PÁJARO DE CHINA

sábado, 30 de abril de 2011

improvisaciones mínimas (I)







CÓMO SEDUCIR A LOS EXTRAÑOS




presentir, con los sentidos ávidos y calmos


sonreír, para impulsar la ola del presentimiento


trazar el círculo del deseo, sin empujar ni tirar: soplando


no sentir temor, no alejarse


dejarse rozar


entregarse al roce


hacerse compañía serenamente


sorprenderse


estrechar sin pudor


hacerse sábana, cuna y red


susurrar: "te llevaré conmigo, adonde vaya"


conocer la extensión del círculo del deseo
 hay más solitarios en las ventanas
que ventanas a las que puedan asomarse


intentar borrar el insoportable límite; intentar ser uno de ellos
mezclarse sin medir


perderse en su contemplación. construir con los ojos una escalera.
decir sin mover la boca: "salten"







viernes, 29 de abril de 2011

HOY, PRESENTACIÓN EN VALPARAÍSO, CHILE




Este viernes 29 de abril improviso gestos y leo palabras de las que espero destilarán imágenes, presentando "Descartes en Holanda" y "La Constelación de Andrómeda".

La cita es en Valparaíso, Chile, en la librería (que es un barco, un refugio, un teatro de inéditas operaciones) Metales Pesados, ubicada en Casa E. La misa profana se oficiará a las 20:00 hs. en Lautaro Rosas 344, Cerro Alegre. Es que el cerro está realmente alegre de que sucedan estas cosas.  


Ya tengo lista una manzana y un sombrero antiguo.

Un puñado de velas y candelabros.

Hay una sala de estar, o sea, de sentir, con fotografías. Eso no será todo.


En Valparaíso suceden encuentros imprevisibles e inolvidables, con seres de extraordinaria estatura.




Todos estamos invitados al otro lado de las cosas.





miércoles, 20 de abril de 2011

BARRY LYNDON: El SIGLO XVIII PINTA A KUBRICK




El drama de las máscaras y la filiación subterránea de Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) con la pintura del S. XVIII, en The Chelsea Papers.





domingo, 17 de abril de 2011

I WILL SURVIVE






cumplir, una madrugada de tormenta, el sueño de descalzarse para cantar con The Puppini Sisters.





viernes, 15 de abril de 2011

LEO A ANTONIO RODRÍGUEZ ESTEBAN





Antonio Francisco Rodríguez Esteban escribió un libro de poemas. "El despojador". Es, sencillamente, uno de los libros de poemas más hermosos que he leído. No es un libro: es un gesto, un tacto, una voluntad. No se lee: se excava, se atesora, se adentra en las zonas sensibles y deshiela las zonas polares. Es una cuna y una declaración de guerra.

Recuerdo que alguna vez Antonio dijo, hace un tiempo: "cuando el pánico estalla en el otro, intento hacerme esponja y absorberlo ... de pequeño quería tener el poder de curar el miedo de los demás; luego, transmutar ese veneno, hacerlo vida y plantarlo ahí donde el grito es alimaña, en la arista o el filo del pánico, para contrarrestarlo". Antonio talló su deseo y no es estrictamente su deseo, es su don. Me consta que sus palabras tienen el don de curar. 

Si la gente comiera esta poesía, si esta poesía circulara como savia por el mundo, nuestro tajo congénito y sus hijos, los tajos posteriores, mitigarían su extensión hasta hacerse hueco, hueco donde respirar sin que el dolor ahogue. Cuando leo la poesía de Antonio, el alfabeto de los mercaderes se desvanece; cuando Antonio escribe, escribe con todo el cuerpo y yo me sumerjo en su escritura para emerger, mejorada.

Antonio Francisco Rodríguez Esteban vive en un casa llamada Lost in Marienbad y elige, porque en definitiva se trata de elegir, adentrarse en el bosque, hundiendo el rostro en la hierba y bautizándose Stalker.





Dentro

El día de Ceniza le dan pan de escombros.

Apenas tiene dientes para rezar, pero quiere adelgazar su razón hasta infiltrarla
en la piedra.

Su mente es agua y delgadez y trazo. Ya no ayuna.

En criatura talla su tosquedad. La opacidad no basta.

Con lo roto, toca. (Lo que mengua es de música)

Hay que enmudecer eso que vibra entre.

La lentitud es la lengua de las cosas. No dice velo.

En desentraña algo quiere iluminarse. Borde. Capitel. Excrecencia.

Pero no. Esa raíz no puede decirla nadie.

Ahora libera latido

urge piedra fluye

                             entra

Dos alas quedan
húmedas en la tierra.



                                                                 Antonio Francisco Rodríguez Esteban






martes, 12 de abril de 2011

ANTICRISTO: APARTA DE MI ESTE CÁLIZ





Anticristo, de Lars von Trier (2009).

La mujer en el bosque. El bosque de los cuentos infantiles, la hermandad imbatible de las brujas y el descenso al infierno del placer. En Shangrila.

Dedicado a Say, que diseñó y habita una casa dorada para pájaros. "Decir", en cualquier lengua, se dice Say.





miércoles, 6 de abril de 2011

POR QUÉ SOMOS ATEOS




Mi hermano Rodolfo y yo somos ateos. Cada uno, por partida doble. O sea que, entre los dos, hemos hecho un cuarteto del ateísmo. No se trata de que el día de nuestra primera comunión mamá no tuviera mejor idea que vestirnos con traje y corbata, como si fuéramos a laburar a un banco. Que cosiera en la manga del traje de Rodolfo, con furor, un moño de pliegues como globos y formato general de hélice, que al mínimo vientito hubiera provocado el milagro de que mi hermano despegara como un Cessna a la entrada de la parroquia. Que Rodolfo, humillado por tamaño esperpento litúrgico adornado con flecos y borlas, dignos de Liza Minelli en Cabaret, patinara en la escalera recién lavada del patio y aterrizara frente al párroco con un barandazo a lavandina que volteaba a cualquier santo. 

No se trata, tampoco, de que, intimidado por los orgiásticos pechos de la Virgen, yo me atragantara con la hostia bendita y de los nervios, además, estornudara con accesorios: unos soberbios mocos verdes nacarados, flameantes y más largos que las velas del púlpito. Era la Virgen de Luján y yo jamás la había tenido tan cerca. Era como el sifón, el vino Titarelli, la garrafa de gas o la birome Bic. Un emblema nacional no podía, no debía ostentar semejantes melones. Lo más perturbador era que al Jesús lactante le dabas 18, le asomaban pelos en las gambas y estaba listo para entrar en la colimba. Una degeneración extraordinaria que coroné, de la impresión, con un flato atómico. El halo celestial que hubiera debido envolvernos se transformó de golpe en una nube de gas mostaza, que ni el efecto-lavandina de Rodolfo logró neutralizar.

Tampoco somos ateos porque la improvisada casa impresora del barrio traspapelara los pedidos e ilustrara el anverso de nuestras estampitas con una horda de vacas con cucarda y reemplazara en el reverso el "Angel de la guarda, dulce compañía" por "Leche de Don Tambo, dámela que es mía, no me quites esta leche, ni de noche, ni de día". Habíamos encargado 500 estampitas para un promedio de 50 parientes, de los que se ausentó la mitad al saber que no habría ágape con sanguchitos.

A diez estampitas por cabeza, poniendo cara de marmotas y escupiéndonos a escondidas los dedos para inventar unas lágrimas, habíamos calculado una recaudación mínima apta para negociar la compra de todos los ejemplares de la revista Libre, con su serie de vedettongas en tarlipes en tapa, listas para encanutar en el cajón de la cama-cucheta. Las monedas que los miserables arrojaron a los "querubines" arañaron tres ejemplares deplorables de Anteojito, con el poema del grillito de Nalé Roxlo, que ya nos tenía las bolas por el piso, una gigantografía de Belgrano con jabot al que le faltaba el kimono para desfilar de geisha y las plúmbeas enseñanzas de Petete, de quien lo único que nos interesaba eran las dos primeras sílabas del nombre.

    
Somos ateos porque conocimos la maldad. Y la maldad fueron ellas. Chiquita Pestalozzi de Sarraceno y Nena Hermida de Muzupappa. Y fue porque la maldad vino en tándem que corrimos el doble para zafar de Dios. Fueron nuestras tías abuelas, las hermanas menores de nuestra abuela Clara, alias Clara de Huevo, porque así le quedaba el pelo, fatalmente, después de cada tintura; una abuela que bien podría haberse llamado Poncia, en honor a Pilatos: una criatura neutral hasta la inmundicia, que nunca se metió en nada "para que hubiera paz" y puso cara de sota cada vez que la sangre corrió, sin moverse un milímetro para impedirlo. En cuanto las conocimos, supimos que Chiquita y Nena dormían enroscadas en la pata de la cama y eran capaces de cortar un salame con la lengua. Fueron, para nosotros, el opuesto de nuestra tía Filomena, la mayor de todas las hermanas y la destinataria natural del Niágara de veneno que la dupla de sierpes se obstinó en dedicarle con alevosía, ante el silencio nauseabundo de Clara de Huevo.

Cuando la tía Filo llegó de España, Chiquita y Nena se quedaron de una pieza. Además de brotarse ante la visión epifánica de Filo, tuvieron que mudarse a una pieza de pensión, porque los negocios de sus maridos se fueron a pique. Para convivir con esas hienas había que empardarles, al menos, la carroña, o andar por la vida sin que te subiera el agua al tanque. Tanto a Hildo Ítalo Sarraceno como a Hermelindo Muzupappa les faltaba un jugador.

Hildo laburaba de cartero y estaba convencido de que había que leer todas las cartas antes de entregarlas, para guardarse las de las malas noticias y anticipar verbalmente las que traían las buenas. Zafaba porque Chiquita (que devoraba las cartas cual langosta, abriéndolas con vapor y pegándolas con su órgano bífido) se apresuraba a devolver la correspondencia negra y afirmaba que su marido tenía una "intuición especial" para predecir la buena suerte. Yo, que nunca vi dones partidos al medio, pensaba que Hildo no daba ni para tarotista. Hermelindo, como todos los bobos, se creía un as. Despido asegurado en cualquier parte, por desastres varios, en cadena.


Chiquita y Nena vivían para ser centro de atención, pintarrajeándose como si estuvieran por desfilar en el Sambódromo y vistiéndose en un extraño composé alternado, cuyo mensaje finalmente logramos descifrar: si en el batón de sedalón de una flotaban peces, en el de la otra remaban pescadores; si en el siguiente batón correteaban pastores, en el batón gemelo pastaban ovejas. Y así. El mensaje era claro: "detrás de una se viene la otra; agárrense". Con Rodolfo nos agarrábamos, pero del susto: no despegaban mucho más del metro, más que avanzar rodaban como bolas, usaban unos zapatos gigantes recetados de Dr. Schöll y su obsesión era un juego de toallones bordados, reservados para esa "gran ocasión" que jamás llega, por Clara de Huevo de Calcuta.

Los gatos les duraban un suspiro y ellas se apersonaban sin previo aviso de visita, con unas horrendas masas caseras de coco, de cuyo contenido dudamos hasta hoy, porque no tocaban ni una y te las dejaban de regalo, cuando usualmente se apoderaban de cuanta masita hubiera en el lugar (metiendo masita hasta en la cartera) y no regalaban ni un par de medias de algodón.

No había bautismo, boda o velorio en el que no lograran el protagonismo. Chiquita era insulino-dependiente, así que tenía pista asfaltada para rato. Cuando al neonato en cuestión le calzaban el nombre entre berridos, o los novios se calzaban las alianzas o al finado le calzaban el sobretodo de madera, sabíamos que se venía el desmayo de Chiquita, con espasmos, ojos en blanco y un poquito de espuma por la boca, porque su sueño total hubiera sido la epilepsia. Nena se había casado en segundas nupcias. No hizo falta demasiado para que a Hércules, su primer marido, una sombra raquítica a quien mantenía a fideos recalentados, se lo llevara puesto el 60, mientras cruzaba Cabildo en babia para ir a comprar el pan.

Nena, supuestamente, tenía ataques de pánico donde el 60 la serruchaba a ella, porque morirse era algo que Hércules le había hecho con premeditación y era ella la que perdía la vida bajo las ruedas de esa aplanadora trágica. Los números vivos no fallaban: a una le bajaba la insulina y a la otra la levantaba el bondi. Las dos fingían, por supuesto. Eran fanas de Zully Moreno y coleccionaban Radiolandia. Habían audicionado en Radio Prieto para cualquier rol, el que fuera, en "Juanita La Petenera", un título que nos obsesionaba tanto como Petete, por idénticos motivos. En dos minutos, con solo verlas, las habían ahuyentado a escobazos.

¿Pero qué deleite mayor que actuar en vivo, frente a toda la parentela, con ambulancia incluida y fin del evento garantizado por el sufrimiento indescriptible de estas zorras?

A diferencia del oro en polvo, la maldad no viene en estado de pureza. No hay maldad pura. A todos nos mostraron, hasta inflarnos las bolas, la foto en la que Hitler acaricia al perro. La gente nace con narices como tubérculos u orejas como radares pero nadie lleva grabado en la frente: "soy un hijo de puta". La maldad  necesita insumos y el de Chiquita y Nena era, por goleada, la envidia.


Por eso la aparición de la tía Filo las trastornó por completo. Ellas, que entre tres maridos lastimosos no hacían uno bueno, casi se suicidan con Raid cuando supieron que Rafael Arguedas cruzaba el Atlántico desde Vigo para casarse con Filo. Ya "Rafael" era nombre de actor de Radiolandia. Y la verdad de la milanga era que el tío Rafa estaba mejor que comer pollo con la mano y destilaba sexo. Filo era altísima, delgada y suplía una belleza del montón con una actitud de reina. Es decir, era imperdonable. Pasaba la tía Filo y pasaba una vestal, que convertía al binomio de pitones en muebles invisibles. Les hablaba con amabilidad, sin perder un ápice de esa elegancia que a las pitones las descontrolaba.

Chiquita e Hildo perpetraron a Beto, que creció a lo ancho hasta homenajear a Moby Dick y un día decidió no levantarse nunca más de la cama. Chiquita auguraba, en lo más íntimo, una remake de la gran Onetti. Pero de ese cuerpo despatarrado en un lecho para lechones no salió ninguna novela de Santa María, sino el pedido doliente de una lista interminable de menúes que excluían, rigurosamente, la pizza y el panqueque con dulce de leche de Banchero. Con Rodolfo pensamos que el origen de la depresión de Beto fue la salida preferida de Chiquita, que arrastró a Hildo durante años a Banchero al terminar las interminables funciones de "El diluvio que viene".

Nada podía igualar ese bajón, con José Angel Trelles vestido de sacerdote bueno hasta la idiocia, Luis Tasca imitando en las sombras la voz de Dios y las apariciones estelares de Vicky Buchino y Ricardito Dupont, una invitación urgente a la inmolación alla Waco. Beto, de hecho, sufría episodios convulsivos de llanto cuando amenazaba tormenta. "Es el diluvio ...", murmuraba aterrado, "el diluvio que viene".

Hermelindo y Nena arrojaron a este mundo a Susy, que progresivamente desarrolló una notable cara de espantada, como el animalito en la ruta nocturna sorprendido (cual tío Hércules sobre Cabildo) por los haces de luz de un camión a velocidad extrema. Nos convencimos de que la causa de ese 2 de oro que eran los ojos de Susy era un regalo monstruoso de Reyes, elegido por el GPS impiadoso de Nena.

Una muñeca vestida de novia, como un imperativo, bautizada Rebeca, con ojos de Siberian Husky y volados al por mayor. Por un defecto de fabricación, la muñeca no cerraba los ojos y Nena insistía en que "cuidara" a Susy a los pies de su cama, con esos globos oculares de taxidermista. Debe haber sido una peli de Corman, pero peor. Con los meses el pelo de Rebeca viró a paja sucia y los volados a un color amarillento, tipo mortaja gastada por el uso. Susy ya no daba más pero Nena inspiraba más terror que Corman y Rebeca juntos.


Fue en esa época, cuando Rebeca se transformó en la primera novia de Chucky, que Susy conoció a Sandrita, su compañera de estudios de la otra cuadra, y empezó a encerrarse todas las tardes, fines de semana incluidos, a estudiar matemática. Lo raro era que repetían las fórmulas algebraicas bajando por los pasamanos de la escalera de la casa que, gracias al infarto de su padre, Nena había podido comprar con un crédito más blando que la plácida pichila de Hermelindo. Hermelindo se enorgullecía de esas dos acróbatas que aullaban algoritmos como posesas, mientras aceleraban transpirando en las curvas.

No se enteró jamás de que Susy había descubierto, gracias a la brillante idea de Sandrita, las delicias espiraladas del orgasmo. Había empezado como un juego inocente y terminó en una adicción, como el bingo o las patas de los caballos. A veces llamamos por teléfono a Susy, que sigue viviendo en la casa de sus padres y a quien nunca nadie tocó ni con un palo envuelto con Espadol, y nos contesta "justo, justo estaba bajando la escalera". Hace unos años Rodolfo insistía en visitarla, pero no para verla, sino para hundir la cara en ese pasamanos que pedía basta.

Ni Nena ni Chiquita se preocuparon por el devenir de su progenie. El mundo empezaba y acababa en ellas y en ellas ni Hermelindo ni Hildo, podríamos jurarlo, acabaron jamás, excepto para perpetuar la prole. Beto habrá medido la naturaleza del género femenino con la vara de Chiquita y Nena y resolvió no salir del catre. Susy habrá medido la del masculino con la vara de los cónyuges de este par de cobras y se cobró los orgasmos perdidos aferrándose al pasamanos de una escalera.        

El núcleo delirante de las anacondas pasó a ser la tía Filo, a la que imaginaban gozando de la verga enhiesta del tío Rafa y escuchando ópera en el palco del Colón. Se encargaron de averiarnos el cerebro contándonos que la tía Filo era tortillera, puta barata, mala cocinera, comunista, descendiente de gitanos y filo-judía, información que nos provocaba un regocijo total. Seguían informando que no se bañaba, que era cleptómana y que bailaba en bolas en penumbras para que la vieran los vecinos. A Rodolfo la baba le caía desde la comisura de los labios hasta empaparle el cordón de los zapatos que mamá nos compraba en Carlitos. Las anacondas habían hecho de Filo, muy a su pesar, nuestra Janis Joplin.


Para el casamiento de Filo, Nena y Chiquita le regalaron una cacerola. No fue solo avaricia. Las traicionó el inconsciente: pensaban sin parar en la tremebunda liebre del tío Rafa. Insistieron en acompañarla a la prueba del vestido de novia, sin pronunciar una sola palabra. Insistieron en conocer el departamento donde viviría Filo, para castañetear los dientes, tiritar y simular un desmayo por congelamiento. "Qué departamento tan frío se han comprado", cacarearon a dúo, abrazadas como si estuvieran en la Patagonia. Antes de retirarse, dejaron como obsequio, en la bolsa del pan, una montaña alucinante de caca cuya generación debió haberles demandado apretar el culo durante un mes. Filo se calló la boca ante ese auténtico Everest fecal. Nadie podría culparlas. La caca literal carece de huellas dactilares.

En la ceremonia civil le tiraron arroz, hirviendo. En la religiosa le pisaron, agujereándole con la fuerza de un soplete, la cola de tul. En la fiesta, obviamente, actuaron para ganarse el Oscar. Pero Filo ni las miró y las miradas del resto fueron, esa noche, todas para Filo.

Filo no tuvo hijos y las cobras se afanaron, con fruición, en repetir en cada velada familiar que no había en este mundo hostil nada más bello que un niño. Creo que, secretamente, anhelaban la libertad de Filo. Que Filo no volviera a una casa donde había que alimentar a Moby Dick o intentar despegar a Susy de un pasamanos (sin tener idea de quiénes eran, realmente, esos hijos).

Cuando años después se enteraron de que Filo se había enfermado de cáncer, se quisieron morir. El cáncer era, en sus mentes desquiciadas, el N° 1 en el ranking de la desgracia, la pole position del derrotero médico. Fue peor todavía cuando Filo dijo exactamente "tengo cáncer", sin recurrir a metáforas de ocasión, y el tío Rafa aseguró asombrado que, pese a todo, Filo se reía. A nosotros nos fascinaban sus turbantes, mucho más intrépidos que los de Erykah Badu. En un álbum familiar está todo. En los turbantes de Erykah están los de la tía Filo. ¿Quién puede hablar con justicia de las novedades?.

A Chiquita y Nena se les desató el morbo de verla sufrir y la impotencia de verla sobrevivir sin resabios de amargura. En un asado familiar le espetaron si después de la "enfermedad" se sentía más buena y si cada día se sentía más viva. Se hizo un silencio mortal. Filo apuró una copa y declaró, para deleite de la purretada: "En realidad, todavía me siento como el orto. Y soy la misma que siempre fui".

Porque Filo sabía que la gente, en el fondo, no cambia. Se agrava. Las anacondas eran el ejemplo perfecto y nosotros no hemos conocido, todavía, la excepción.

Dos décadas más tarde, Filo apuntó a su corazón con una calibre 38, sin errar. Donó todo lo que había tenido y pidió que enterraran sus cenizas en la misma cajita en la que dormían las cenizas de Viernes, su último perro. Clara de Huevo, en un gesto inédito, envolvió la cajita en el juego de toallones bordados y la enterró bajo el  limonero de su jardín.

En el funeral de Filo, sin flores ni plegarias, irrumpió una mujer jovencísima, con dos tímidas nenas de la mano. "Mi nombre es Mercedes", dijo delante de todos los presentes, sin que le temblara la voz. "Hace quince años que Rafael me ama y éstas son nuestras hijas". Supongo que hacía quince años que ensayaba esas palabras y quince años que esperaba ese momento. Ahora ella sería la protagonista absoluta.

Chiquita y Nena abrieron la boca y no podían cerrarla, como Rebeca no podía, por más que la sacudieran, cerrar los ojos. Ellas habían deseado asistir al sufrimiento de un ser vivo, porque el de un muerto le pertenece al muerto, por completo, y es impenetrable. Tenían el dolor de Filo al alcance de la mano pero Filo no estaba y, de repente, sus propias vidas dejaban de tener sentido.

Pronto, muy pronto, encontrarían a alguien a quien odiar, por razones seguramente equivocadas.

Mi hermano Rodolfo y yo somos ateos. Pensándolo bien, no es porque hayamos conocido la maldad, que infaliblemente tiene nombre. Es porque si Dios existiera, o fuera bueno, no debería permitir que una mujer se anude un turbante en una isla y se incline y se apriete a su perro y lo mire y le diga, desde la soledad extraordinaria de esa isla, "te llamaré Viernes".







Imágenes: Fotomontajes de Grete Stern de la serie Los Sueños, publicados en la revista Idilio durante el período 1948-1951 en la página "El psicoanálisis le ayudará", ilustrando los sueños de lectoras de la revista.






lunes, 4 de abril de 2011

SHOUT



Para Esteban, que me impulsa a remar.








(¡Prometemos refinar las técnicas de grabación! Es una versión muy .... caserita, con tormenta de fondo).





viernes, 1 de abril de 2011

HARTOS DE ESTAFAS MORALES




La mayoría de los padres se especializan en relatarles a sus niños historias taradas. La mayoría de los padres que conozco. Para decir "todos" los padres tendría que hacer un exhaustivo relevamiento internacional y, avisados del patrullaje, los padres supervisados seguramente se esmerarían un poco en leer un clásico infantil en lugar de hacerse los cancheritos y jugar al autor ocurrente. Los familiares enfermos se fueron a una fiesta al interior; los abuelitos muertos se fueron al cielo; y las mascotas envenenadas por el vecino prefirieron la libertad de la calle. Así está el mundo y así no hay quien aguante, después, los hospitales, los cementerios y la crueldad del prójimo. No es que los relatos clásicos sean mucho mejores; todos mienten. Pero al menos los padres podrían echarle la culpa a otro y empezar a entrenarnos en una de las tantas actividades en las que descollaremos a lo largo de nuestras vidas.

Veranéabamos, sin falta, en Mar del Plata. No asarnos al spiedo vuelta y vuelta, junto a una legión de dementes untados como milanesas sobre la arena, hubiera equivalido a la amputación de un brazo. Nos hubiéramos arrastrado con un muñón en nuestro futuro destino de veraneantes, con las dificultades consecuentes para clavar la sombrilla a rayas en nuestro milímetro cúbico ganado a fuerza de carretear sobre una pasarela de madera ardiente y saltar, como monos trastornados por el mal de San Vito, desde la pasarela a la cápsula estival, para que no se nos desintegraran los pies. Algo así debió ser el Vía Crucis, pensaba yo. Algo así debe ser caminar sobre brasas, para forjar el carácter. En la dos comparaciones anidaba algo épico; en la acumulación de carne a los codazos era evidente cierto patetismo.

Mi hermano lo sabía. Bien. Tenía una sola malla de un color marrón diarreico, de una tela elastizada y un talle más chico, que lo obligaba a acomodarse continuamente el bulto. Yo también lo sabía. Un poco más, porque le llevaba dos años y portaba como una versión barrial y decadente de El Lago de los Cisnes una bikini atragantada de voladitos. Siempre odié los voladitos. Alegran, dulcifican, tapan algo real que está allí, abajo, y que sin voladito sería poca cosa, un sopor o un agujero negro; como una prótesis dental, un manojo de extensiones de pelo o un implante mamario que es artificio evidente. Yo tenía dientes, rulos y tetitas que no eran guau pero tampoco eran pfffff, ¿por qué someterme entonces a ese escarnio?.


Todo aquel que fue a una iglesia de curas termina odiando a los curas y todo aquel que fue enviado, "para socializar con niños de su edad", a una colonia de vacaciones termina odiando a la gente, porque los niños no son sino el primer eslabón hacia la edad adulta: son la gente en potencia y sin frenos inhibitorios. En el presidio "El Sapito Sapirón" habíamos aprendido con mi hermano que un niño es eso en lo que se convertirá después; él manoteaba para que no le afanaran el jabón en la ducha y yo manoteaba en la pileta, para impedir que la capitana del equipo de básquet verificara cuánto podía aguantar mi cabeza debajo del agua bajo la presión despiadada de su mano derecha, sin amoratarme y empezar a escupir hilos profusos de sangre.

Era turra al cubo y creo que a partir de ese momento saqué carné de izquierda, porque esa era la mano que no me torturaba. Hasta el verano siguiente, cuando empezó a probar la potencia de su mano izquierda y mi desconcierto político fue total. Yo me ponía para mi humillación pública un gorro de plástico rosa con espinas símil erizo, para que su mano cazara el gorro y el gorro me permitiera zafar de la asfixia inminente. Pero la muy zorra me sacaba el gorro, que arrojaba al aire como una atracción de feria, y me sumergía directamente de los pelos. Por eso los padres harían mejor en cerrar la boca.

Pero papá no podía. En un momento exacto del viaje de 6 horas en el Fiat 600, con una valija prehistórica en el asiento trasero, las ventanillas bajas para recibir las bocanadas de aire de Pompeya y Ercolano a dúo y con mi hermano en calzones y yo en bombacha para atajar el ataque de calor, papá lanzaba un "prepárense" cerca del Río Salado y a la vera de la ruta, sobre la mano derecha, surgía la aparición.

Con mi hermano habíamos tirado la moneda antes de salir de casa para ver quien acampaba a mano derecha sobre la valija, mientras el otro estiraba el cogote como un poseido para presenciar la epifanía: el avistamiento en un horizonte inalcanzable de un castillo imponente, cubierto odiosamente por los árboles, que según papá pertenecía a nuestra abuela materna y a su hermano Francisco, quien se lo había arrebatado en una pelea a muerte.

Hacía diez años que la abuela hablaba por teléfono con las actrices de las telenovelas, en simultáneo, y a veces reemplazaba el teléfono por un zapato. De ella jamás hubiéramos obtenido información confiable. Además, era lógico que una mujer cuya única conexión con el mundo era, en sentido lato, la industria del calzado no pudiera hacerse cargo de esas hectáreas de ensueño.


Lo que era ilógico era que no pudiéramos parar en la banquina el Fiat 600, adecentarnos un poco la vestimenta y adentrarnos a visitar al tío Francisco, cuya única ocupación, según mi hermano, debía ser esmerarse en hacerse pajas, rodeado como estaba de un séquito de sirvientes y sin parientes a la vista. Yo todavía no había empezado a robar cosas (o bueno, sí, un chocolatín al paso, una regadera de plástico en el supermercado, una horma de queso, pequeñeces) pero jamás hubiera osado meterme (además, ¿a dónde?) un candelabro de plata o un huevo Fabergé en mi metro sesenta. Mi hermano, como máximo, hubiera pedido un helado de bocha doble y un ananá en almíbar. Mamá hubiera persistido en su rol de momia, en ese extraño mutismo del trayecto íntegro del viaje con el que parecía cobrarle a papá viejas facturas, recogiéndose el pelo a lo Liz Taylor para ascender, de un saque, de momia a esfinge. ¿Por qué, por qué, no podíamos bajar a ver?. Ver era todo lo que queríamos.

Porque desde la Ruta 2 se veía una promesa, un escupitajo, una moneda de un centavo, una foto cortada y, además, movida. Nos ponían el caramelo a la altura de la boca y nos lo quitaban. Eso sí era razonable. Eso sí era mejor que lo supiéramos pronto. Queríamos ver algo que no fueran vacas condenadas al degüello, medialunas del Atalaya, autos a punto de derrapar al pasto por exceso de tablas de telgopor y pasajeros hiperexcitados, carteles publicitarios de soda Ivess y, en el climax de la peregrinación a la meca, el monumento a Alfonsina Storni a la que ya le habíamos perdido todo el respeto.

Mi hermano boqueaba como un pescado y le sacudía sus patas de rana en la cara, mientras el Fiat 600, agotado, bordeaba tosiendo la escultura y yo tenía espasmos en el bajo vientre recordando a la capitana de básquet. Papá y mamá estaban en su época nac y pop, lo que significaba 6 horas de Mercedes Sosa en continuado, en cassette, intercalando su hit "Alfonsina y el mar" con las cinco sirenitas que jamás se dieron por aludidas. Si no protagonizan, se rajan. Las sirenitas son así.

Papá decía que, si hubiéramos osado pisar ese pasto sacro, el tío Francisco nos hubiera largado los perros. Con mi hermano le preguntábamos por qué no peleaba por sus derechos, en lugar de pasar un mes sin el rigor del jefe preparando sándwiches de jamón y queso para cargar la heladerita playera y eligiendo los cuatro sweaters anuales en la peatonal de "La Feliz". Ninguna ciudad puede ser feliz cuando al llegar te recibe una suicida, insistía yo, hasta que, en lugar de la instrucción en la conciencia de clase, llegaba el amague de sopapo, mientras mi hermano preguntaba si en la época del suceso se había inventado el snorkel. Hubiera sido mucho más esclarecedor, de cara al futuro, si papá hubiera explicado que los perros se largaban contra los propietarios de Fiat 600.

A veces daban ganas, realmente, de tirarse al agua, sobre todo cuando mamá, con su vocación luterana, empezaba a alabar la zona de las "piedras", donde no había pasarelas, ni sombrillas ni esperanza alguna. El encanto de las "piedras" es que eran gratuitas. No como las carpas con las que los "aprovechadores hacían su negocio de la temporada" (pero te ahorraban la insolación). Algo en las piedras nos entrenó, a ambos hermanos, en el estoicismo: la obstinación de las muy degeneradas en borrarte la raya del culo y haber sido arrojadas por la naturaleza al tuntún, lo que convertía su recorrido en un auténtico pasaje de las Termópilas, con alto riesgo de fractura de cadera incluido. Al agua no podías tirarte, porque a esa altura no te devolvía y las sirenitas se tomaban el buque y te dejaban con el lamento de bombo legüero de Mercedes Sosa.


Con mi hermano fantaseamos con ahorcarnos con la cinta interminable del cassette, ante la perspectiva de afrontar un nuevo combo "La Feliz"-"Sapito Sapirón" el verano próximo. Pero un documental televisivo nos quitó, a lo bestia, la venda de los ojos. Una descendiente de los Guerrero (lo único verdadero en la fábula sin moraleja de papá) contaba con mohínes displicentes y una sonrisita picarona, de esas que dan ganas de partir una jeta en cuatro, que "todos los papis suelen contar historias a sus niños al tomar la ruta hacia la costa y divisar, a lo lejos, el castillo". Nuestra ira fue total. Éramos, si cabe, más boludos de lo que suponíamos, y papá se aprovechaba de esa situación para hacerse el Ágato Christie.

El tío Francisco era un engaño mayúsculo. Su supuesto castillo había pertenecido a Felicitas Guerrero, una joven con cara de lela asesinada por la espalda por un pretendiente despechado, acerca de quien nunca quedó claro si luego se suicidó, para completar a lo grande la ópera wagneriana. Viendo los retratos de época de Felicitas, siento que mi abuela paterna había hecho mucho más mérito para revolcarse en el castillo, aunque no usara en las orejas pendientes sino zapatos, o precisamente por esa causa. Sé que soy injusta al atribuir al rostro adolescente de Felicitas la carencia de un golpe de hervor.

Pero yo ya había robado de un armario de la Cultural Inglesa un ejemplar ignífugo de Cumbres Borrascosas que me quemaba la cabeza, entre otras partes. Y nadie sería tan sexy como Heathcliff. Y nadie tan salvaje, aun desde la ultratumba, como Catherine Earnshaw. Así que, Felicitas ... "¡pero qué suerte que te alzaron una iglesia a tu nombre y cómo me chupa un reverendo huevo!". Eso pensé, a las 18:25 de la tarde del 9 de marzo de 1976. "Un huevo y la mitad del otro, que la mitad que queda ni me lo gasto en la garca de Felicitas", remató mi hermano, que en un día de laburo como cadete, cargando ventiladores por la calle con 40° C a la sombra y los pies convertidos en una masa amorfa, ya era afiliado instantáneo al PC.

Esa misma noche esperamos que los susodichos se durmieran y bajamos del estante más alto del ropero la valija que siempre imaginamos en tránsito directo del Hotel de los Inmigrantes al Fiat 600. La llenamos con las mallas, las lonas con palmeras de Hawai, las gafas de sol que mejor lo hubieran tapado, las túnicas y sandalias de mamá y los shortcitos y las ojotas de papá, esas con las que pistoneaba mientras nos mostraba algo que jamás podríamos ver y deberíamos comprender, para variar, por nosotros mismos. Agregamos, también, el inventario completo de acceso a la fauces del "Sapito-Sapirón". Corté el gorro de plástico modelo erizo con las tijeras de podar y lo reconvertí en dos bowls, para atesorar el huevo y medio que Felicitas y la troupe de falsas repeticiones veraniegas nos chupaban. No me pregunten qué haremos con el medio huevo que nos queda.

Nos sentamos sobre la valija y logramos cerrarla a golpes, con la heladerita de telgopor, la sombrilla a rayas y el juego de pelota-paleta adentro. La escondimos en el lavadero, adentro de una bolsa de consorcio, como un cadáver. A la mañana siguiente calculamos el horario exacto en el que pasaba el camión de reparto de soda y tiramos, como una jabalina, la valija a la caja del camión, desde el cerco de la terraza. El tiro fue perfecto y la valija se ganó, por una vez, un destino distinto de la interbalnearia.



Cuando llegó el verano y el momento apoteótico de los preparativos prenupciales con eso-que-era-siempre-lo-mismo, mi hermano y yo no soltamos una sola palabra. "Esto es obra de ustedes", sentenció Liz Taylor. "El cerebrito descarriado y su brazo ejecutor". Creía, cándidamente, que establecía una división social del trabajo que nos enfrentaba. Error. Sin brazo ejecutor no hay revoluciones y la única ventaja de mi córtex era haber manoteado, con alevosía, a la Srta. Emily Brontë.

"Este año no hay colonia de vacaciones. No hay vacaciones, tampoco", sentenció papá, en quien percibimos el alivio que deriva de abandonar un laburo rentado por otro ad-honorem y desagradecido, hecho de pilas de sándwiches, detección de piedras sin culos que monten guardia y caminatas cavando surcos en busca de un sweater de un color distinto al color de los diez años anteriores.

Tañido de campanas. Magnificat.

"Estábamos hartos de estafas morales", pronunciamos a coro, tal como nos habíamos jurado hacer. Estábamos más tiesos que los Horacios en el cuadro de David.

Ese verano, con mi hermano, conectamos una manguera de diez metros a una de las canillas del lavadero y la pasamos por la ventana que daba del lavadero a la terraza. Nos pusimos dos camisetas viejas y nos manguereamos a morir. Con los dedos aumentábamos la velocidad y la presión del chorro y el cuerpo se deshacía de felicidad, bajo un cielo agobiante, con cada latigazo líquido. Corríamos descalzos, patinando en círculo, tratando de robarnos la manguera, un arte en el que yo hubiera debido distinguirme, pero no. Mi hermano tenía el don de manguerear todas las tardes, hasta que anochecía. Recuerdo todo en colores. En colores brillantes y en movimiento.

Desde esa primera vez, nos negamos terminantemente a volver a la costa y a la colonia carcelaria. Si ellos querían ir, que nos dejaran en casa con los abuelos maternos, que desde la ventana miraban encantados las ondulaciones imprevisibles de la manguera.

Pasaron tantos años que mucho se disuelve en la memoria. Pero la memoria elige qué retener. Cuando la térmica dice basta y no hay piel que aguante, abrazo a mi hermano por el cuello y le susurro al oído: "decime, decime, vos decime qué testamento millonario hubiera incluido un verano así; decime qué hubiéramos podido ver que no estuviera, mirándonos, entre los cuatro ángulos de esa terraza".