PÁJARO DE CHINA

lunes, 31 de agosto de 2009

LA CRISPACIÓN SE LLAMA CANNABIS

Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta, 1954

Si pudieran, se quedarían al pie de nuestra cama, observándonos. Alzarían su índice acusatorio para censurar nuestros movimientos y dirigir la coreografía carnal. El deseo no consumado engendra peste, decía William Blake. La peste vive entre nosotros, es bípeda y no perdona la autogestión del placer. El nombre de su crispación es, esta vez, cannabis. La reciente despenalización de la tenencia de estupefacientes para consumo personal es un escándalo a los ojos de los apestados que, como el Cristo rubio, apolíneo y manso de las santerías, te sigue incondicional e implacablemente con la mirada. Para protegerte a lo largo de la camino y, sobre todo, para evitar que tomes el camino equivocado.

La equivocación está invariablemente ligada al goce y el goce es un peligro para la sociedad. Según la lógica argumental in crescendo de los apestados, la marihuana es el rito de iniciación hacia las drogas duras que multiplican el crimen en las calles. Su uso podrá ser inicialmente recreativo (del uso compasivo ni una palabra) pero termina fatalmente en el asalto u homicidio alevoso de los buenos-ciudadanos-padres-de-familia. Porque todos portamos etiqueta, así el mundo se pone más fácil y hay que pensar menos: el buen ciudadano no es drogón. Quien se arma y se fuma un fino está a un paso de la adicción y, ya que estamos, demos ese paso así el mundo se pone definitivamente liso, el cerebro activa sus ficheros, el policía no duda y su gatillo también se pone fácil (como el mundo) y todos nos vamos a dormir tranquilos: el drogón es un criminal en potencia que ahora tendrá el espacio urbano a su disposición y podrá sacar la maceta pecadora de la heladera vieja o el placard.

El apestado carga contra el perejil pero jamás contra el líder del crimen organizado, que tan buenos servicios suele prestarle. Puede cenar con el narco que le financia la campaña pero es impiadoso contra el pedestre fumador de porros. Se confiesa y comulga con el pederasta y asiente desde las primeras filas del teatro al escuchar vaticinios funestos desde el púlpito. El apestado jamás persigue al jerarca y ahora se ha quedado con una presa menos para sus cacerías. Adoctrinado por sus "pensadores" a sueldo pseudo-progres, atinará a decir, como máximo, que éste "no era el momento" de despenalizar. Para penalizar, en cambio, al apestado le sobran las razones y no le alcanza el tiempo.

Si pudieran, se montarían un panóptico y convertirían nuestra casa en su Gran Hermano, para mirar morbosamente cómo hacemos lo que no se debe mientras la baba rueda por la comisura de sus labios y condenan airadamente lo que los excita (de la cintura para abajo, para desentumecer sus zonas agarrotadas y, de la cintura para arriba, para salir empuñando el garrote). Como los eunucos de la corte, saben cómo se hace pero no pueden hacerlo, o lo hacen elevándolo al cubo en fiestas secretas. La hipocresía es el arte del apestado, cuando la líbido se le desmarca y consuma en privado lo que fustiga en público.

Dentro del mercado, todo está permitido, hasta arrancarle el pellejo al prójimo para improvisar recetas gourmet. Dentro de nuestra casa, nada. Así de básico es el manual del "liberalismo", que ahora ya no está a la derecha sino al centro en esta nueva era de la moderación, donde las víctimas de los excesos silenciados engrosan las estadísticas negras, como la mano de obra del trabajo esclavo.

En la república decente donde la cannabis encrespa y crispa los sentidos, anuncian la elección del padre de sotana con una fumata y, con el mecanismo intocable de la democracia política, votamos para que a la mayoría se la sigan fumando en pipa. Día a día giran las ruedas del genocidio económico y siguen girando como si no pasara nada. Con el delito de lesa humanidad no pasa nada. No pasa nada, tranquilo; vos, fumá.

sábado, 29 de agosto de 2009

EL PAÍS DE LOS CULOS ROTOS


Cindy Sherman, Untitled # 258, 1992

Vivo en un país obsesionado con el culo. El culo ha asumido una identidad propia en el marco de un cuerpo cosificado y desmembrado como una res: es la parte emblemática erigida en todo y convertida en ícono de nuestro Estado-Nación. El culo como significante colectivo e inevitable, dado que todos portamos uno susceptible de ser condenado, idolatrado y, en ambos casos, finalmente roto. Un culo-receptáculo de ansias múltiples, que simultáneamente succiona el ojo que lo mira y se convierte en observador. Sí: un culo fantasmático nos observa, como una luna partida y duplicada, de cuyo orificio insondable chorrea sangre.

Las muñecas tienen el culo cerrado. El agujero del culo se suprime en el imaginario infantil (inundado por visiones epifánicas de la propia caca), aunque evidentemente cualquier niño sagaz comienza a preguntarse algún día por lo que falta. En mi país, lo que falta deviene lo que sobra, considerando la hiperpoblación abrumadora de culos que nos rodea y en ciertas ocasiones y estaciones nos sepulta.

Las mujeres modelan los culos desobedientes para que no se caigan y les injertan prótesis para reformarlos, porque el suspiro callejero y las tapas de revistas masculinas les enseñan que por sus culos las reconocerán. La vedettonga, el gato y la chica bien aspiran a exhibirlo orgullosas protegido por un símil hilo dental que exaspere el aullido del macho, al esconder exiguamente el agujero que encierran las nalgas. El culo tonificado abre puertas, aunque provenga de un cuerpo convertido en cosa y emerja como el recordatorio carnal de un "yo" arrasado y disuelto.

En el país de los mataderos, los matarifes y las vacas, se sueña con una mujer en cuatro patas dispuesta a entregar el orto. El macho también quisiera entregarlo. Pero ni hombres ni mujeres lo confiesan. "Por colectora, jamás", declara la exhibicionista chupándose el pulgar. "Eso es cosa de putos", dispara el machito de falo erecto. Se sugiere constantemente el sexo anal, para escandalizarse ante la mera mención de su práctica. La histeria y la homofobia convergen en la negación del deseo de ser penetrado por atrás. Pero con esa penetración es con la que se amenaza al enemigo, de cualquier tipo: "te vamos a romper el culo".

Es la fantasía del militar con el cadete del liceo, del sacerdote con el monaguillo, del comisario con el punga metido en el patrullero y del barrabrava con el hincha del equipo contrario. El culo abierto y roto del subordinado y el adversario en la posición del perrito es el deseo reprimido del poderoso. La clase política sistemáticamente se coge a sus gobernados, que mansamente entregan el rosquete al primero que les regala un calefón o les promete que volverán a viajar a Europa. Si el gobernado se retoba, se lo secuestra, se lo tortura y se lo desaparece.

Idéntica violación perpetran los pseudo-intelectuales orgánicos con su jerga ininteligible y hueca o sus monsergas republicanas de folletín y los medios de comunicación masivos, con dosis adecuadas de vaselina. Todos vienen por atrás mientras proclaman defendernos por adelante. Todos nos ponen de rodillas y nos inyectan su leche podrida, sumando a la hambruna de los indigentes su campaña generalizada de desnutrición mental.

Así como una obsesión individual se proyecta en cada acto cotidiano, una obsesión pública infiltra e infecta todo el campo social. Como dice Gilles Deleuze en Mil Mesetas, Nanni Moretti en Aprile y el panadero de la otra cuadra, todo tiene que ver con todo. Qué pena que no nos demos cuenta y cultivemos la religión del culo que se pasea y se pregona intacto, mientras nos lo parten en continuado sin pudor, previo aviso ni resistencia.

jueves, 27 de agosto de 2009

AMORES ADOPTIVOS


La biología es un accidente del que nadie tiene la culpa o el don. La biología es un accidente. La longitud de mis piernas o el arco de mis cejas no son míos y la forma de los dedos de mis pies no me pertenece. Yo no hice mis manos. No sé de dónde salió la curva de mi oreja ni a quién le corresponden mis encías. Me pusieron un nombre que no elegí (me lo impusieron). Yo no estaba cuando me bautizaron. El hijo aparece entre las piernas de su madre y se dice que esa mujer ha tenido un hijo porque un niño que grita sale amarrado a un cordón que debe cortarse, para que esté en el mundo. Un hijo se expulsa y se arroja al mundo y luego pide ser adoptado por quien lo vio aparecer entre sus piernas. La adopción no es un accidente.

Así, el resto de las cosas. Adoptarlas no tiene mecánica ni ley. Te pido que me adoptes para que me cuides salvajemente. No es algo que debas hacer, no es algo que te pueda salir pujando. Te pido que coloques tu amor en mí. Porque yo no pedí venir y no sabía que se podía salir lastimado. Hay una manera de parir pero no es suficiente porque, después, me tenés que elegir. Que es un acto de voluntad, como tatuarse. No tengo el nombre que me diste. Tenés que llamarme por mi nombre. Todos los niños nacen e inmediatamente se pierden en un parque. Tenés que venir a buscarme entre los árboles, llamarme mientras oscurece y la gente se ha ido y se detuvieron las hamacas. Hace mucho miedo cuando las hamacas paran, vacías.

Pero que tu álbum no acabe con mi foto si yo no estoy, un día. Un álbum clausurado duele cuando se abre y está quieto. Cuando mi cuerpo no da, sus músculos se tensan, se endurecen sus ángulos y se detiene en la repetición. Se convierte en una estatua del parque. La capacidad de dar es mayor que el número de niños perdidos. El cuerpo se distiende y se sorprende a sí mismo, se expande, se ablanda y ya no pesa. Que en cada página haya una fotografía.

Ayer te vi llorar después de haber estado en un cine. Un cine es una casa, no tiene ley y custodia los parques. Te abrazo y no es porque te haya tenido entre mis piernas. Me gusta el país donde llevaste a vivir, donde pusiste a reír, tu nombre.


The Girl in the Park, David Auburn, 2009

miércoles, 26 de agosto de 2009

CUÁNTO QUERRÉ SABER


Cuánto querré saber de mí. Hasta dónde seré capaz de llegar. Cuánto querré saber de quienes quiero y ya no están conmigo. Hasta dónde habrán sido capaces. Cuántos cajones estoy dispuesta a abrir y cuántas cartas resistirá mi corazón. Los dioses no se piensan, los perros no se hacen preguntas. Eso dicen. Eso creo. Pero no puedo hablar con los dioses ni con los perros para que lo confirmen. Y solo podría unir las pistas enhebrando palabras, pronunciadas o escritas. No hay otra forma de saber sino cosiendo las supuestas incoherencias con el hilo flotante del lenguaje para trazar un discurso. Para conocer hay que escuchar y escucharse. Arrancar las piezas del rompecabezas a los dibujos, a los actos y al sueño; tomar las piezas y huir, correr hasta poner el botín a buen resguardo. Hablar como un sonámbulo para escupir las verdades, eso que queda en el fondo y no se puede borrar.

Todavía no pude terminar el espejo en El matrimonio Arnolfini. Parece no tener fondo. Busco los pedacitos de cartón que parecen corresponder a la imagen, intento detectarlos, doy vuelta la bolsa de las piezas cuidadosamente, la bolsa las escupe sobre la mesa y sé que en ese mar revuelto de cartones está, desfigurado y disperso, El matrimonio Arnolfini. ¿Cómo quiero vivir? ¿Con los cartones guardados en una bolsa, con los cartones mezclados en la mesa o pesquisando y encastrando laboriosamente los cartones para ver?. ¿Para ver qué? ¿Hasta dónde se puede ver? Con la palabra se oculta, se miente y se hacen desaparecer los restos del delito. Somos varios dentro de un solo cuerpo, movemos distintas bocas con estos dos labios y ejercemos múltiples oficios. Producimos ficción. ¿Cómo asir los cartones verdaderos?

Hay partes de guerra, secretos enterrados, meses donde no ha parado de nevar. Todo está conectado de alguna forma. Hay vientos que irrumpen y es imposible ignorar. Hay estaciones donde urge salir de cacería, para atrapar respuestas. Hay noches donde saber quema. Puedo elegir entre vivir en la niebla o rasgarla aunque sangren los dedos. Hundirme en ella para ver lo que hay, ir atando palabras y escribiendo una historia. Tengo que hacerlo sola. Uno entra solo a las celdas y a los quirófanos y se moja solo bajo la lluvia. Que el agua corra y se lleve la tierra que está sobrando, hasta que asomen los huesos, lastimados y ardientes, de mis generaciones.


Siri Hustvedt, The Sorrows of an American, 2008

lunes, 24 de agosto de 2009

ABAJO


Lo que importa está abajo. El cielo no se puede tocar. En los últimos estantes de la alacena se guarda lo que no se usa. Debajo de la cama duermen los perros. Y en los umbrales de las casas donde no pueden entrar. Las manos buscan en los bolsillos. En el fondo de los bolsillos está la moneda que faltaba para comprar el boleto de tren. Abajo están los pies. Las uñas de los pies. La tierra. La tierra sigue debajo de la tierra. Cañerías, cloacas, túneles y desagües. El subsuelo de la humanidad. Abajo está el fondo del mar, donde duermen los buques naufragados. El buzo lleva una linterna para explorar. Miro los zapatos de la gente que pasa. En el sótano está la bicicleta, la caja de herramientas, algunos viejos muebles heredados. El sótano está abajo, como el paladar debajo de la lengua. Abajo se repite un ruido. Como el ruido del tren donde el inspector avanza y pide los billetes y los que subieron sin sacar billete se hacen los distraídos y miran, hacia abajo. El manso y el sumiso miran hacia abajo. El boxeador que recibe un golpe, todos los que reciben un golpe, también. Las lágrimas ruedan hacia abajo, la sangre chorrea hacia abajo; es propio de la ley de gravedad. Lo grave tiende a vivir abajo.

Arriba está el aire. Pasan los aviones y se deshacen en astillas brillantes las bengalas. A los niños les dicen que arriba están todos los que se fueron de viaje, pero están abajo. Arriba están las estrellas y los pájaros. A veces caen y se pide un deseo o se forma un nudo en la garganta. Tu cuerpo está bajo las sábanas. Los restos y las sobras, debajo de la mesa. El polvo se acumula debajo de la alfombra y cae desde los trapos sacudidos contra las ventanas. Las antiguas construcciones se derrumban para ser reemplazadas por nuevas construcciones que caerán, a su vez, para ceder el paso. A todo lo que va a caer. Los fieles se arrodillan, los gatos bajan la cola cuando están tristes y los cuerpos se inclinan al envejecer. Ahí es donde hay que sostener, abajo.

Abajo se suda y se martilla. Las horas son iguales y hay poca visibilidad. Abajo en las minas de carbón y en las cuevas de topos, en la boca del pozo donde se escondió el botín, donde se puja y se empuja para vivir. Se arroja al piso el papel de los caramelos. Para leer se mira hacia abajo. Abajo se gesta la explosión del orgasmo, las erupciones volcánicas y las mareas. La flecha desciende en su trayectoria y el árbol hunde pausadamente sus raíces. Los hachazos derriban las certezas. El corazón implosiona. El pánico succiona y los animales perdidos huelen el rastro de la manada. Quien ama y quien busca se sumerge, los tesoros se entierran y se muerde y se traga hacia abajo.

Abajo están los patios y el asfalto. Debajo del asfalto, el laberinto húmedo de la podredumbre y el trabajo lento de las ratas. Abajo está la usina peligrosa del inconsciente de la que fluye de a pedazos la verdad. Abajo, los pedazos de lo que rompimos, el secreto. El cuerpo desarmado de quien cayó del último piso, la bolsa que lo cubre y los malestares previos. Arriban pueden aclarar las gargantas y competir eligiendo las partituras. Abajo pareciera que no pasa nada. El aire es más denso y más pesado. Arriba no habría nada si no hubiera abajo.

sábado, 22 de agosto de 2009

LA MARAVILLOSA VIDA DEL CONDUCTOR DE AUTOBÚS




George Segal, El conductor de autobús, 1962

Al conductor de autobús le pusieron una camisa y una corbata. Para que se de cuenta de que es muy importante. Los conductores de autobuses son necesarios y cumplen una función social. Conducen nada más y nada menos que uno de los medios de transporte más relevantes del tráfico urbano. Son responsables del traslado de un gran número de pasajeros. Ayudan a la gente a desplazarse hacia sus sedes de estudio o de trabajo, sus espacios de ocio o sus lugares de visita. De sus cualidades depende en gran medida la calidad del tránsito. Es paradójico que, estando tan asociados con el dinamismo, los conductores de autobuses pasen la mayor parte de su vida sentados y casi inmóviles.

El trabajo dignifica al conductor de autobús. Sale de su casa por la mañana y tiene un lugar adonde ir. Llega fin de mes y tiene un salario para cobrar. Es parte de un sistema en movimiento que hace que el mundo siga funcionando. Un minúsculo engranaje, sí, pero indispensable para ese funcionamiento. Porque el conductor de autobús es parte de la Creación. Recordemos que, aunque seamos ovejas en un rebaño, Dios a todos nos mira. Por más pequeña que sea nuestra persona, es inmensa a los ojos de Dios, y por modesta que sea nuestra tarea, es bella ante esos ojos.

Con su trabajo, el conductor de autobús acumula y ahorra dinero para mantenerse a sí mismo y a su prole. Por eso el conductor de autobús es un proletario, que con su esfuerzo y sacrificio cotidiano permitirá a sus hijos gozar de un futuro mejor. Quizá sus hijos sean universitarios. Ya eso justifica la aureola bíblica de sudor en los sobacos del conductor de autobús y dota a su vida de sentido. Si administra ordenadamente su salario, el conductor de autobús podrá costear una cena familiar en la pizzería del barrio o una salida al cine y regalarle a su mujer ese vestido que le prometió.

El conductor de autobús conduce horas y horas, atento a los ascensos y descensos de los pasajeros, establecidos previamente en su itinerario. El conductor de autobús, durante horas y horas, repite el mismo itinerario, como cavando un surco. Durante días y días. A veces, durante la mayor parte de su vida. Defiende su trabajo y no lo perderá fácilmente. No permitirá que otros conductores de autobús se lo arrebaten.

La reiteración mecánica impuesta por su empleo conduce al conductor de autobús a perder de vista qué es realmente lo que está haciendo. Hace lo mismo tantas veces y durante tanto tiempo que el efecto de la repetición es que el conductor de autobús vea solamente el engranaje, pero no la maquinaria completa. Mucho menos las razones y condiciones de existencia de esa maquinaria. Es como la pala que cava el surco. Su cabeza está alienada, es decir, exiliada del mundo de la reflexión. Cuando pronunciamos todo el tiempo una misma palabra terminamos por vaciarla de contenido. El conductor de autobús no es un sujeto, porque no sujeta nada. Lo sujetan por todas partes, aunque no vea las sogas ni las cadenas.

La necesidad de tener ese empleo hace que el conductor de autobús lo defienda con uñas y dientes frente a sus eventuales competidores. El conductor de autobús no ve más allá de sí mismo, aunque tenga una panorámica de la ciudad a su disposición. No forma parte de una comunidad. No hay otro lazo que el que lo ata a su trabajo ni el lazo con el que amenazaría estrangular a quien pretenda quedarse con lo que es suyo. El conductor de autobús ha aprendido a desconfiar.

Así de maravillosa es la vida del conductor de autobús. No controla ni comprende por qué hace lo que hace. Por eso George Segal lo metió hecho de yeso dentro de una armadura metálica, como imagen de los desvalidos que jamás serán héroes, aunque la mujer les planche la camisa limpia cada mañana.

El conductor de autobús no trabaja para el placer sino para la producción y el rendimiento. En su trabajo no solo no hay reflexión. Tampoco hay goce.

¿Qué tipo de dignidad es la de un trabajo en el que se apilan horas muertas y se envejece repitiendo los mismos gestos? El camino que traza hasta el agobio el conductor de autobús es un camino casi seguro al embrutecimiento.

El poder no le teme a los conductores de autobuses, de los que nunca se publicarán biografías. ¿A quién podría interesarle una vida básicamente transcurrida frente a un volante? El conductor de autobús es sencillamente inocuo. Cuidará su lugar y no irá a la huelga para no perderlo. No se sublevará para dejar de ser conductor de autobús.

El poder teme a los artistas, porque tienen tiempo y recursos para pensar. Los artistas que no hacen uso de esta bendición para poner en problemas al poder son despreciables. Despreciemos a los artistas a los que no teme el poder, porque no trabajan para que el conductor de autobús pueda decidir por sí mismo, un día, dejar de serlo. Y definitivamente pueda hacerlo, sin volverse loco ni pegarse un tiro.

viernes, 21 de agosto de 2009

ES LO QUE HAY


Joseph Kosuth, Una y tres sillas, 1965


Hay una definición de la palabra "silla". Hay una fotografía de la silla. Y está la silla.


Hay una forma establecida para cada cosa. Tenemos una forma de ver cada cosa. Está la cosa.


Hay un modo de actuar establecido para cada persona. Tenemos una forma de ver cada persona. Está la persona.


Las sillas tienen cuatro patas, un asiento y un respaldo, para que te puedas sentar. Yo veo la silla y me parece que lo tiene todo o que le falta algo o dudo. Y resulta que en la silla que hay no me puedo sentar, porque del asiento de madera asoma un clavo o sus patas se desequilibran y me caigo. O resulta que sí.


Papá y mamá tienen que quererme y cuidar de mí. Yo quiero a papá y a mi madre no le dirijo la palabra. Y en los hechos es papá quien me olvidó y mamá la que me extrañaba. O no, o lo que sea.


Tu novia tiene que estar a tu lado y serte fiel. Le creés o la perseguís ciegamente con tus celos. Es tu leal compañera o es una mentirosa o no sabe qué hacer.


Mejor dejar a un lado la fotografía de la silla y la definición del diccionario. Mejor acercarse a la silla, contemplar su madera, palpar sus patas, probar su asiento en distintas ocasiones y apoyarnos contra su respaldo por un rato.


La silla es lo que es. Nos guste o no, es lo que hay. Aunque se aparte de lo establecido y defraude nuestras certidumbres. Es lo que hay. No hay otra cosa. Y hay que vivir con eso.

jueves, 20 de agosto de 2009

DEL DIBUJO A LA HORCA


Joan Miró - Paul Eluard

Uno puede contemplar la imagen y afirmar: "Esto podría haberlo hecho mi hijo, que tiene tres años". Y sí, es posible. Estrictamente posible.

Uno también puede indagar, que es algo así como mirar largamente y en profundidad. Uno se enamora o se desenamora por gracia o desgracia de la indagación. A indagar se aprende, cada cual a su ritmo. Hay que disponer de recursos, espirituales y en ciertas ocasiones materiales, para indagar.

Quizá uno desee que su niño de tres años sea capaz de dibujar esto algún día, tras haber indagado. Joan Miró creía en la comunión entre la palabra, el dibujo y el color. Tardó diez años en ilustrar con casi ochenta láminas el libro de poemas A toute épreuve de Paul Eluard. Cada cambio en la edición del libro, por ínfimo que fuese, implicaba para Miró un sismo en la ilustración correspondiente, aunque se tratara de la disposición de una única letra sobre la página. La alianza inescindible entre lo escrito y lo ilustrado era, para Miró, una cuestión fuera de debate. Se bañó en las aguas atormentadas de Eluard para arrancarles sus imágenes, es decir, para intentar asir y comprender lo que Eluard sentía al escribir para ponerle un rostro a sus palabras.

Un rostro surrealista, que juega, regresa a la infancia y se sumerge en la república evasiva, reveladora y refulgente de los sueños para expresarse. Miró buceaba en el inconsciente, porque intuía que en el inconsciente está la realidad y que lo que podemos ver y tocar es, en realidad, fantasía pura. Lo verdadero está adentro. Nunca afuera. Eso lo sabía El Principito sin haber leído a Freud ni a Lacan, pero fue necesario un largo camino para que nacieran los médicos del alma porque los del cuerpo no eran suficientes, así como se tardó más de mil años en descubrir y pintar lo abstracto después de siglos sucesivos de pintura "realista".

En los dibujos de Miró hay desgarramiento y esperanza. Como en los poemas de Eluard. Por algo el libro se llama A toda prueba y habla de resistir la adversidad para sobrevivirla. Eluard lo escribió extraviado en el centro de una depresión profunda cuando su mujer, Gala, lo abandonó por Dalí. Miró dibujó líneas rectas como flechas letales, indicaciones de salida, ascensos o caídas cerradas o en suspenso, círculos que sangran porque se mueren o nacen o simplemente se estremecen, curvas que reciben la flecha o la disparan, círculos que se enfrentan a otros círculos para combatir o seducirlos o los incluyen como si fueran una cárcel o un abrazo, bifurcaciones múltiples de distintos colores. Hay un alfabeto-Miró y a veces no alcanza con los ojos para leer.

Para aprehender a Miró, más allá de la mera sensación, hay que enterarse cuándo y cómo vivió y por qué pintaba como pintaba. Para escuchar la respiración de la escritura de Eluard, quizá nos ayude saber qué dolor o qué sueños empujaban su mano. Y es un trabajo hacerlo. Y requiere tiempo y los recursos necesarios. La inmensa mayoría de la gente tiene que ocuparse y preocuparse por comer mañana y no tiene ni idea de quién fue Miró o quién fue Eluard y jamás podrá leerlos o mirarlos (que son términos equivalentes). Y los que pueden hacerlo quizá los amarían, o dejarían de amarlos, si emprendieran ese trabajo.

Concluir que un dibujo de Miró puede hacerlo un niño es emitir una sentencia. Es como dictar sentencia sin haber leído el expediente ni conocer la ley. Es como enamorse de alguien antes de que nos mire a los ojos o abra la boca.

No vale decir "es cuestión de gustos". Porque el gusto, mal que nos pese, no depende de uno: es una construcción social. No nace por generación espontánea, como tampoco nacen así los cuadros de Miró, los poemas de Eluard y el amor.

Algo aterradoramente parecido sucede cuando todos nos volvemos jueces y decidimos quién debe ser castigado o declarado libre de culpa por los tribunales. Es aterrador porque en el caso- Miró lo peor que puede suceder es perderse a Miró mismo. Pero en el caso de los tribunales, el ciudadano que habla como juez rara vez lee el expediente y su sentencia puede terminar en el linchamiento del inocente y la exoneración del culpable.

La sentencia del ciudadano suele estar atravesada por el prejuicio. La de los jueces, no solo por el prejuicio sino también por escándalos mayores. Porque está basada en la ley burguesa, que es la que básicamente determina nuestra forma de estar y padecer en este mundo.

Todo esto para decir que es mejor informarse antes de hablar. Y que, en la tarea de informarnos, lo que nos interpela y nos desestabiliza (como tantas pinturas y tantos poemas y tantos amores) nos ayuda muchísimo. Viene a ratificarnos que las apariencias engañan y que hay que arrojarse en aguas profundas para ver lo que realmente hay. Para elegir con quién y de qué lado estar. Para hacerle justicia a Miró y a tantos otros.

LA DEDICATORIA ES DOBLE


(Adler me susurra sabiamente: "Yo es otro", como dijo el poeta. Como de costumbre, tiene razón)

Las redes virtuales consuman dos deseos dignos de las mejores Navidades: conocer lo profundo de seres de quienes desconocemos su nombre y profesión y ponernos nombres distintos de los nombres que nos impusieron. La escritura se arranca de lo hondo por personas que expanden mis límites y los límites de sus bautismos respectivos.

Creo hoy que quien me recordó en los hechos las líneas de Kafka para la entrada anterior es Marian que vive ¿en España? y vibra en mi misma sintonía. Puedo verla (ver lo que hay dentro de ella) en sus comentarios. Lo veo como si la tuviera frente a mí aunque si la tuviera frente a mí vería su rostro y quizá conocería su oficio pero no podría asomarme a sus ciudades internas como me permite hacerlo cuando escribe.

Siento también que EmeyGriega (cuyo nombre bautismal posiblemente empiece con "m" pero después ciertamente se descompone, como los caleidoscopios, en múltiples figuras de colores que no forman un nombre de registro) es una hachadora en este mundo hostil.

Por eso la entrada anterior va dedicada a Marian y a EmeyGriega, que de helado no tienen nada. Son puro mar.

miércoles, 19 de agosto de 2009

LOS MARES HELADOS

Rodolfo Walsh (1927-desaparecido desde el 25 de marzo de 1977)

Para EmeyGriega, que me recordó estas palabras de Kafka y además cree en ellas y las practica: "un libro debe ser un hacha que rasgue el mar helado que habita dentro nuestro"

Casi todos gestamos un mar helado. Hay algo que no hemos sentido, algo que no hemos tocado, algo que no aprendimos a ver. Algo que olvidamos desaprender. Algo que olvidamos. Giramos la cabeza para no ver o la inclinamos para la sujeción. Nos faltó coraje o nos sobró cobardía. No encendimos el fuego y el agua se congeló, en un instante brutal o con el correr inconsciente de los días. Hicimos bien las cuentas y nos guardamos el vuelto. Yo no sé, yo no fui, dijimos. Yo no vi nada, no soy testigo. Negamos el testimonio y le dimos a los demonios la llave que nos correspondía. Para que ellos abrieran las puertas del desastre íntimo o la catástrofe impar. Las catástrofes nunca son colectivas. Alguien se salva, invariablemente. Los demás, no. Los demás se ahogan en el mar helado. Traigan un hacha que rasgue esta superficie frígida.

Algunos nacen ya con el pedazo de hielo incrustado en los intestinos. Al crecer se les despliega como una estepa rusa y es todo lo que detectan alterados los escáners. El mar helado desborda las placas radiográficas. Es como un coma irreversible. Los anegados no advierten que lo tienen. No pueden renegar de lo que ignoran. No es que no tengan perdón. Es que no lo piden. El hacha es innecesaria porque es inútil. No los apremia necesidad alguna, salvo la de salir a matar de frío.

Otros, excepcionales, son arrojados al mundo sin mar helado. Marcan la diferencia. Son manta y hacen pan. Derogan con su fulgor el relativismo. Actúan con el instinto de los animales y hablan con el lenguaje del polen, ese polvo dorado que alimenta a las abejas obreras de la colmena. No necesitan el hacha. En ciertas ocasiones hasta son el hacha. No hay que traerles nada. Vinieron para dar y poner el cuerpo.

El problema no son los libros sino la temperatura del mar de sus escritores.

Los que nacen sin mar helado pero lo escupen y tragan pueden parir un hacha módica, de inciertos resultados. Los náufragos deciden, según su grado de desesperación o de exigencia.

De los de mar congénito solo sale mugre. El hielo engendra veneno y, en el mejor de los casos, un basural con moscas incluidas. El hacha pudre el corazón de sus admiradores. Tiene poco trabajo. La podredumbre era un estado previo.

De los que nunca tuvieron un mar helado surge el hacha que podrá rasgarlo. Rasgar casi todos los mares helados de este mundo. Digo "casi" porque no sé si concederles a los mares congénitos una oportunidad. Liquidarían con su esterilidad glacial cualquier intento de rescate.

De hecho, un hombre sin mar helado que era hacha les escribió una carta y lo desaparecieron un día después de haberla escrito.

No era solo esa carta. Son también sus libros. Fue igual adentro y afuera de sus páginas. Porque no había cruce de frontera. No había mar que marcara una línea del horizonte. Como se vive se escribe, rasgando las cortinas sádicas de la noche. Y así también se muere, supongo.

martes, 18 de agosto de 2009

LA VACA DESOLLADA

Carlos Alonso, Hay que comer, 1977


Uno de los cuentos más estremecedores del país donde nací se llama La gallina degollada y lo escribió Horacio Quiroga. Pero yo vivo en el país de la vaca desollada.

En la escuela primaria La vaca es el tema emblemático de composición. Pero es mentira. Como casi todo. Debería ser La vaca desollada. El adjetivo resultaría incomprensible para los niños y, una vez comprendido, los asustaría. Ya se sabe que a los niños hay que resguardarlos del espanto, para que de adultos lo ejecuten sin traumas.

En mi país las vacas no son animales libres sino hacienda para faenar. Hay que comer. La longevidad de las vacas de mi país no está determinada por el azar sino por el negocio de la carne. Los dueños de las vacas montan sobre las vacas sus títulos nobiliarios. Por sus venas no corre sangre azul sino sangre indígena. La Sociedad Rural Argentina (donde las vacas se exhiben como trofeo) y la Campaña del Desierto (donde se exhibían como trofeo las cabezas de los indios) nacieron casi a la par.

La oligarquía argentina de sangre indígena y vacuna se da la mano manchada de sangre con el poder eclesiástico y militar, mientras chorrea la sangre que mancha las cruces y las espadas. Un saludo sangriento. Hay que comer. Nos dicen que nos dan de comer, porque tienen las vacas. Pero en realidad nos las venden, porque el carnicero cobra. Los que comen carne no les deben nada a los dueños de las vacas, porque son los clientes de su negocio.

La pampa tiene la soja, además del ombú y la vaca. Tiene muchas cosas que a los dueños de la pampa no les alcanzan. Lo quieren todo. Quieren un país a la medida de sus vacas. Es coherente. Son los padres de la cultura carnívora. Así como trafican carne animal no trepidan en masticar carne humana. Son antropófagos. Pero no por necesidad sino por hambre que no se acaba. Lo quieren todo y nunca están satisfechos, salvo cuando se imponen reglas que los benefician aunque maten pobres.

Las reglas pueden incluir parrillas. Como están acostumbrados al asadito, no los asusta que la parrilla se use para la picana. Como apiñan las vacas en camiones y las torturan en los mataderos, no los inmuta la tortura humana.

Son todos muy parecidos. Lo que no sorprende, considerando que detestan la diversidad. Son homofóbicos y misóginos. La mujer es uno de sus tantos y previsibles objetos decorativos. No toleran que ejerza poder. Si lo hacen, hasta llegan a vivar el cáncer que la consume.

Pregonan la moral de las buenas costumbres, mientras violan a la hija del peón. Y toman mate con el peón, practicando una sencillez impostada.

En lo más profundo de sus corazones, sienten que conviven con una descendencia que les es ajena y está podrida.

Algún día los idiotas abandonados a su suerte se levantarán del banco donde languidecen al sol. Ya han visto y han sufrido el arte brutal de desollar la vaca. Lo han experimentado en carne propia. Que nadie se sorprenda si abandonan el banco en el que matan su tiempo y, para estupor de los bienpensantes, empuñan los facones y degüellan a la preciosa niña malcriada.


LA PALMA DE MI MANO


Para Ana Hidalgo


Así es, Ana.



lunes, 17 de agosto de 2009

LA DECISIÓN DE ATGET

Eugene Atget, Almacén - Avenue des Gobelins, 1925

Eugene Atget podría haber minimizado, al disparar su cámara, el reflejo en el cristal de la sastrería. El reflejo de la antigua fábrica de tapices de gobelino de París al otro lado de la avenida y el árbol de la calle. Pero no lo hizo. Si no existiera el reflejo en esta imagen, vería a un conjunto de autómatas etiquetados e individualizados según su precio, es decir, vaciados de sentido. Transeúntes-objeto que jamás cruzan sus miradas, con sonrisas marcadas como una mueca indeleble y espantosa. Un muestrario de la modernidad parisina y su fetiche de la mercancía. El maniquí decapitado en el centro de la escena representaría crudamente el vaciamiento del sujeto y su conversión en mero consumidor que carga al objeto con la intensidad de su deseo (de compra).

¿Por qué Atget decidió conservar el reflejo, modificando radicalmente esta fotografía? Atget no era un "artista". Era un fotógrafo ambulante que empuñaba una cámara arruinada de fuelle y placa de vidrio a primeras horas de la mañana, para documentar una ciudad sin personas por encargo de pintores de estudio, anticuarios, bibliotecas y archivos. Había querido ser pintor y había fracasado. Había integrado como actor una modesta compañía teatral de provincia, pero nunca le daban un buen papel porque era feo.

Al no borrar el reflejo, Atget preservó la naturaleza y el pasado, impresos en el cristal y metidos dentro de la sastrería. Insufló vida a los maniquíes solitarios. La vida permanente del tronco y el follaje que se renuevan según el ciclo de las estaciones y la vida inestable e irreversible de los recuerdos, que se encadenan para formar una historia. No permitió que los autómatas naufragaran en el puro presente del escaparate: los protegió con lo que queda y lo que nos precede. El horror de la decapitación cede paso a una imagen en la que la cabeza se abre hasta desmaterializarse, para ser habitada por el tiempo. El árbol y la vieja fábrica de tapices bien podrían haber salido de esa cabeza intensa hasta la invisibilidad, o estar entrando en ella para dotarla de sentido.

Atget me dice que, sin la naturaleza y sin mi propia historia, no soy más que un triste maniquí de vitrina, de boca sellada y vestimenta uniforme. Los maniquíes tienen la rigidez de los cadáveres. Sin el árbol y la vieja fábrica, soy una autómata sin identidad. Es paradójico que en la imagen de Atget el presente moderno parezca estar muerto (detenido en pleno movimiento) y el árbol y la fábrica parezcan moverse, aunque materialmente sea imposible.

Debo mirar alrededor y mirar hacia atrás para estar viva. Es la estabilidad animal y vegetal de la tierra y esa construcción personal y social leída como historia lo que transforman la amputación mental en usina de significados y sueños.

La primera vez que vi esta foto pensé: "Atget conservó el reflejo porque tenía miedo de morirse". Después supe que durante casi treinta años también sacó fotos no profesionales de los rincones urbanos en los que ningún cliente estaba interesado y conservó (como conservó el reflejo) esas fotos privadas. Como no tenía automóvil, cargaba su pesada cámara y caminaba por la ciudad. La penetró caminándola. No existe otra manera. Por cada foto vendida ganaba una miseria. Las revelaba en el baño de su casa y no les atribuía el más mínimo valor. A su vecino Man Ray, que descubrió sus fotos y se las pasó a los surrealistas, le pidió que por favor no incluyeran su nombre en ellas, porque eran solamente "documentos".

Se murió detrás de su mujer, por causas no identificadas (la tristeza puede ser una de ellas). En sus últimos años lo angustiaba que ciertas cosas de la ciudad desaparecieran. Había comenzado a indicar los elementos que estaban en sus fotos y que ya no estarían, como testimonio de esa inminente desaparición.

Salgo al balcón, cierro los ojos y me tomo la cabeza entre las manos. Como Atget y como tantos otros, yo también tengo miedo de morirme. Entonces, con los ojos cerrados, paso la palma de las manos por las hojas de las plantas que resistirán este invierno y también por las plantas que esperan para abrirse en septiembre. Pienso: "Òscar, a quien nunca vi pero ya he visto, hace lo mismo pero con los pies". Vuelvo a la cocina y miro mis lápices y mis cuadernos. Una pila de libros viejos y marcados. Los platos y los vasos en los que como y bebo desde hace tantos años. La mesa que ha sobrevivido a las mudanzas. La taza amarilla, rajada y con el asa rota, que usaba mi padre.

Todo esto que veo no está afuera, sino dentro de mí. Está en la cabeza del decapitado de la sastrería y es el reflejo en el cristal de Atget.

domingo, 16 de agosto de 2009

BASURA


Arman, Cubo de Basura de Niños, 1960


La basura es hermana mental del negro, el barro y la oscuridad. Y en realidad la bolsa de basura rebosa de colores. Como antiguamente no existían sistemas sofisticados de evacuación y tratamiento del residuo, la basura se amontonaba sombríamente. Ahora lo que será basura viene en cajas y paquetes rotundamente blancos, que prometen salud y hasta buena fortuna. Hay por ende más blanco que negro en la bolsa plástica, acompañado de una paleta tan rica que marea. Así de colorida es también nuestra basura interna. Hay que revolver entre montones y montones de materia para detectar la mierda, que brilla como una estrella infatigable aunque esté en estado de descomposición.

Lo que me tortura se viste con plumas de faisán y se exhibe como un arco-iris. Es mierda gourmet y mierda de alta costura. Por eso me resulta tan difícil reconocerla y apuntarle a la frente sin errar. No viene honestamente etiquetada sino travestida. Tiene una capacidad asombrosa para el engaño. Me la trago como un manjar y hasta la recomiendo. No me doy cuenta de que me deshace y hasta llego a pensar que me es indispensable. Me olvido de que existe una estética del desperdicio y confundo la bosta con una flor.

Hablo de mi propia bosta individual que no se expulsa. Porque la de las bestias es maravillosa. Recojo alucinada, por ejemplo, la caca de mis perros, hecha de tantas cosas ordinarias y espléndidas que se han merendado por allí. Cosas que nadie consideraría dignas de una cena y a las que ellos se entregan con el entusiasmo de los exploradores. Hilos, papel y goma espuma que forman extraños y tibios mapas en su caca.

Las bestias, además, no insisten en acumular y retener como expresión de su voluntad y su autarquía. Son ajenas a esa avaricia primaria de los niños, que no consiguen separar imaginariamente la caca de su propio cuerpo y se niegan a soltarla, porque la caca es "mía, mía, mía", es decir, el primer ítem en el interminable inventario de la propiedad privada. Cuando la entregan, se regodean como si depositaran una ofrenda sagrada en el altar paterno, en busca del reconocimiento y el aplauso. Las bestias no hacen nada de eso. Simplemente, comen lo que venga y, luego, cagan.

Pero yo no. Yo acopio en mi sistema nervioso basura que lastima salvajemente y no atino a verla, confundiéndola con encantadoras posesiones o ignorando inconscientemente su presencia.

Nos enseñan a arrojar la basura en contenedores de colores saturados, discriminados ecológicamente según la categoría de nuestra basura. Así se hace difícil abrir las bolsas individuales e indagar acerca de la identidad y hábitos del vecino, definido por lo que consume. Se incentiva el anonimato. Y el ocultamiento de la miseria, porque está claro que al rico le sobra más que al pobre, al que en general le falta casi todo y no tira nada, sino que se alimenta de la basura ajena.

Quieren que arrojar la basura sea un gesto lúdico, que ayude a mantener limpias las calles. Pero para mantener mi circuito interior libre de mierda, tendría que aprender a apartarla con asco. No deberían seducirme el malditismo, la melancolía y la nostalgia. No debería buscar con avidez malsana lo ausente en lo presente. No debería pesarme el mundo sino, básicamente, causarme primero gracia y luego espanto. Debería ver más comedias románticas. Y oler la inminencia del daño, el fétido olor de la mierda perfumada, y salir corriendo. Huir instintivamente como huyen las bestias, que presienten la amenaza en las vibraciones imperceptibles de la tierra y la densidad intervenida del aire. Pero no tengo el olfato de las bestias, sino una precaria e inútil nariz de sommelier entrenada en la detección de lo superfluo.

Debería romper, cortar y quemar lo que me devora. Pero lo alimento. Llego a comprármelo para satisfacerme. Como el coleccionista que paga por las deposiciones fecales de ciertos artistas consagrados, metidas en tubos aptos para su uso como vibrador, o sea, como quien paga para masturbarse con mierda de élite. Pero la mía es ordinaria y de baja categoría y no me causa placer. Me autodestruye.

Si pudiera pesquisarla, atraparla y deshacerme de ella fácilmente no existirían ni los psicofármacos ni la psiquiatría. La calma en blisters de laboratorio y la linterna que identifica la basura que emerge en la palabra. Esa que si no se tramita en el discurso se atora en la cabeza y se pudre dentro.

Lo hice todo tremendamente complicado. ¿Para qué? Si la vida es frágil y efímera como la basura y en definitiva se trata de soltar, de relajar la mandíbula y soltar. De dejar ir. Como se va la caca inundándonos de un alivio inmenso. El alivio de quien queda ligero y desintoxicado.

Quisiera saber andar así. Quisiera ser como mis perros.


LA CONCENTRACIÓN DEL TENISTA


El tenista hace picar la pelota contra el polvo de ladrillo antes de ejecutar el saque. No existen su madre, su pila de cuadernos escolares, la curva hipnótica de una cadera de mujer ni el llanto a solas mordiendo la almohada. No están. No están las turbinas de los aviones que guardan en su panza las zapatillas y medias del tenista, las servilletas de papel en los bares de paso, las sábanas de las camas de hotel y las publicidades en las revistas. No hay ruido de palabras. El modo de decir las cosas para que no duelan, la estrategia de manifestarlas para herir, los saludos gastados de ocasión y la declaración no expresada a tiempo. No están las calles de una ciudad desconocida, los anuncios publicitarios de la televisión, los trenes con su cargamento ajeno aun en las ciudades sabidas de memoria. No hay memoria y no hay esperanza.

Se ha detenido el chorro de agua en la canilla, el tránsito en las avenidas, las sirenas de las ambulancias y el vuelo del pájaro. Es como una feriado generalizado de la existencia. Todo entra en suspenso, excepto el polvo rojo tiñendo provisoriamente la superficie de felpa de una pelota y el módico trayecto de esa pelota en un repetido y mecánico movimiento vertical. El ojo y el cerebro del tenista son absorbidos y secuestrados por ese movimiento.

Así me gustaría mirar a la hormiga que carga su pedacito de hoja al hormiguero. Hasta que me pese la hoja.

viernes, 14 de agosto de 2009

ENTERARSE


Me digo que no. Es así de simple. Que no. Que esto no va parar hasta que me entere. No va a parar. Hasta que abra la ducha y ponga la cara y el cuerpo bajo el agua fría, después de haberme quitado la armadura, el celofán, el papel y la tela. A mordiscones, si fuera necesario. Sentir el golpe del agua como un shock eléctrico y frotar hasta expulsar las capas de piel que sobran. Salir y fregarme la cara en la toalla, hasta dejarla hecha un maldito sudario. Porque me pareció que no era tan complicado al empezar pero ya no puedo. No va a parar y no puedo soportarlo. Cortarme las uñas de los pies hasta que sangren un poco, si hace falta. Quitarme toda prótesis, mirar mis cicatrices a los ojos y ejercitarme en el contorsionismo para lamerlas en toda su extensión, con lentitud. Pasar la lengua al lugar donde el hilo pegó los labios babeantes del tajo, con ternura. Apartar la toalla donde quedó mi cara de pupilas blindadas. Tocar aunque me tiemble el pulso el agujero vacante donde supieron estar los ojos ciegos. No me quedé ciega por quitármelos, no soy mitológica. Ya no veía claro. Poner en los agujeros los ojos húmedos de las cicatrices después del beso.

Me dicen que si soy claustrofóbica apriete la alarma. Me meten en un tubo. Soy yo la que tengo que meterme, adentro. Para que esto pare. Elijo la entrada de mi boca, la entrada que ha negado. Saldré por las del placer, si puedo. Estiro mi boca hasta que ruega basta, me encojo, tomo los ojos suturados y, por ende, abiertos, tomo una bolsa plástica, doy un salto hacia atrás y entro empujando con los talones. Es como cuando nado y doy la vuelta bajo el agua al tocar el borde, para ganar impulso. Intento acomodarme dentro, a ver qué hay. Me siento en la boca del estómago. La boca que se clava. Arriba tengo el corazón que a veces se desboca. El que me anuncia acelerado, con sus campanas negras, la llegada del miedo. Esto no va parar, repito. No va a parar y tendrán que venir a sacarme de abajo de la cama, como aquella vez. Miro a mi alrededor. Tengo que separar la mierda para sacarla. Es otro tipo de mierda, no hay por donde largarla, se atraganta. Tiene agujas y es el detritus de las penas. La materia del monstruo. Me he regodeado en ella sin medir el impacto.

Esto no va a parar hasta que meta la mierda dentro de la bolsa. La meto, aunque me cueste. Me costará mucho más si no la meto. Tengo que hacer la lista de lo que necesito. Antes de que pase a otros, como debe ser. Antes de que se muera de mí. Lo que respire y transpire sin herir. Lo más parecido a un animal.

Salgo con la bolsa y la lista mental. No nazco de la vulva de mi madre sino de la propia. No aparece mi cabeza, sino mis pies. Porque de otra forma esto no iba a parar. Salgo envuelta en mi sangre y me duelen los huesos. Nadie dijo que no fuera a doler. Vuelvo a ducharme y quemo el viejo sudario. Bajo y dejo la bolsa con la mierda junto al árbol.

Ahora va a parar. Tiene que parar. Parará sin que yo me de cuenta y es posible que, haciendo pie en mi lista, hasta llegue a olvidarlo.


Aimée Mann, Wise Up, St. Ann's Warehouse, Brooklyn

jueves, 13 de agosto de 2009

TU MARY JANE


La curiosidad mató al gato. Eso dicen. El gato iba detrás del perfume de Mary Jane. También el niño. "Mamá, ya que estarás fuera el fin de semana, ¿puedo pasarlo con Mary Jane? Quiero explorar el reino de lo desconocido ...". Y su madre pensó que el niño iría al bosque, a observar los pájaros y las abejas. Y le dio permiso. Preguntó cómo se comportaba Mary Jane. "Hasta cocina brownies", contesté. "Unos brownies muy raros".

Supongo que para el gato fue rápido. Que todo sucedió muy rápido, suponiendo que los gatos no piensen. Porque no usan binoculares. No saben qué es un diccionario. En cambio al niño lo atraviesan las preguntas. Lo lastiman y le cortan la respiración. Mary Jane lo calma y le muestra el otro lado de la luna. Tira al río los binoculares y se ríe del diccionario porque para ella no hay significado. Sólo significantes para nadar con ellos en el río, rodeado de bicicletas, sillas y zapatos. En el río de Mary Jane nada lastima y el agua tiene una dulzura extraña. La de los brownies de Mary Jane.

¿Qué sería de mí si no estuviera? ¿A dónde iría si no fuera de su mano, que me toma la nuca y acerca mi cara al nervio de todas las cosas de este mundo? Con Mary Jane pegamos el oído a la tierra y escuchamos el rumor subterráneo de lo oculto. Miramos el cielo y unimos con flechas invisibles nuevas constelaciones. No necesitamos hablar.

No sé si es bueno o malo que mamá regrese, con sus definiciones. Que prepare mis útiles escolares y me siente a la mesa a horarios previamente establecidos. Siento que si me paso la vida con Mary Jane puedo volverme loco. Y que si mamá no se va aunque sea los fines de semana, también.

"Es cuestión de equilibrio", dicen los manuales de buena conducta. Mary Jane no sabe lo que es eso. El disciplinamiento y la domesticación de lo real. Con Mary Jane soy salvajemente feliz pero a veces, cuando me pone cara a cara con la vida, tiemblo y creo que no podré resistir tantas bengalas. Y que mi agonía será psíquica y lenta, porque no soy un gato.

Tengo que pactar. Tenemos que hacer un pacto. Cumplo mínimamente con mamá, para que no me internen y exista alguna boya sobre el río, de la que pueda aferrarme si me empiezo a marear. Una rudimentaria rutina como estrategia de supervivencia. Un par de anclas. Y después, me desnudo y me voy a pasear con Mary Jane.

¿Cómo se llama tu compañera? ¿Mary Jane Who? Está claro que es mucho más que hierba bien enrollada. Que es otra clase de sustancia. La que te quita la correa y te abre la puerta para ir a jugar. La que no tiene límites. La que te hace sentir, si no cedés a la tentación de la sobredosis permanente, que no vas a morirte. "No vas a morirte", me dice Mary Jane. "Es posible", le digo. "Pero eso quisiera decidirlo yo".



Tori Amos, Mary Jane, 2009.
(Álbum: Abnormally Attracted to Sin, 2009)

miércoles, 12 de agosto de 2009

HÁBITO Y SORPRESA


Franz Kline, Sin Título, 1957


Estamos en una situación. Resumiendo. No es una relación. Es una situación. Resumiendo, todo tiene a decantar su repertorio de matices hacia el blanco o el negro. Porque hay cosas que necesitamos para vivir. Y otras que no. O porque en esos dos colores está la afirmación y la negación simultánea de todos los colores. Que se repita lo que me gusta me hace feliz. Que la situación no traicione ni defraude al hábito. Que lo que estuvo ayer para que yo lo viera vuelva a estar hoy. Y que esté mañana, también. La geometría cuadrangular de estas baldosas, la lámpara en su ángulo, tu forma de arrancar las páginas de los cuadernos, las curvas esmeradas de tu caligrafía. La perseverancia de ciertos gestos y objetos en su sitio. La acumulación de ciertas situaciones dentro de la situación.

No las elijo cada día. Hubo un día en el que las elegí y espero que se reiteren en los días sucesivos. Que la situación no ignore ni frustre la espera. Que no se burle de ella. Capa sobre capa sobre la tela, todas en la misma dirección. Que se cumpla la ley de la repetición sin que yo lo note. Olvidándome de su existencia, como me olvido de mi respiración. La reiteración estabiliza mi frecuencia cardíaca y me permite quitarme la cabeza y guardarla en el sótano, junto a los muebles viejos que ya no usamos pero igual conservamos cubiertos de polvo, por si nos roban los nuevos o los perdemos. Por las dudas.

También necesito el desvío. El sobresalto de la bifurcación, de vez en cuando. Que se agite el agua, para que no se estanque. Que aparezca algo nuevo. Que se insinúe, que crezca, que apunte en un sentido imprevisible. Que yo no sepa muy bien ni dónde empieza ni dónde acaba. La irrupción de una mancha sobre la pila de capas tan mezcladas que ya forman una sola capa. Algo en suspenso. Una tensión. Un roce. Algo que chorrea y acelera el pulso. Que no me da tiempo a bajar al sótano a buscar mi cabeza. Que mi cabeza no alcanza a interpretar ni responder. Un bucle insólito entre lo horizontal y vertical. El espasmo como una suave electricidad entre las piernas. Podrías quemar el cuaderno. Escribir de derecha a izquierda deformando y travistiendo tu alfabeto. Analfabetizarnos. Que cruja el riel y tiemblen los parantes. Que el trazo oscile.

Lo ves y es un puente, un túnel, una fábrica. Pero, ya te lo dije, es una situación.

A él le gustaba la pintura conservadora, hasta que se dio cuenta de cómo desplazar la cabeza de Nijinsky, para verlo mejor. Su mujer acabó enloqueciendo pero a él, generalmente, le iba muy bien con las mujeres. Su padre se pegó un tiro pero él, como todos, siguió viviendo y se dio cuenta de que podía dibujar. Extendía en la narración el período vivido en el orfanato, porque el tiempo que duele pasa más lento. Como en los hospitales, donde no se narra porque todo está quieto. La pasaba estupendo con sus amigos beatniks, tomando hasta marearse en el Cedar Bar.

No sé si el blanco se mete en el hueco del negro o si el negro cede paso al blanco. Si lo supiera estaría muerta. Y quizá ni aun así supiera. Porque esto es finalmente una situación de signos. De sospechas.

martes, 11 de agosto de 2009

LA CICATRIZ DE GABRIELA



"Mi posición es:
hasta que no esté muerta estoy viva y ésta es mi vida"

Gabriela Liffschitz (1963-2004). Escritora y fotógrafa


Un cuerpo es una práctica. No es un conjunto de órganos ni de atributos. Ni siquiera de atributos de género. Un cuerpo es una puesta en escena. Una construcción.

Generalmente nos acordamos de que tenemos un cuerpo cuando es escrutado e intervenido quirúrgicamente. A Gabriela Liffschitz el cáncer le voló un pecho y la quimioterapia le arrancó la cabellera y la dejó lampiña, como un niño, una escultura o un efebo. Donde estaba el pecho, quedó una cicatriz. Gabriela decidió dejar de ser la herida para convertirse en su observadora.

Transformó la mutilación en mutación, haciendo uso de los recursos de las circunstancias. No ocultó el tajo con prótesis ni telas: lo expuso sin ceder un milímetro a la lógica impiadosa de la enfermedad y sus avances. Posó según el canon de la estética publicitaria, apropiándose de los accesorios y ornamentos de la sensualidad (el negro como fetiche o la boa de plumas). Gabriela se tatuó dos serpientes y adoptó la ética y el credo del guerrero o el maratonista. Dio un paso adelante y dejó en claro que era ella quien tenía el poder de decisión. El poder de decidir en qué quería transformar un cuerpo previamente transformado por la patología y el protocolo médico.

No se trata de la belleza a pesar de la devastación. Se trata de un cuerpo bello gracias al hecho de ser un cuerpo arrasado. Como si la herida fuera la condición necesaria de la belleza. Como si Gabriela se hubiera volado el pecho y el cabello por decisión propia, para convertirse en otra sin dejar de ser ella misma.

No se trata de una apología de la resistencia ni de un canto a la vida. Gabriela ejecuta una operación política. Reivindica su soberanía. Reina y afirma su condición de sujeto autónomo, que diseña la topografía de su territorio. Gabriela dice: "Esta es mi república y acá mando yo".

Cuando pisamos Venecia, no pensamos que es una ciudad enferma. Una ciudad construida sobre pilotes de madera que ceden ante la fuerza de las corrientes marinas. Una ciudad asediada por el derrumbe es, para nosotros, el epítome del esplendor.


En 1990, Gabriela escribió un libro de poemas llamado Venezia. Eligió hablar sobre una ciudad, es decir sobre un cuerpo, enfermo. La diferencia entre Gabriela y Venecia es que la enfermedad de Venecia es subterránea y puede escapar al ojo que la mira. Gabriela no tenía laguna donde enterrar la amenaza y sus catástrofes. Si una laguna le hubiera sido concedida, tampoco las hubiera enterrado en ella. En su cuerpo el tajo del pecho ausente es una planicie perturbadora. Su cabeza rotunda seduce e hipnotiza. En Gabriela todo está liberado, entregado al ojo y negado a la agonía.


En Venezia, Gabriela habló sobre el delito en los pliegues, la agilidad en la noche y su gato. Escribió las palabras que siguen. Pocas veces vi una mujer tan bella. Descuento que la muerte hizo su trabajo con los ojos cerrados. Y que Gabriela los tenía abiertos y la eclipsaba con su fulgor.


Desde hace años peligro.

De manera tal que ruedo, caigo,

negocio mis bordes sagrados.

Con frecuencia transcurro con suma destreza

por la piel de mi enemigo.

Contemplo la blancura en los ojos

como quien mira del templo el rito.

Recuerdo los secretos de mí.

Recuerdo mi crepúsculo de espada,

de lanza erótica y tortura.

Ya mujer antes que profecía, que testigo.

Las cenizas, que como pacientes serviles

se extravían a la hora del combate.

Cuando me levanto doy a mis encarnaciones, es decir,

a cualquier corporalidad que conserve aún la gloria,

la posibilidad de olvidarme;

me refiero a que recién entonces me levanto.

Húmeda de vendajes

entro en este templo como en la exasperación:

maniatada, ardiente y dividida.

Veo mi cuerpo de perfil, mi ciego.

La larva que es mi cuerpo, que relame.

Los contornos del ojo, el sepia que es, que distrae.

Estoy de rodillas, la silenciosidad

que hace que nadie me sepa secreta,

que nadie escuche la porosidad que hay,

que hiende, que involucra.

Estoy atenta a ese sonido.

Soporto, conduelo el agujero de mi boca.

Prosigo por las partes

que nunca sabré que son miradas.

Me refiero al delito que hay en mis pliegues,

su agilidad para la noche, mi gato.


Fotografías:
"Recursos Humanos" (2000) y "Efectos Colaterales" (2003)