Morales, que por suerte tiene los ojos redondos y usa corbata y no esos textiles andinos que quedan tan cool en un BAF Week pero tan grasas en un bolita bajo la pasarela, que además porta cara con sobredosis de indigenismo.



Ya no doy el perfil de joven, no gestiono ni gerencio nada y nunca se me ocurrió liderar ni los trencitos de los casamientos (y creo que ya cubrí todas las palabras de tu vocabulario ... ah, no, me falta la muletilla de los 'equipos de trabajo', sí, para liderar, gestionar y gerenciar todo, todito como si fuera una empresa de papá).

Sabrás, aunque solo hayas pisado un jardín infantil público para sacarte una foto, que nuestros niños se inician en el amor a la propiedad privada y la creatividad artística al son de esa bonita página titulada 'Yo tengo un elefante que se llama Trompita'. Bueno, gracias por avisarme (supongo que con el apoyo unánime de tus compañeritos de jornadas) que 'Yo tengo un gobierno fascista y sodomita'. Porque sinceramente no me había dado cuenta de que estamos ante 'el gobierno más fascista de los últimos años', que 'piensa en cosas perversas las 24 hs.'.

Una pena que no fueron a las jornadas Segismundo el patyvienés, Norberto Bobbio y Umberto Eco, por ejemplo, los dos primeros porque están muertos y el último porque supongo que no quiere morirse. La hubieran pasado bárbaro. La perversión no me preocupa tanto, considerando que mi sentido del morbo está bastante desarrollado, me pajeo desde niña y me encanta que me toquen el culo. Pero lo del fascismo realmente me asustó. Vino de la mano de hierro de José y Benito y hasta algunos se dignaron recordar a Adolfo. Me erizaste la tarde.

Creo que hay cosas que se me escapan. Cosas fascistas. Ahora el adjetivo se puso de moda y lo venden en tiendas mayoristas, como el cotillón y la pirotecnia navideña. El amigo Umberto escribió una vez sobre el 'fascismo eterno' e intentó sistematizar sus tópicos, para sacarlo aunque sea un rato del maxikiosco y que uno piense un poco al mencionarlo.  
Para empezar, no veo en este gobierno un culto de la tradición. Se despenalizó la tenencia del ñoca, vamos por la despenalización del aborto, hay casorios homosexuales y nadie me dicta en casa las tablas de la ley. La única tradición que hace ruido es la ganadera, podrida en su raíz (regada con la sangre de los primos de Evo).

En materia de censura y absolutismo, no he visto gobierno tan defenestrado como el que nos toca. Tiene a la inmensa mayoría de la prensa (concentrada en unos pocos monopolios mafiosos y legiones de periodistillos lacayos) en su contra, con tapas que hasta trazan el perfil psicológico de Néstor como si fuera Robledo Puch (todo porque duerme en posición fetal) y tratan a Cristina de enferma bipolar, con paupérrimos reportes pseudopsiquiátricos incluidos. Los imitaron en la tele en cadena nacional y vos y tus babeantes amigos de la oposición los acusaron de todo, uniéndose por supuesto al inveterado coro clerical y los dueños de las vacas desolladas. Invariablemente sin uso de la razón ni análisis de los hechos, pero no hay dardo envenenado que no hayan arrojado.

Especialmente a Cristina, que nació mujer. Si todavía dura el odio visceral a Evita, me imagino el tipo de agonía misógina que le estarán deseando a esta representante del segundo sexo, que no lee discursos, discute con los machos como un par y se los lleva puestos con un par de reflexiones. Y además se hace amiga de mandatarios de países que, como su sexo, también son de segunda y no pertenecen a 'los-del primer-mundo-donde-se-ofrece-seguridad- jurídica-a-los-inversores'. Este latiguillo me tiene los huevos al plato, te juro. ¿Serán los mismos inversores que nos desvalijaron en los '90? Por mí que no vuelvan o se equivoquen de patio trasero.

Tampoco veo a nadie elevado a la categoría de héroe (como algunos supuestos estadistas de opereta que operan en vuestras filas) ni xenofobia ni machismo. Más bien es al revés. Es la oposición (salida en gran parte de una supuesta aristocracia nacional y una casta de nuevos ricos que destilan tilinguería) la que se arrima al pobre solo para arrancarle el voto y no soporta que el poder use pollera. Así que, dada tu investidura y la gravedad institucional de tus declaraciones, cabría que te explayaras un poco sobre el fascismo que nos oprime (como cuando cantás We will rock you disfrazado, pero sin gritar como la mamá de Karina y que se te entienda).



En cuanto a que el gobierno vive pensando cosas perversas y dado que el gobierno tiene nombre y apellido y hasta hijos, me imagino partuzas swingers en Olivos, enhiestas tarariras al viento y vedettongas en las listas electorales. Sin perjuicio de que cada uno puede hacer de su culo un pito y chiflar hasta que se le raje mientras no joda al prójimo, mi mente afiebrada conjetura festines como los de Il Cavaliere, pero hasta ahora y por acá ni noticias. ¿Dormirán en ataúdes llenos de tierra y chuparán sangre, como la que le chupó a todos sus obreros tu familia, con vos a la cabeza de los negocios, fungiendo de contratista estatal? ¿Dónde están los fluidos, los vapores, la cosita fea, fálica y por detrás? ¿No estará en tu cabeza, digo yo, tanto que la nombrás así, fuera de foco? No sé, pero cuando alguien se encrespa tanto con la perversión ajena pienso inmediatamente en el nombre de su muñeca inflable.          

Te dejo por ahora. Si estamos en un revival de la Italia del Duce, tengo que trancar la puerta, rezar el rosario e irme a dormir temprano. Si estamos en Sodoma, salgo a la calle ya, porque no pienso perdérmelo.

P.S.: No voté a este gobierno. Y nunca canté la de Trompita".

jueves, 17 de septiembre de 2009

ESTE BESO NO ES INÚTIL

I.

A las cuatro y veinticinco de una tarde de invierno, Ana entró en coma. Pocos minutos después, un médico de guardapolvo blanco inmaculado se acercó a mí para informarme que ese coma era irreversible, apoyando la palma de su mano izquierda sobre uno de mis hombros y ejerciendo una leve presión, como intentando sostenerme o apiadarse o advertirme que ya nada volvería a ser lo mismo.

No presencié el accidente ni el ingreso de Ana al hospital, pero fue como si hubiera estado allí. Llovía y llevaba un gorro de lana azul calzado hasta las orejas, el pelo negro revuelto por el viento hasta la cintura, el bolso de cuero cruzado sobre el pecho cargado con un par de libros, varios cuadernos y una lapicera de tinta negra. Y las viejas botas de caña alta, con los tacos gastados. Se detuvo en medio de la calle para deslizar una mano en el bolso y confirmar que había olvidado el llavero del que colgaba un corazón y un silbato de colores y que tendría que recurrir, cuando sucediera ese regreso que nunca se produjo, al llavero suplementario enterrado en la maceta de piedra de las azaleas, al alcance de la punta de sus dedos frágiles, detrás de las rejas de hierro de su casa.

El taxi a alta velocidad la embistió brutalmente, la levantó en el aire y la arrojó sobre la vereda que Ana no llegó a pisar. Su cara golpeó secamente las baldosas, el bolso se abrió y despidió los cuadernos y Ana quedó tendida en una posición extraña, inarticulada e inerte, mientras la sangre rodeaba su cabeza. Imaginé la sirena insoportable de la ambulancia, la camilla y la sucesión mecánica y vertiginosa de actos destinados a salvar su vida.

El ingreso de la camilla al hospital, como una ráfaga desesperada rasgando la rutina de la mañana, la máscara de oxígeno con sus bandas elásticas hundidas en los pómulos de Ana, la apresurada apertura de las puertas del quirófano, el ruido previsible de los pequeños y precisos instrumentos quirúrgicos y la exploración inútil de un cerebro convulso que no daba señales de esperanza. Imaginé el pelo de Ana en un balde plástico y los ojos húmedos de la enfermera que colocó en una bolsa los cuadernos con la caligrafía aplicada e infantil borroneada por la lluvia, junto al repertorio de posesiones personales que luego me fueron entregadas.

La vistieron con una impersonal bata blanca y la trasladaron a una sala de terapia intensiva. La acostaron con movimientos expertos en una cama de sábanas recién planchadas, hundieron delicadamente una aguja en la vena inicial, que luego cedería (agotada) su lugar a otras venas, para inyectarle el suero que caía a un ritmo monocorde, le limpiaron y vendaron las heridas de la cara y Ana ingresó en un mundo paralelo, con la boca sellada. Tenía un tajo diagonal en la frente y un párpado cortado.

A las diez de la noche, la cabeza de Ana se llenó de peces. Yo velaba su sueño involuntario sentado junto a ella en una diminuta silla de metal. Durante los próximos dos meses me dedicaría a contemplarla, ajeno a todo lo que pudiese suceder alrededor y abstraído en las imágenes y las palabras que Ana me entregaría con una dulzura tenaz, sin abrir los ojos ni mover los labios, desde el exilio al que había sido confinada.


II.

Fui su confesor y su cómplice. Su compañero en el desarraigo. Eso había sido también para Ana antes del accidente. Me gustaba estar con ella más que nada en el mundo y que Ana leyera los poemas que yo solía escribir. Me los devolvía subrayados y con preguntas. Jamás tachó un verso. Subrayaba los que la arrancaban de su estado de ausencia y me hacía preguntas inesperadas: “¿los cisnes pueden resistir mucho tiempo fuera del agua?" "¿los subterráneos se cansan y empiezan a avanzar más lentamente?”. No eran sugerencias para una reescritura. Eran preguntas provocadas por mis tímidos textos a los que Ana infundía coraje, inusuales preguntas para las que yo ensayaba una respuesta.

Sucedía lo mismo cuando íbamos al cine. Ana prolongaba la película con sus interrogaciones desconcertantes. Nada terminaba para ella. Cada historia se extendía, se bifurcaba, se engarzaba con otras historias y no tenía fin. Aun en las épocas de sus noviazgos continuamos compartiendo muchas tardes. Entrábamos en las librerías y tomábamos un chocolate en el bar, intercambiando ideas sobre nuestros hallazgos. A veces nos sentábamos en una iglesia, a escuchar el silencio.

No tenía sentido hablar de nuestras familias. Ana la había perdido y yo era un huérfano aunque la tuviera. La vi entrar en relaciones amorosas con entusiasmo y salir de ellas con rabia, porque había preguntas que sencillamente nadie comprendía o descubrimientos que debía guardarse a su pesar. Ese espacio de complicidad lo mantenía conmigo y nunca nos pedimos más que eso. Era una zona de ternura asegurada donde las revelaciones nos asaltaban mutuamente y nos sentíamos invencibles. No le confesé ninguno de mis escasos y pálidos romances, cuyo relato hubiera opacado cualquier conversación.

Juntos aprendimos a temblar de fascinación. Ana militaba en un partido de izquierda radical, al que yo observaba con cierto escepticismo. Me enternecían su furia y su impotencia. Se olvidaba los paraguas en todas partes, hasta que dejó de usarlos. Le gustaba el perfume a jazmines y por eso cada tarde le llevaba un ramito al hospital, que colocaba cuidadosamente en un vaso rescatado del baño de la habitación. Pensé en comprar un florero pero supe que finalmente terminaría en el cesto donde se acumulaban las vendas y las gasas. El ritual del vaso ofrecía una promesa de continuidad. Seguiría en ese baño para nuevos pacientes, cuando Ana ya no estuviera allí.

Le leía mis nuevos poemas y subrayaba los versos que suponía que ella hubiera subrayado. Me hacía en voz alta las preguntas que Ana hubiera hecho y probaba respuestas. Iba a ver las películas que hubiéramos visto y se las relataba, concentrándome en los detalles que nos hubieran conmovido. No le hablaba para rescatarla del coma. Le hablaba para acompañarla y porque necesitaba compartir con ella lo que había vivido. En esos dos meses, Ana me dio mucho más de lo que yo le di, aunque estuviese inmóvil y mis palabras le fueran supuestamente ajenas. Mirar su perfil me tranquilizaba. Adivinar sus brazos debajo de la bata, sus piernas debajo de las sábanas y su corazón conectado a una geometría impasible en el monitor a su costado.

Eso era todo y para mí era mucho más de lo que hubiera imaginado tener. Amaba esa república compartida que nos pertenecía naturalmente. Nunca me pregunté por qué no habíamos ido, ninguno de los dos, más lejos. En cualquier circunstancia, el dolor de perderla hubiera sido igualmente insoportable.

III.

Una tarde el pecho de Ana se sobresaltó, como si fuera a convulsionar. El monitor alteró súbitamente su geometría y Ana abrió los ojos. Sin ver. O viendo algo que, esta vez, me fue negado. Apoyé mi mejilla derecha contra su perfil y la abracé, pasando mis brazos bajo las sábanas con olor a limpio. La estreché contra mi cuerpo para darle calor, tomándola de la nuca. Respiró abruptamente y sus ojos quedaron perpetuamente fijos en un punto fuera de mi alcance. La deslicé en la cama y besé, cerrándolos, sus párpados, especialmente el que llevaba una cicatriz. Ana se hubiera reído de la historia de la Bella Durmiente. No era una princesa. No iba a despertarse. Aun así, sentí que mi beso sobre esa cicatriz no era un beso inútil. Era la señal en clave de una despedida provisoria.

El monitor se replegó en una línea plana. Al día siguiente me entregaron, en una bolsa plástica, el gorro de lana azul, el bolso de cuero, la lapicera, los cuadernos, un par de libros y las botas gastadas, que quemé ese misma noche en la plaza donde buscábamos sombra en las tardes de verano. En el hueco de tierra donde se hundió su cuerpo arrojé el último ramo de jazmines que se resistían a languidecer.


IV.

Pasaron muchos años, un par de mujeres y varios hijos. Voy solo a las mismas librerías y subrayo líneas de poemas que no muestro a nadie. Me imagino preguntas insólitas que intento responder. Los sábados a la tarde salgo a caminar y entro en los cines. Vuelvo tarde a casa. Cada noche, antes de dormirme, le cuento a Ana mentalmente las películas que vi.

Nadie supo ni sabrá quién es Ana. No me contesta pero todavía está aquí, en el rumor de esta conversación que no se extingue. Su perfil me escucha, su cabeza gira su cabeza y su boca aún mueve su boca. Con ella entro en el sueño como si me llevara de la mano. Ana es mi silencio y mi secreto. Ana despertó lo único que brilla y arde, incendiando las líneas planas de los monitores, dentro de mí.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

EL AMOR (I): MONÓLOGO NOCTURNO DE ABBY HENSEL

Para La Judith.
Que sabe que hay frikis. Y frikis.


No me molesta tu cabeza al peinarme,
ni tu elección de un peinado diferente
que restringe el límite de acción de mi único brazo.
Porque el que debería ser mi otro brazo
es en verdad el tuyo,
como son tuyas tantas otras cosas
que en cierta forma también me corresponden.
No me perturba que te haya tocado
el pedal izquierdo de la bicicleta,
ni que sea solo yo la que se ríe
cuando nos hacen cosquillas en el lado derecho.
Me resulta indiferente
nuestro sistema circulatorio compartido,
que hace que me nutras de calcio,
aunque deteste la leche,
y que te transmita vitamina c,
aunque no soportes el jugo de naranja.
Nacimos bajo el signo de los peces
y somos peces fundidos en un coxis mixto
y en un único cuello,
que enlaza sin herir nuestras identidades.
Sacamos dos entradas para el cine.
Soplamos velas en dos tortas de cumpleaños.
Usamos medias y zapatos de distinto color.
A mí me atrapan los ejercicios matemáticos;
a vos te hechizan las incertidumbres del lenguaje.
Vivimos en estado de negociación
y acuerdo permanente,
alineando nuestros rápidos cerebros
en una inusual coordinación.
Así habíamos alineado
nuestras cabezas en las ecografías:
una de las dos fue invisible antes de nacer.
Honestamente no sé cómo hacemos
para tocar el piano
pero supongo que tocamos sin pensar
y entre las dos vamos gestando música,
que es la tuya y la mía y es también la nuestra.
Porque esa es nuestra extraña e inefable cualidad:
la conjugación de tres formas verbales
al mismo tiempo.
Yo soy. Vos sos. Nosotras somos.
Simultáneamente.
Ser gemelas bicéfalas
es lo más y lo menos importante del caso.
Sin vos me moriría y con vos
he probado que es posible vivir,
en este cuerpo que alberga dos cabezas.
Cuando nadamos
siento el roce húmedo de tu rostro en el mío
y al conducir te pido, de vez en cuando,
que reduzcas la velocidad.
Cuando te enfermaste de neumonía,
fui quien tomó los medicamentos por vos.
No es sólo una cuestión física, evidentemente.
No se trata de que nos necesitemos
técnicamente para sobrevivir,
con nuestros tres pulmones inclasificables
y nuestro torso y extremidades compartidas.
Se trata de nuestras extremas diferencias
pacíficamente desplegadas
en una misma e inexplicable anatomía.
Somos radicalmente diversas
y literalmente inseparables;
somos la prueba viviente de la conciliación.
De la impensable y espontánea armonía.
Duplicaremos imaginariamente
nuestro único sexo
y una cerrará los ojos y se irá sin moverse,
mientras la otra sea penetrada.
La carne se reducirá a cero
frente a la sublime potencia
de nuestros deseos personales.
Es difícil no llorar cuando estás triste
aunque, si quisiera, podría no escucharte llorar.
Pero hemos elegido convivir
de esta aparentemente tan monstruosa manera,
que es nuestra ordinaria y sencilla manera cotidiana.
Cuando llega la noche y hay un único cuerpo
debajo de las sábanas,
siento cómo se aquieta el ritmo de tu respiración.
Hago un esfuerzo y giro, todo lo que puedo,
mi cabeza para contemplar tu cara
y me digo,
mientras yo también voy entrando en el sueño,
que ha sido un día más
arrancado a las predicciones.
Y deseo que duermas bien, serenamente y en paz.
Y te pido que jamás abandones
esta casa de nudos que nos ha sido dada
y que nunca se te ocurra dormirte del todo.
Porque probablemente yo también lo haría,
aunque no hubiésemos nacido así anudadas.



(Abby y Brittany Hensel hubieran podido ser separadas. Decidieron unánimemente que así no fuera, sabiendo que al hacerlo una de las dos moriría) 

lunes, 14 de septiembre de 2009

DECÍMELO DE FRENTE


(Fragmentos omitidos por Monsieur Barthes - "peu sérieux", dijo. Vamos, Roland, Monsieur Roland Garrón, las cosas como son ...)

I.      No seas ganso

El diálogo se torna sospechoso cuando el otro elige el teléfono en lugar del cara a cara. Y eso ya es un lujo, considerando que bien podría borrarse sin dejar pistas o cortar el cable con un Tramontina. En cuanto empieza a hablarte en clave, en código morse o como un testigo encubierto de la camorra o, peor aun, a asestarte las consabidas e inverosímiles declaraciones "estoy confundido" (equivalente a "estoy ido") o "sos demasiado para mí, no te merezco" (equivalente a "estoy ahogado, sí, desaparezco"), suena la alarma de toda la flota del SAME y el Titanic se hunde de punta.

¿Por qué, en la mayoría de los casos, no registramos la patada en el culo? ¿Porque nos la prodigan con pantufla de peluche en lugar de botines con letales tapones, porque la amortiguan con manifiestos psicológicos de supermercado chino, porque sufrimos una acelerada regresión neuronal y nos tragamos sin dudar la píldora discursiva envenenada?

¿Por qué editamos, ponemos notas al pie, leemos entre líneas y analizamos hasta el lenguaje corporal del emisor del dardo para convencernos de que, o bien es cierto la soberana ridiculez que nos está diciendo en un patético tributo a Gassman o, inclusive, nos ama profundamente pero no se atreve a manifestarlo, porque le teme a los riesgos y al compromiso del amor, que nosotros vamos a enseñarle con vocación redentora digna de Santa Clara de Asís hasta que los huevos le lleguen al piso y no nos abra la puerta no solo porque no quiere sino porque se tropezaría con sus propios huevos?

Ay, sí. Porque no queremos que se termine, por más que apeste. Porque se nos trastornó temporariamente el sentido del olfato y confundimos el barandazo del final con el infame patchouli de la duda o el exótico perfume del miedo a la entrega (últimas dos fragancias que alzan los bracitos como el operador de pista que guía a los aviones con sus señales fosforescentes y gritan como el croupier de la ruleta "no va máaaaas", "no va másssss"). Fragancias dignas de un Nabocop irrecuperable, no solo privado de coraje sino de un mínimo de creatividad.

Te pido que no seas sogán, aunque sea en nombre de la semana de lujuria que hemos vivido. Que me lo digas de frente, aunque sea grave. Mamerto, my dear mamert, decime la verdad, aunque duela (como el psiqui cuando se hartó de Lacan y me habla en lenguaje de cancha, para que lo entienda).

II.     No me ofenda

Voy al cine sola, ¿y qué? Puede ser la paranoia, pero siento que me miran como si fuera El Hombre Elefante, sin la bolsa en la sabiola. Como si me faltara media gamba y el muñón todavía chorreara sangre. Como si tuviera los bigotes extra-large de Frida Kahlo. Estoy susceptible, lo sé. Además, todos tuvieron la ocurrencia de venir en pareja o en vocinglero grupete. Tendría que haber ido a la Lugones, donde esto no pasa porque van los jubilados a zafar del frío o pasan las pelis mudas de Pabst, a las dos de la tarde.

Pero me hice la cancherita y vine a un horrendo Village Cinema un sábado a la noche a ver la comedia dramática de la semana. De masoquista, nomás, con tres paquetes de Kleenex en el bolsillo. Para irme en llanto y salir como Galíndez después de los tortazos de Richie Kates, en el Rang Stadium sudafricano. Por lo menos él se bañó de sangre. Y de gloria. Yo salgo envuelta en mocos y con la cara lista para ganar el casting del tren fantasma, si el Italpark volviera. 

Lo peor, sin dudas, es el boletero infame. “¿Una sola?”, pregunta. ¿Es ciego, ve doble?. No, pretende humillarme en público. Entonces se la devuelvo. “Sí, vengo sola porque no necesito a un mequetrefe que me haga la gamba o me pague la entrada, que se ría en la escena del velorio o saque del bolsillo un paquete mata-pasiones de confites Sugus, que se atragante con un Sugus rosa y me escupa el Sugus masticado en el jean que no me saco desde hace un mes”. “Vengo sola y me la banco”, le espeto, masticando un Sugus a lo guapo.

Sr. Boletero, ¿acaso no es obvio que todavía no peso lo suficiente como para ocupar dos butacas y entradas necesito una, una nomás, sin agregados que subrayen mi condición? Mr. Boleterou, no sea redundante, se lo pido por mi honor.

III.     Podría cortarme las venas (o dejármelas largas)

Podría leer chick-lit o comprarme dos kilos de helado mientras miro hasta el amanecer los exorcismos en directo de las pastores brazucas nacidos en Lugano que animan Pare de sufrir (parechisofrir, así, todo junto). Pero no, quiero algo más heroico. La bañadera llena de sangre, mi mano aferrada a la cortina de plástico a la que se le suelta la argolla y el hilito de sangre que se va en remolino por el agujero, como en Psicosis. Pero lo bueno de estar sola es que puedo dejarlo, como tantas cosas, para mañana.

Estar sola se parece tentadoramente a la libertad.

IV.     Podría empezar una actividad física

Así libero endorfinas y quemo calorías, todo por el mismo precio. El solo hecho de pensarlo me cansa. Me agoto antes de arrancar. Llego al gimnasio y me mareo. Me rodean sílfides esculpidas que no necesitan venir al gimnasio. ¿A qué vienen? A humillarme, como el boletero del Village. Y, por supuesto, lo primero que hago es trastabillar y llevarme por delante todas las pesas. Las grandes, ésas que cuando se estrellan dan la sensación de que el gimnasio implosiona, como el Warnes o las Twin Towers. El clímax del oprobio. No vuelvo más.

V.     Podría reírme

De mí misma. Pensar en lo que el paparulo se perdió. Bueno, epa, no es para tanto. Sonarme los mocos y despegarme el jean. Quemar la chick-lit y mirarme al espejo. Y sí, un airecito a la Cuccinotta (jibarizada y después del accidente) la verdad que tengo. Reírme, hasta llorar. De risa. Es lo que nunca falla.



sábado, 12 de septiembre de 2009

NO PUEDE ESTABLECERSE LA COMUNICACIÓN

Christian Boltanski, Los abonados telefónicos (instalación), 2000


Vino Susú y dijo: Imagino de los libros salir líneas que unieran cada nombre con sus queridos, amigos, familiares, conocidos... en diferentes tonos. Imagino la presencia de los nombres borrados, atestados por sus lazos, con permanencia indeleble. Registros de afectos, la lista de gente que queremos y que nos quiere, en diferentes intensidades, porque así son y se nos representan... "Señores del registro: hagan el favor de lanzarme una intensa línea color tomate hacia el capítulo 3, del tomo XXIV, apartado 15, que me he enamorado". "Tracen una nueva línea, de colorines, hacia donde estuvo mi padre, que hoy he recordado cuánto le gustaba leer cuando todos nos habíamos ido a dormir". "Línea azul cielo hacia mi perro, que hoy ha tenido frío por primera vez en el año, y se ha arropado con mis manos" ...



Lo que captura al ojo, entre tanta abundancia de papel de colores y cuando se mira desde cierta distancia, es el espacio vacío. Google Earth es irrelevante. Lo que importa es la distancia entre el ojo y el mundo y Google Earth no registra la distancia necesaria para ver el hueco. No es un dato cargado en su archivo. Un archivo de guías telefónicas es lo que tengo frente a mí. Las que faltan son más evidentes que las que están. Las que están muestran por contraste las ausentes. Es como cuando te inyectan líquido de contraste para ver los órganos con claridad. Claramente algunos no fueron registrados.

El mecanismo de control, clasificación e inventario es simultáneamente un mecanismo de exclusión. Sucede todo el tiempo. Abro la boca y digo una palabra en lugar de otra. En cada acto ejecutado hay un acto ejecutado. Ejecutar significa hacer y también matar. Elegir es sacrificar, necesariamente. Nadie debiera resultar un elegido. Hay luz suficiente para verlo. Abajo directamente no hay nada.

¿Quiénes faltan? ¿Quiénes decidieron no estar o no pudieron ingresar a este archivo? ¿Cuál es el nombre de los muertos, de los no nombrados, de los que se reservan el nombre para intentar no ser localizados? Especialmente, de aquellos que hubieran deseado estar y no pudieron o de los que quisiera que estén pero se han ido. Los nombres que contra su voluntad o a pesar de la mía no se escriben o ya no son escritos. Los nombres de los dados de baja.


En el espacio vacío, una vez visto, caben la indiferencia, la furia o la nostalgia. Algunos aprenden a sentir lo que no está. Ver es un estado emocional y una predisposición psíquica. Enfurecerse por las manos que apartaron a tantos de la lista, por la mano que se llevó a tantos que debieran estar del otro lado de la línea. Llorar por lo perdido. Seguir hablándole, al aire de los huecos. Gritar hasta quedarse sin aire, para que no haya aire donde se puso el grito. Hablar en nombre de los que no tienen nombre. Aferrarse al teléfono como un amante no correspondido.

A los muertos hay que soltarlos, hay que dejarlos ir para no irse con ellos y hay que seguir nombrándolos para que sigan vivos. Hay vivos muertos de múltiples muertes y muchos debieran resucitar. Otros, no.

Paso las páginas que siguen el orden alfabético. El alfabeto es un simulacro y todo está en desorden. No sé a quién busco. Miro las guías abiertas, abandonadas sobre las mesas a mi alrededor. Alguien se trepó a una escalera buscando un nombre. No hay nadie en la sala. Los huecos abren la boca y no pueden hablar. No hay señal, se cortaron los cables, no hay conexión, se perdió la llamada. No puede establecerse la comunicación.

Hacen un esfuerzo extraordinario, veo las mandíbulas en movimiento de las que no se cae ni una palabra, se concentran y vuelven a intentar pero es como si estuvieran cosidas o como si fueran transparentes. Son bocas mudas, son bocas de viento. Y los estantes de abajo están llenos de bocas, son agujeros de los que salen bocas, son estantes desesperadamente llenos.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

NO ME SUELTES

Paul Klee, Angelus Novus, 1920


no me sueltes, me dijo una vez el miedo.
no me sueltes, me dijo un perro.

sólo hablé con el perro. tranquilo, nunca te amarré.
Òscar Solsona



I.     A tu angel se lo lleva el viento

No hay un cuadro. Hay ojos que lo miran. En este cuadro, Walter Benjamin vio un ángel y puso en palabras su visión en su novena tesis sobre el concepto de historia. Porque fue el "Angel de la Historia" lo que vio, levitando con las alas desplegadas y los ojos teñidos de impotencia y dolor, contemplando las ruinas del pasado que trepan hasta el cielo y con la espalda vuelta hacia un futuro inenarrable, adonde el viento de la tempestad lo arrastra aunque no quiera.

El ángel quisiera quedarse de pie frente al pasado e inclinarse a lamer sus heridas, a reparar los trabajos sangrientos de la historia, a cauterizar los tajos de la destrucción. La historia que ve el ángel espantado no es la línea recta luminosa pregonada por Hegel, cuyos crímenes son legitimados por el avance natural de la razón hacia el progreso. No es una historia que asiste imperturbable a la caída de los imperios, sino al escándalo de las masacres. No caen Cartago, Persépolis ni Roma. Jerusalén es arrasada por los romanos y la Luftwaffe descarga sus bombas sobre Guernica.

El pasado es catástrofe. El presente, también. Porque es el infierno de la repetición constante de lo mismo, travestido de moda para que abramos la boca y mastiquemos sin asco sus mercancías. La reiteración mecánica del gesto del obrero, del paso del burócrata, de la transacción efímera del consumidor. Es esto el infierno, le dice Marco Polo al Kublai Khan en el último relato de Las Ciudades Invisibles que imaginó Calvino: mientras muchos se acostumbran a él hasta no verlo y convertirse en lo que ya no ven, otros resisten y aprenden a detectar las "situaciones de no infierno". A reconocerlas, a darles un espacio y a hacerlas durar. ¿Cuáles son tus "situaciones de no infierno", en una vida en la que Sísifo arrastra la piedra una y otra vez?.

El futuro es esta tempestad que sopla en el presente y abre a la fuerza las alas del ángel. La tempestad que nos expulsó del Paraíso, que nos ahogó en un diluvio y que azotó Sodoma y Gomorra con su fuego. El futuro será, para Benjamin, la repetición del pasado. Sus ojos sublevados no llegarán a ver Auschwitz ni Hiroshima pero ya pueden presentirlas en la mirada alucinada del ángel.

Aspiramos la peste de las flores del mal. La revolución no es la locomotora de la historia. Debe ser, piensa Benjamin, el freno de emergencia que ponga fin a esta carnicería silenciosa. Una sociedad sin clases, que nos devuelva la dignidad que hemos perdido y redima a sus muertos. Un mundo en el que cada muerto digno sea devuelto a la vida, porque hemos recogido y puesto en acto su legado. Porque no permitimos que el viento se lleve impunemente, junto al ángel, nuestros recuerdos.

II.     A tu cámara la asedia el olvido

Hace un mes que vuelve recurrentemente con la cámara a la vieja casa de sus padres. Hace un mes que murió su madre y su padre comenzó a desvariar. Dice que filma para su hermano que vive en el extranjero. Pero yo sé que filma para sí mismo. Porque veo lo que está filmando y sé que lo etiqueta y no lo entregará, a nadie.

Fragmentos de una mesa, tazas apiladas, las teclas de un piano, los lomos de los libros ordenados en una biblioteca, una lámpara. Vuelve invariablemente a filmar dos lugares precisos de la casa, que se clavan como estacas en su corazón.

Un pasillo poblado de fotografías de sus padres, enmarcadas, de distintas épocas. Una boda, algunos viajes, brazos rodeando las espaldas de los hijos. La imagen de la madre, en cada foto. Acerca estremecido y atormentado la lente de la cámara, como los ojos del ángel, a esa imagen. Filma una madre fotografiada, concentrándose exasperadamente en los detalles, como si fueran a robárselos en cualquier momento. Se inclina como quisiera inclinarse el ángel y filma la curva de los párpados, los pómulos, las manos. Los nombra mientras filma.

Dice: "Acá está mamá, éstos son sus ojos, está apoyando las manos sobre la baranda de un puente, se ríe, ésta es su boca". Después entra con la cámara al hombro al cuarto de la madre. Filma una cama angosta de bronce, con un edredón modesto hecho de retazos de telas de colores y un par de almohadones floreados. La lente roza las flores hasta descomponerlas. Filma una pintura inconclusa de su madre, sobre un atril inestable de madera. Se sumerge en el verde de los árboles, se aleja, gira y enfoca insistentemente unos estantes con latas y pinceles, un manojo de llaves, un pañuelo. Pareciera la habitación de alguien que eligió exiliarse del mundo para construir uno propio. Y, también, la habitación de una asceta. La exigüidad de las cosas filmadas hace que cada una de esas cosas asuma una dimensión demencial y conmovedora. Le pido que no siga, que no vuelva a la casa con la cámara.

Hasta que entiendo que su cámara no es la piedra de Sísifo y que sus filmaciones son un intento de detener el viento. Está de pie frente a la catástrofe privada, como el ángel frente a las ruinas de la historia. No quiere que a su madre se la lleve la tempestad. No quiere despertar, un día, intentando desesperadamente recordar sus rasgos. Sabe que esa casa tendrá futuros y desconocidos ocupantes. No quiere que el futuro le arrebate la cama donde durmió y soñó su madre, que en las alas pavorosamente extendidas del ángel se mezclen sus pinceles y las latas y un atril de madera.

¿Cuál es, pienso mientras intento dormir, nuestra utopía? Si históricamente es esa sociedad sin clases en la que Benjamin creyó con sus entrañas, ¿cuál es la nuestra, la íntima y personal que evitará la caída del ángel? No puedo separar el sueño del hombre que se pegó un tiro en la frontera franco-española del sueño que debe habitar esta casa. ¿Cómo protegerlos de la destrucción?

Miro la cámara con las baterías exhaustas, miro mi pila de cuadernos desordenados. No le cedamos al viento nuestros muertos. Dejemos testimonio de lo que nos rodea. Huérfanos y a oscuras, protejamos lo que brilló como un relámpago en nuestro pasado. Perpetuemos las situaciones donde no hay infierno. Y cuando la tempestad arrecie y no tenga piedad y arranque los árboles de cuajo y yo apoye mis pies sobre la tierra con toda la fuerza de la que soy capaz, dame la mano. No me sueltes. La cara del ángel será una mueca congelada de horror, sus alas frágiles se abrirán de a poco, lastimadas, y no podrá quedarse con nosotros. No podrá cuidarnos.

Somos nosotros quienes debemos custodiar las ruinas y acariciar y amar las cicatrices. Como el viento también nos llevará, atémonos a la cintura las películas y las palabras. Para que nos ayuden a recordar. Uno solo no puede. No mires hacia atrás, donde está el futuro. No dejes de mirar cada una de las batallas que hemos librado. El viento nos levantará dándole la espalda a lo que viene, para no olvidar lo que hemos tenido.  Para tatuarlo en nuestra memoria y plantarlo en los días venideros. Hubo poesía después de Auschwitz. Una rara especie de flor floreció en Hiroshima. No escuches a los traficantes de la peste. No tiembles. No tengas miedo.

No me sueltes.

domingo, 6 de septiembre de 2009

MEZCLARSE HASTA NO SABER

Yves Klein, Azul monocromo, 1961

Para Òscar Solsona, que sabe de qué se trata. 

I.     Cómo se entra a un color

A un color no se entra como a una habitación. No se empuña el picaporte de la puerta y se empuja hacia abajo y se da un paso adelante cerciorándose de que la luz está encendida. A un color se entra con el cuerpo y con todo lo que hay adentro. Del cuerpo y del color. Puede irse de a extremidades, gradualmente, para sentir una tremenda transformación irreversible operándose en la punta de tus dedos, en tu talón, en la curva intrigada de tu rodilla. Un color te opera. Te alza y te acuesta en la camilla, te rasga y te tiñe sin pudor. Mejor que dejes tus pudores afuera. Un color se desliza fatalmente por todos tus orificios. Mejor que no te selles los agujeros. Porque un color te invade. Tendrás el coxis y el estómago, las muñecas y la cinta espiralada de los intestinos impregnados hasta el fondo de las vísceras y dulcemente entregados a su suerte. No se trata de líneas. Las líneas se inscriben y se trazan. El color te habita. La línea es una letra del lenguaje, una turista extraviada en tránsito. El color es una cura de silencio, ha succionado y abolido el lenguaje.

El color no tiene límite ni forma. Es una zona infinita de sensibilidad. Se activan todas tus terminaciones nerviosas, abriéndose como flores en el agua. No hay juicios ni clasificaciones. No hay dolor. En el color el pasado y el peso se deshacen, se esfuman las alambradas que dividen los campos, no hay servidumbre ni sometimiento. Hay deslizamiento y flotación. Penetración, inmersión y ascenso, hasta un lugar donde jamás se termina el color. En el color no se lleva luto ni se mastican duelos. Uno se chupa la nuca, se lame los tobillos, se muerde las orejas y se escupe el ombligo, con tierna saliva de color. Es como si hubiera nacido contorsionista. Como si se trepara a trapecios invisibles. Podés comerte el color, como Van Gogh se comía los colores del tubo. Podés inhalarlo como una droga. El te comerá, también. Será un canibalismo igualitario. La deglución entre estrictos semejantes y recíprocas antenas y transmisores. Porque tu carne y el color son un bosque de esponja.


II.     Cómo se nada un color

Dejándose llevar. Si no sabés nadar y flotás boca abajo no importa, porque a esta altura estarás inundado de color. Es como si te lo hubieras tragado todo. Aunque está claro que no te lo tragaste. Los dos se bebieron mutuamente. O se comieron, donándose a bocados. Las distinciones conceptuales ya dejaron de tener importancia. Pero un color no es plano. Tiene accidentes geográficos. Remolinos hondos e imprevisibles, concentraciones que emergen como piedras volcánicas, oquedades y texturas dispares, al tacto y en su temperatura. Sentirás espasmos. El arco genital se tensará al máximo. Un color es sexo. Y el inmenso reposo que sucede al sexo, eso es, también. Flotarás con los brazos en cruz, aliviado. El color se ríe del madero y la corona de espinas. Un color no es sublime. Es prosaico como el pasto que rumian las vacas, como los ojos de las vacas que reflejan las nubes, como la sombra de las nubes que duerme en el lomo de las vacas. Un color es sagrado como un animal.

Se anuda a tus pies, te calienta el pecho, te lava la cara. Busca el refugio de tus manos abiertas. En un color se ahogan los prudentes de puños cerrados. Pero son náufragos que no verás. El color los expulsa para no mancharse. Un color es un templo que exilia a sopapos a los fariseos. Solo recibe a los intrépidos que no han medido. A los que no especulan ni trafican. A los que se sacaron los calzones antes de entrar y entregan todas las monedas por un gato (de tiza). A los que se aferran a un gato como quien se aferra a los mástiles de un buque, mientras se enardece y estalla la tormenta. Un color te abriga y te espera. Te sutura intradérmicamente la cicatriz.

Un color se deleita asediando el culo. Que para eso está. Tu culo. Además de para el pedestre oficio de sentarse, en diversos tronos. Imaginate el entusiasmo del color apoderándose, sin resistencias (obviamente), de tus cachas que no han visto el sol. Para un color no hay mayor desafío que el blanco de la estepa siberiana, de los parques helados en invierno, de la anestesia y el horror vacui de las pantallas mudas. Igual, te imagino niño, revolcándote alegremente en el color y ofrendándole el culo cual cabeza de San Juan Bautista. Pero acá nadie decapita, nadie corta, nadie sacrifica ni amputa neurotransmisores ni los cables ardientes del corazón. Un color es entrega.

III.     Cómo se sale de un color

No se sale. Y bueno, ¿qué esperabas? Tampoco se sale de la infancia ni de los grandes amores. Uno se queda así, coloreado in eternum. Que no es lo mismo que "colorido", que para eso alcanza con cambiarse de ropa. No hay camino de regreso. Presiento que tampoco quisieras intentarlo. El que se da no se quita, el viajero no abandona el viaje (no es la línea, nómade y retráctil). El que ingresó en el color sin pasar por la revisación médica, dejando sus modestas posesiones en el vestuario y guardando lo que debía guardar en la memoria sabía, cuando la primera partícula de pigmento se adentró en su psiquis y en su anatomía, que seguramente no podría volver. Por eso el color lo dejó entrar.

Así estás ahora, empapado de color como por una lluvia, con tu sangre vuelta sangre del color que elegiste para comulgar. Y yo creo que no te das cuenta y es esa inconsciencia lo que te hace bello. Porque tus incursiones no son excursiones ni tus cartas se envían con sellos de correo. En cada uno de tus gestos va toda tu vida por detrás y está Dios adelante, convertido en una espléndida manada de búfalos. Es posible que extiendas tu mano y no lo toques. Tocarlos es, en definitiva, lo que menos importa. Lo que importa es extender la mano y ver los búfalos, aunque no existan. Porque tampoco la existencia de los búfalos es importante. Lo que importa es verlos, hechos de la materia del deseo y la revelación.

No necesito ver Constantinopla para ser que existe, dijo una vez un rey. No necesito ver un muerto para llorar. Me basta con ver subir a la gente a los autobuses. No necesito que me cuenten un chiste para reír. Me sobra con mirarme en el espejo.

Lo que quisiera es, simplemente, un color. Mezclarme en él, como vos te mezclás con cada cosa, hasta no saber. No saber dónde acabo ni dónde termino, dónde dejé mis brazos y mis piernas, dónde quedó mi cabeza cansada de la lógica y mi corazón abatido por los autobuses. No saber si soy yo o si soy el color o si somos, al fin, el mismo estremecido y liberado asombro. Saltar y que me lleve el color, que será mi red, aunque la gente tropiece con mis pedazos dispersos en la calle.

No estoy aquí, me decís, donde pueden tocarme. Me fui al color y que me mire el que pueda verme.

Yves Klein, Salto al vacío, publicado en un Diario de un solo día
Domingo, 27 de noviembre de 1960


Dijo Pilar, volviéndose verde-Federico 
mientras navegaba en el azul Klein:

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas le están mirando
y ella no puede mirarlas.

Y dijo Arturo, mezclándose en la mezcla de Oliverio,

porque Arturo es pura mezcla con el mundo:

No sólo
el fofo fondo
los ebrios lechos légamos 

telúricos entre fanales senos
y sus líquenes
no sólo el solicroo
las prefugas
lo impar ido
el ahonde
el tacto incauto solo
los acordes abismos 

de los órganos sacros del orgasmo
el gusto al riesgo en brote
al rito negro al alba 

con su esperezo lleno de gorriones
ni tampoco el regosto
los suspiritos sólo
ni el fortuito dial sino
o los autosondeos 

en pleno plexo trópico
ni las exellas menos 

ni el endédalo
sino la viva mezcla
la total mezcla plena
la pura impura mezcla 

que me merme los machimbres 
el almamasa tensa las tercas hembras tuercas
la mezcla

la mezcla con que adherí mis puentes


Y llegó Portinari y dijo, abriéndose la garganta,
desde el fondo del mar:


A un color se entra desnudo, sin cuerpo, de sí.
Lleno, sin embargo, el recipiente de deseo,
locura, vibración emotiva.
Lleno de lágrimas.
Lleno de búfalos que no se ven,
de los pedazos nuestros esparcidos
al ser cortados por la red que nos sujeta.
De ojos abiertos sin ser ojos,
de pupilas dilatadas dispuestas
a recibir el color en ellas, por entero.
Un color se devora a dientes llenos,
a boca abierta de mandíbula desencajada.
Con manicomio enfurecido allá,
donde vigilaba la testa,
al mismo tiempo que te engulles a tí mismo
y recibes el color de un soplo,
suspiro, de una ola, voz, o tortazo.
Un color se vive con, en y por el color.
Perdido en cada ausencia de su esencia,
inasible, incapaz de ser medida.
Una vez realizada la pérdida
ésta no es reparable.
Uno está perdido
sin nada más que uno mismo,
que es el color.
Esencias que se difuminan
en el suspiro o tortazo,
lleno de pupila agigantada
por la vivacidad llena.
El color es todo,
dónde buscarse, dónde perderse,
cada cifra del “no” y del “sí”,
medida y sin medir.
Un color es la sombra de nuestra caída.
Y todo lo que no se ve
y se extiende en el horizonte
de nuestros prismáticos para divisar colores.
Puedo sentir tu color,
con mi prismático de pérdidas,
de sombras de caída,
antes de que el cuerpo se engulla,
antes de que el beso queme,
antes de que el ojo se cierre.
Klein no salta al vacío,
hay un color que le espera,
en ese momento que ilustra mi habitación
en un lugar sagrado,
como un animal de nubes.
Guardado todo con tanto celo.